– ¿Sabes una cosa? -dijo Chick-. No voy a dejar a Alise porque no me case con ella…
– Bueno, yo no tengo nada que decir -dijo Colin-. Después de todo, es asunto tuyo…
– Así es la vida -dijo Chick.
– No -dijo Colin.
36
El viento se abría camino entre las hojas y resurgía de entre los árboles henchido de aromas de retoños y de flores. Las personas caminaban un poco más erguidas y respiraban más hondo porque había aire en abundancia. El sol desplegaba perezosamente sus rayos y los aventuraba cautamente en lugares recónditos a los que no podía llegar directamente, curvándolos en ángulos redondeados y untuosos, pero chocaba con cosas muy negras y los retiraba rápidamente con el movimiento nervioso y preciso de un pulpo dorado. Su inmenso caparazón ardiente se acercó poco a poco, y después, inmóvil, se puso a vaporizar las aguas continentales y los relojes dieron tres campanadas.
Colin leía una historia a Chloé. Era una historia de amor que terminaba bien. En aquel momento el héroe y la heroína se escribían cartas.
– ¿Por qué tardan tanto? -dijo Chloé-. Normalmente, las cosas van más deprisa…
– ¿Así que tú tienes experiencia en estas cosas? -preguntó Colin.
Pellizcó con fuerza el extremo de un rayo de sol que iba a llegar alojo de Chloé. El rayo se retiró blandamente y se puso a pasear por los muebles de la alcoba. Chloé se ruborizó.
– No, no tengo experiencia… -dijo tímidamente-, pero me parece…
Colin cerró el libro.
– Tienes razón, amor mío.
Se levantó y se acercó a la cama.
– Es hora de tomar una de tus píldoras.
Chloé se estremeció.
– Es muy desagradable -dijo-. ¿Es absolutamente necesario?
– Creo que sí -dijo Colin-. Esta tarde iremos a ver al médico y sabremos por fin qué es lo que tienes. Pero, de momento, tienes que tomar tus píldoras. Después quizá te dé otra cosa…
– Es horrible -dijo Chloé.
– Hay que ser razonables.
– Cuando me las tomo, es como si dos bichos se pelearan dentro de mi pecho. Además, lo que has dicho no es verdad…, no hay por qué ser razonables…
– Mejor es no sedo, pero a veces es necesario -dijo Colin.
Abrió la cajita.
– Tienen un color sucio -dijo Chloé-, y además huelen mal.
– Son raras, lo reconozco -dijo Colin-, pero hay que tomadas.
– Mira -dijo Chloé-. Se mueven solas y además son medio transparentes; seguro que están vivas por dentro.
– Seguro -dijo Colin-. Pero, con el agua que te bebes después, no pueden vivir mucho.
– Eso que dices es una tontería… puede ser un pez…
Colin se echó a reír.
– Vamos, esto te dará fuerzas.
Se inclinó sobre ella y la besó.
– ¡Anda, Chloé, tómala, sé buena!
– De acuerdo -dijo Chloé-, pero después tienes que darme un beso.
– Bueno -dijo Colin-. Si no te da asco besar a un marido tan feo como yo…
– Reconozco que no eres demasiado guapo -dijo Chloé, guasona.
– No es culpa mía.
Colin bajó la cabeza.
– No duermo lo bastante -continuó.
– Colin, cariño, bésame, soy muy mala. Dame dos píldoras.
– ¿Estás loca? -dijo Colin-. Una sola. Anda, traga…
Chloé cerró los ojos, palideció y se llevó la mano al pecho.
– Ya está -dijo con esfuerzo-, ya va a empezar otra vez…
Junto a sus cabellos brillantes empezaron a brotar gotitas de sudor.
Colin se sentó a su lado y le pasó un brazo alrededor del cuello. Ella cogió su mano entre las suyas y gimió.
– Tranquilízate, Chloé -dijo Colin-, es necesario.
– Me siento mal… -murmuró Chloé.
Lágrimas gruesas como ojos surgieron de los extremos de sus párpados y trazaron surcos fríos en sus mejillas redondas y suaves.
37
– No puedo tenerme en pie… -murmuró Chloé.
Había puesto los dos pies en el suelo e intentaba levantarse.
– La cosa está fatal… -dijo-, estoy muy floja.
Colin se acercó a ella y la levantó. Chloé se agarró a sus hombros.
– ¡Sujétame, Colin! ¡Me voy a caer!
– Es la cama, que cansa mucho… -dijo Colin.
– No -dijo Chloé-. Son las píldoras de tu viejo boticario.
Probó a tenerse en pie sola y se tambaleó. Colin la agarró y ella lo arrastró a la cama en su caída.
– Me encuentro bien así -dijo Chloé-. Quédate junto a mí. ¡Hace tanto tiempo que no nos acostamos juntos!
– No debemos -dijo Colin.
– Sí. Sí debemos. Bésame. Yo soy tu mujer, ¿o no?
– Sí -dijo Colin-. Pero no estás buena.
– No es culpa mía -dijo Chloé, y su boca se estremeció un poco, como si fuera a llorar.
Colin se inclinó hacia ella y la besó muy suave, como si besara a una flor.
– Más -dijo Chloé-. y no en la cara sólo… ¿Ya no me quieres? ¿Ya no quieres mujer?
Él la apretó con más fuerza entre sus brazos. Estaba tibia y fragante. Un verdadero frasco de perfume saliendo de una caja forrada de blanco.
– Sí… -dijo Chloé, estirándose-, más…
38
– Se nos está haciendo tarde -dijo Colin.
– No importa repuso Chloé. Atrasa el reloj.
– ¿De verdad que no quieres ir en coche?…
– No… -dijo Chloé-. Quiero pasear contigo por la calle.
– ¡Pero hay un buen trecho!
– No importa… -dijo Chloé-. Cuando me has… besado ahora mismo, he sentido que recuperaba el aplomo. Tengo ganas de andar un poco.
– ¿Entonces le digo a Nicolás que vaya a recogemos en coche? -sugirió Colin.
– Bueno, si tú quieres…
Para ir al doctor, Chloé se había puesto un vestidito azul claro, con un escote en punta muy bajo y llevaba una chaqueta corta de lince, acompañada de un gorro a juego. Completaban el conjunto unos zapatos de serpiente teñida.
– Ven, gatita mía.
– No es gato -dijo Chloé-. Es lince.
– Me cuesta decir linza -dijo Colin.
Salieron de la habitación y pasaron a la entrada. Chloé se detuvo delante de la ventana.
– ¿Qué pasa aquí? Hay menos luz que de costumbre…
– En absoluto -dijo Colin-. Hace mucho sol.
– De eso nada -dijo Chloé-. Me acuerdo muy bien. El sol llegaba hasta este dibujo de la alfombra y ahora sólo llega hasta aquí…
– Depende de la hora -dijo Colin.
– No depende de la hora, porque era a la misma hora…
– Mañana miraremos a la misma hora -dijo Colin.
– ¿Ves? Llegaba hasta la séptima raya. Ahora sólo llega hasta la quinta…
– Vamos -dijo Colin-. Es tarde.
Chloé se sonrió a sí misma al pasar por delante del gran espejo del corredor enlosado. No podía ser grave lo que tenía y, ahora, en lo sucesivo, irían muchas veces a pasear juntos. Él administraría bien sus doblezones, en realidad le quedaba bastante para poder llevar los dos una vida agradable.
Quizá podría trabajar…
El acero del pestillo chasqueó y la puerta se cerró. Chloé iba cogida de su brazo. Andaba a pasitos cortos. Colin daba un paso por cada dos de los suyos.
– Estoy contenta -dijo Chloé-. Hace sol, y los árboles huelen tan bien…
– Sí, es verdad -dijo Colin-. ¡Es primavera!
– ¿Ah, sí? -dijo Chloé dirigiéndole una mirada maliciosa.
Torcieron a la derecha. Faltaba todavía dejar atrás dos grandes casas antes de llegar al barrio de los médicos. Cien metros más allá empezaron a sentir el olor de los anestésicos, que en días de viento llegaban aún más lejos. La estructura de la acera cambiaba. Ahora caminaban sobre un canal ancho y plano, cubierto por una especie de parrilla de hormigón con las traviesas estrechas y muy juntas. Bajo las traviesas corría alcohol mezclado con éter que arrastraba trozos de algodón manchados de humores y de sanies, de sangre algunas veces. Largos filamentos de sangre a medio coagular teñían aquí y allí el flujo volátil, y colgajos de carne medio descompuesta pasaban lentamente, girando sobre sí mismos, como icebergs demasiado fundidos. No se percibía más que el olor a éter. También arrastraba la corriente vendas de gasa y otras curas, que desenroscaban sus anillos dormidos. Directamente de cada casa, un tubo de descenso descargaba en el canal y observando unos instantes el orificio de estos tubos se podía saber la especialidad del médico. Un ojo bajó dando vueltas sobre sí mismo, los miró algunos instantes y desapareció bajo una ancha capa de algodón rojizo y blanco como una medusa malsana.