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– ¿Sabes una cosa? -dijo Chick-. No voy a dejar a Alise porque no me case con ella…

– Bueno, yo no tengo nada que decir -dijo Colin-. Después de todo, es asunto tuyo…

– Así es la vida -dijo Chick.

– No -dijo Colin.

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El viento se abría camino entre las hojas y resurgía de entre los árboles henchido de aromas de retoños y de flores. Las personas caminaban un poco más erguidas y respiraban más hondo porque había aire en abundancia. El sol desplegaba perezosamente sus rayos y los aventuraba cautamente en lugares recónditos a los que no podía llegar directamente, curvándolos en ángulos redondeados y untuosos, pero chocaba con cosas muy negras y los retiraba rápidamente con el movimiento nervioso y preciso de un pulpo dorado. Su inmenso caparazón ardiente se acercó poco a poco, y después, inmóvil, se puso a vaporizar las aguas continentales y los relojes dieron tres campanadas.

Colin leía una historia a Chloé. Era una historia de amor que terminaba bien. En aquel momento el héroe y la heroína se escribían cartas.

– ¿Por qué tardan tanto? -dijo Chloé-. Normalmente, las cosas van más deprisa…

– ¿Así que tú tienes experiencia en estas cosas? -preguntó Colin.

Pellizcó con fuerza el extremo de un rayo de sol que iba a llegar alojo de Chloé. El rayo se retiró blandamente y se puso a pasear por los muebles de la alcoba. Chloé se ruborizó.

– No, no tengo experiencia… -dijo tímidamente-, pero me parece…

Colin cerró el libro.

– Tienes razón, amor mío.

Se levantó y se acercó a la cama.

– Es hora de tomar una de tus píldoras.

Chloé se estremeció.

– Es muy desagradable -dijo-. ¿Es absolutamente necesario?

– Creo que sí -dijo Colin-. Esta tarde iremos a ver al médico y sabremos por fin qué es lo que tienes. Pero, de momento, tienes que tomar tus píldoras. Después quizá te dé otra cosa…

– Es horrible -dijo Chloé.

– Hay que ser razonables.

– Cuando me las tomo, es como si dos bichos se pelearan dentro de mi pecho. Además, lo que has dicho no es verdad…, no hay por qué ser razonables…

– Mejor es no sedo, pero a veces es necesario -dijo Colin.

Abrió la cajita.

– Tienen un color sucio -dijo Chloé-, y además huelen mal.

– Son raras, lo reconozco -dijo Colin-, pero hay que tomadas.

– Mira -dijo Chloé-. Se mueven solas y además son medio transparentes; seguro que están vivas por dentro.

– Seguro -dijo Colin-. Pero, con el agua que te bebes después, no pueden vivir mucho.

– Eso que dices es una tontería… puede ser un pez…

Colin se echó a reír.

– Vamos, esto te dará fuerzas.

Se inclinó sobre ella y la besó.

– ¡Anda, Chloé, tómala, sé buena!

– De acuerdo -dijo Chloé-, pero después tienes que darme un beso.

– Bueno -dijo Colin-. Si no te da asco besar a un marido tan feo como yo…

– Reconozco que no eres demasiado guapo -dijo Chloé, guasona.

– No es culpa mía.

Colin bajó la cabeza.

– No duermo lo bastante -continuó.

– Colin, cariño, bésame, soy muy mala. Dame dos píldoras.

– ¿Estás loca? -dijo Colin-. Una sola. Anda, traga…

Chloé cerró los ojos, palideció y se llevó la mano al pecho.

– Ya está -dijo con esfuerzo-, ya va a empezar otra vez…

Junto a sus cabellos brillantes empezaron a brotar gotitas de sudor.

Colin se sentó a su lado y le pasó un brazo alrededor del cuello. Ella cogió su mano entre las suyas y gimió.

– Tranquilízate, Chloé -dijo Colin-, es necesario.

– Me siento mal… -murmuró Chloé.

Lágrimas gruesas como ojos surgieron de los extremos de sus párpados y trazaron surcos fríos en sus mejillas redondas y suaves.

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– No puedo tenerme en pie… -murmuró Chloé.

Había puesto los dos pies en el suelo e intentaba levantarse.

– La cosa está fatal… -dijo-, estoy muy floja.

Colin se acercó a ella y la levantó. Chloé se agarró a sus hombros.

– ¡Sujétame, Colin! ¡Me voy a caer!

– Es la cama, que cansa mucho… -dijo Colin.

– No -dijo Chloé-. Son las píldoras de tu viejo boticario.

Probó a tenerse en pie sola y se tambaleó. Colin la agarró y ella lo arrastró a la cama en su caída.

– Me encuentro bien así -dijo Chloé-. Quédate junto a mí. ¡Hace tanto tiempo que no nos acostamos juntos!

– No debemos -dijo Colin.

– Sí. Sí debemos. Bésame. Yo soy tu mujer, ¿o no?

– Sí -dijo Colin-. Pero no estás buena.

– No es culpa mía -dijo Chloé, y su boca se estremeció un poco, como si fuera a llorar.

Colin se inclinó hacia ella y la besó muy suave, como si besara a una flor.

– Más -dijo Chloé-. y no en la cara sólo… ¿Ya no me quieres? ¿Ya no quieres mujer?

Él la apretó con más fuerza entre sus brazos. Estaba tibia y fragante. Un verdadero frasco de perfume saliendo de una caja forrada de blanco.

– Sí… -dijo Chloé, estirándose-, más…

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– Se nos está haciendo tarde -dijo Colin.

– No importa repuso Chloé. Atrasa el reloj.

– ¿De verdad que no quieres ir en coche?…

– No… -dijo Chloé-. Quiero pasear contigo por la calle.

– ¡Pero hay un buen trecho!

– No importa… -dijo Chloé-. Cuando me has… besado ahora mismo, he sentido que recuperaba el aplomo. Tengo ganas de andar un poco.

– ¿Entonces le digo a Nicolás que vaya a recogemos en coche? -sugirió Colin.

– Bueno, si tú quieres…

Para ir al doctor, Chloé se había puesto un vestidito azul claro, con un escote en punta muy bajo y llevaba una chaqueta corta de lince, acompañada de un gorro a juego. Completaban el conjunto unos zapatos de serpiente teñida.

– Ven, gatita mía.

– No es gato -dijo Chloé-. Es lince.

– Me cuesta decir linza -dijo Colin.

Salieron de la habitación y pasaron a la entrada. Chloé se detuvo delante de la ventana.

– ¿Qué pasa aquí? Hay menos luz que de costumbre…

– En absoluto -dijo Colin-. Hace mucho sol.

– De eso nada -dijo Chloé-. Me acuerdo muy bien. El sol llegaba hasta este dibujo de la alfombra y ahora sólo llega hasta aquí…

– Depende de la hora -dijo Colin.

– No depende de la hora, porque era a la misma hora…

– Mañana miraremos a la misma hora -dijo Colin.

– ¿Ves? Llegaba hasta la séptima raya. Ahora sólo llega hasta la quinta…

– Vamos -dijo Colin-. Es tarde.

Chloé se sonrió a sí misma al pasar por delante del gran espejo del corredor enlosado. No podía ser grave lo que tenía y, ahora, en lo sucesivo, irían muchas veces a pasear juntos. Él administraría bien sus doblezones, en realidad le quedaba bastante para poder llevar los dos una vida agradable.

Quizá podría trabajar…

El acero del pestillo chasqueó y la puerta se cerró. Chloé iba cogida de su brazo. Andaba a pasitos cortos. Colin daba un paso por cada dos de los suyos.

– Estoy contenta -dijo Chloé-. Hace sol, y los árboles huelen tan bien…

– Sí, es verdad -dijo Colin-. ¡Es primavera!

– ¿Ah, sí? -dijo Chloé dirigiéndole una mirada maliciosa.

Torcieron a la derecha. Faltaba todavía dejar atrás dos grandes casas antes de llegar al barrio de los médicos. Cien metros más allá empezaron a sentir el olor de los anestésicos, que en días de viento llegaban aún más lejos. La estructura de la acera cambiaba. Ahora caminaban sobre un canal ancho y plano, cubierto por una especie de parrilla de hormigón con las traviesas estrechas y muy juntas. Bajo las traviesas corría alcohol mezclado con éter que arrastraba trozos de algodón manchados de humores y de sanies, de sangre algunas veces. Largos filamentos de sangre a medio coagular teñían aquí y allí el flujo volátil, y colgajos de carne medio descompuesta pasaban lentamente, girando sobre sí mismos, como icebergs demasiado fundidos. No se percibía más que el olor a éter. También arrastraba la corriente vendas de gasa y otras curas, que desenroscaban sus anillos dormidos. Directamente de cada casa, un tubo de descenso descargaba en el canal y observando unos instantes el orificio de estos tubos se podía saber la especialidad del médico. Un ojo bajó dando vueltas sobre sí mismo, los miró algunos instantes y desapareció bajo una ancha capa de algodón rojizo y blanco como una medusa malsana.

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