¿Me entiende? Para mí fue una suerte de revelación, precisamente porque ellos no me pedían nada y sin embargo yo me sentía fascinado, atraído, por la súplica de quienes nada me pedían. ¿Qué súplica era esa? El archivista se llama Cástulo Magón y tiene un parentesco lejano -me dijo cuando hice la asociación- con los revolucionarios hermanos Ricardo y Jesús Flores Magón, los anarquistas que durante la dictadura de Porfirio Díaz languidecieron en la fortaleza de San Juan de Ulúa frente a Veracruz y que yo vi de lejos el otro día cuando me mandó usted a visitar a El Anciano del Portal. Bueno, don Cástulo va a cumplir sesenta años, es archivista desde la Presidencia de López Portillo, cuando tenía veinte años, se casó tarde porque le costó reunir la lana para el matrimonio y encontrar a una mujer de su agrado que además trabajara para juntar las mesadas.
Don Cástulo tiene esa vista rutinaria y cansada del archivista, y como le dije, ni siquiera le faltan la visera verde y las ligas en las mangas para parecer el pequeño burócrata de comedia. Los archivos son lugares oscuros, no sé si por miedo a que los papeles se vuelvan pálidos e ilegibles si les pega el sol, no sé si para que los documentos se olviden en sus sepulturas de metal gris y fólders amarillos. No sé, en fin, si para exorcizarlos de todo contenido, digamos, luminoso, mi ama y señora tan desdeñosa. Sí, don Cástulo es como el fantasma de los archivos. Así como el personaje de Gaston Leroux vivía en los laberintos subterráneos de la ópera de París, don Cástulo Magón vive en el subsuelo de la Presidencia de la República.
Su cara es gris, su mirada, si no cansada, resignada, pero sus dedos, María del Rosario, sus dedos son de una agilidad pasmosa, viera cómo recorre las divisiones de los archivos, con qué velocidad, con qué precisión… En ese momento su edad, su desaliño personal, su físico agotado, se transfiguran y don Cástulo es algo así como un alquimista del registro oficial. Sabe dónde está todo y, sobre todo, dónde está lo que no debería estar, es decir, lo que le ordenaron destruir y Cástulo, no por desobediencia, sino porque ni siquiera lo pensó dos veces, archivó lo inarchivable, por así decirlo, de acuerdo con el excéntrico sistema mexicano: no por personas (v gr.: Galván, María Del Rosario o Herrera, Bernal) ni por dependencias (v gr.: Secretaría de Gobernación, Congreso de la Unión), sino por referencias.
Arcanas referencias, señora. ¿Dónde cree que me encuentro en los archivos de Los Pinos? ¿Bajo mi nombre Valdivia, Nicolás? ¿Bajo mi puesto, jefe de Gabinete, Asistente del? ¿Bajo el rubro mismo de Presidencia de la República, Oficinas de la? Pues no, mi querida María del Rosario. Aparezco, dese cuenta, bajo ENA. ¿Qué es ENA? École Nationale d'Administration, París. Es decir: el colegio de altos estudios del cual me gradué. ¡Dese cuenta! Para laberinto de la soledad, este es el más chingón de todos. Pues esto es lo que se conoce al dedillo, con esas manos de pianista más ciego que Hipólito el de Santa, nuestro amigo el archivista don Cástulo Magón. Que su estatus económico no corresponde a su habilidad profesional es casi una tautología. Cástulo recibe un sueldo muy modesto, quinientos dólares al mes, según el curso actual, apenas para acicalarse un poco los mechones blancos de sus sienes y pedirles prestado el puente engominado que va de la izquierda a la derecha para disimular la alopecia. (¿Para qué?, ¿ante quién?, dígamelo usted que todo lo sabe sobre la vanidad humana, sobre todo la de los desposeídos y humillados como yo, su soupirant sin fortuna.) El hecho es que don Cástulo sigue usando gomina "hecha en casa", que pasó de moda hace cien años y creo que es la única coquetería suya en un bañito invadido por las necesidades de su familia, las cremas y afeites y tubos y gorras de baño de la señora Serafina, de la hija Araceli y del hijo Ricardo Jesús, así llamado en honor de los ya citados héroes de Ulúa, los hermanos Flores Magón.
Don Cástulo debería ser flaco como su estructura ósea lo indica, pero tiene la inevitable pancita de quien ha comido tortas de frijol, chile y carnitas toda su vida, amén de la ocasional cerveza. Doña Serafina es un milagro, María del Rosario. Contribuye a la economía de la casa como repostera. La cocina es suya. Allí no entra nadie más que ella, es el espacio más grande del apartamento.
– Por eso lo escogimos -me dice.
Allí sí que hay de todo, desde una larga mesa con capa ya natural de harina, hasta horno pastelero.
Allí fabrica la señora merengues, torres nupciales, fastos albeantes para bodas, primeras comuniones y bailes de quince años, y lleva sus buenos mil mensuales a la casa, que serían dos mil si no tuviera que gastar la mitad en "materia prima", como dice con orgullo, fregándose las manos con eficiencia en su delantal. Imagínese a Andrea Palma a los sesenta años. Aquella Mujer del puerto esbelta, lánguida y que vendía su amor "a los hombres que vienen del mar", ya no es tan esbelta, de lánguida no tiene nada en el andar, pero sí en el fondo de la mirada, que así como la del marido es casi opaca como una visera, en la de ella es melancólica como un inesperado crepúsculo al mediodía.
¿Business-like, dicen los gringos? Pues eso es doña Serafina, sabe usted, ni una queja, ni un minuto de reposo, salvo en esos ojos que añoran algo que nunca fue. Se lo repito. Se lo subrayo. Algo que nunca fue. Es esa mirada de una promesa secuestrada la que le da ojos no sólo a la dueña de la casa, sino a la casa entera. La nostalgia, el sueño perdido, lo que pudo ser…
Llene usted esa mirada con su imaginación, mi poderosa protectora, porque nunca la he visto en sus ojos, como si usted ya lo tuviera todo -todo menos el siguiente reino de su ambición-. La señora Serafina tiene ojos que ya no ambicionan nada. La veo trabajando en su cocina y no es ambición lo que miro, sino pura y simple voluntad de sobrevivir. Allí está don Cástulo leyendo el periódico en la salita. La tele está empeñada, -me dijo- y eso que en México hay televisión hasta en las barriadas más miserables, en las ciudades perdidas. Dice que él creció leyendo periódicos y no va a cambiar sus hábitos lentos de archivista por esas píldoras informativas de la tele.
Aunque ahora, sin señales de satélite a torres de TV, no vería nada aunque lo quisiera…
Todo sea por Dios. O más bien, por la inquieta hija de veinte años, Araceli, que se la pasa de panza en su cama leyendo la revista Hola! y soñando, supongo, con ser Charlotte de Mónaco o algo así y que luego pasa horas embelleciéndose para un novio que pasa en coche convertible a recogerla a las nueve para salir a cenar y a bailar en una disco. No es que sea díscola, dice su madre, es joven, tiene derecho a divertirse y regresa siempre con una bolsa de plástico con restos de las cenas en los restoranes a los que la lleva Hugo Patrón, su novio yucateco, que es gerente de una agencia de viajes sin mucha actividad ahora que no sirven las computadoras y los gringos tienen dudas sobre viajar a México. Pero Araceli tiene su cuarto lleno de pósters del Caribe, del Mediterráneo, París y Venecia, que Hugo le regala. Es un chico bien intencionado, dice doña Serafina, pero muy chapado a la antigua, porque no deja a la niña trabajar. Quiere reunir lo suficiente para un apartamento y un viaje de bodas gratis y que su novia y más tarde su mujer no trabaje nunca. Yo concluyo que identifica el ocio con la virginidad.
Serafina se faja el delantal a veces y le manda a la niña mimada salir de su cuarto y repartir pasteles cuando los clientes no los mandan recoger con sus choferes. Hay que ver el mohín de la chiquita. Nació para princesa, tiene la cabeza llena de ilusiones y (se lo revelo con toda franqueza) hasta me echa los perros cuando voy de visita. Sí, soy mejor partido que Hugo Patrón, pero apenas me oye hablar se cohibe toditita, yo acentúo el lenguaje de profesionista culto graduado de París, suelto una que otra palabra en francés y veo en su linda carita color de luna una mezcla de tedio, respeto y lejanía que cruza como si yo fuese "la nube negra del destino", un fenómeno que baja del pedestal y visita a los humildes de este mundo -entre los que ella se encuentra sin más horizonte que el agente de viajes Hugo Patrón y el viaje de bodas a Miami.