– No llore -dijo Nicolás-. No sirve para nada y se va a fatigar.
El coche echó a andar. Nicolás lo conducía lentamente a través de los complicados edificios. El sol desaparecía poco a poco por detrás de los árboles y el viento iba refrescando.
– El doctor quiere que vaya a la montaña -dijo Colin-. Afirma que el frío matará esa porquería…
– Fue en la carretera donde cogió eso -dijo Nicolás-. Había montones de inmundicias de ésas.
– Dice también que hace falta poner flores constantemente alrededor de ella, para que el nenúfar tenga miedo -añadió Colin.
– ¿Por qué? -preguntó Nicolás.
– Porque si florece, se formarán otros -dijo Colin-. Pero no le dejaremos florecer…
– ¿Y eso es todo el tratamiento? -preguntó Nicolás.
– No -dijo Colin.
– ¿Qué más hay?
Colin vacilaba en decido. Sentía llorar a Chloé contra él y odiaba el tormento que iba a tener que infligirle.
– Es menester que no beba…-dijo.
– ¿Qué?… -preguntó Nicolás-. Pero ¿nada?
– No -dijo Colin.
– ¡Pero de todas formas, no será nada en absoluto!
– Dos cucharadas al día… -murmuró Colin.
– ¡Dos cucharadas!… -dijo Nicolás.
No dijo nada más y fijó la mirada en la carretera recta que se abría ante él.
41
Alise llamó dos veces y esperó. La puerta de entrada le parecía más estrecha que de costumbre. La alfombra parecía también más mate y más delgada. Nicolás acudió a abrir.
– ¡Hola! -dijo éste-o ¿Vienes a verlos?
– Sí -dijo Alise-. ¿Están en casa?
– Sí -dijo Nicolás-. Chloé está ahí.
Cerró la puerta. Alise observaba la alfombra.
– Hay menos claridad que antes -dijo-o ¿A qué se debe?
– No sé -dijo Nicolás.
– Es extraño -dijo Alise-. ¿No había antes un cuadro aquí?
– No me acuerdo -dijo Nicolás.
Se pasó una mano vacilante por el pelo.
– En realidad -dijo- tiene uno la impresión de que la atmósfera no es ya la misma.
– Sí -dijo Alise-. Eso es.
Llevaba un traje sastre marrón, bien cortado, y un gran ramo de narcisos en la mano.
– Tú, en cambio -dijo Nicolás-, estás en forma ¿Cómo va todo?
– No mal del todo -dijo Alise-. Como puedes ver, Chick me ha regalado un traje sastre…
– Te cae muy bien -dijo Nicolás.
– Tengo la suerte -dijo Alise- de tener exactamente las mismas medidas que la duquesa de Bovouard. Es de segunda mano. Chick quería tener un papel que había en uno de los bolsillos y lo compró. Miró a Nicolás y añadió:
– Pero tú no estás bien.
– ¡Bueno! -dijo Nicolás-. No sé. Tengo la impresión de que me hago viejo.
– Enséñame tu pasaporte -dijo Alise.
– Rebuscó en el bolsillo de atrás del pantalón.
– Aquí está -dijo.
Alise abrió el pasaporte y palideció.
– ¿Qué edad tienes? -preguntó ella en voz baja.
– Veintinueve años -dijo Nicolás.
– Mira…
Hizo la cuenta. Le salían treinta y cinco.
– No comprendo nada… -dijo.
– Debe de ser un error -dijo Alise-. No aparentas más de veintinueve años.
– Yo aparentaba veintiuno -dijo Nicolás.
– Seguramente se arreglará -dijo Alise.
– Me encanta tu pelo -dijo Nicolás-. Anda, ven a ver a Chloé.
– ¿Qué es lo que sucede aquí? -dijo Alise pensativa.
– ¡Oh! -dijo Nicolás-. Es esta enfermedad. Nos trastorna a todos. Esto se acabará arreglando yyo rejuveneceré.
Chloé estaba tumbada en la cama, vestida con un pijama de seda malva y una bata larga de satén pespunteada de color beige claro anaranjado. Alrededor suyo había muchísimas flores, sobre todo orquídeas y rosas. Había también hortensias, claveles, camelias, largas ramas de flores de melocotonero y de almendro, y brazadas de jazmín. Su pecho estaba al aire y una gran corola azul dividía el ámbar de su seno derecho. Tenía los pómulos levemente sonrosados y los ojos brillantes, aunque secos, y los cabellos ligeros y electrizados como hilos de seda.
– ¡Pero vas a coger frío! -dijo Alise-. ¡Tápate!
– No -murmuró Chloé-. Tengo que hacerlo. Es parte del tratamiento.
– ¡Qué flores más bonitas! -dijo Alise-. Colin se va a arruinar -añadió con falsa alegría para animar a Chloé.
– Sí -murmuró Chloé. Pero le salió una sonrisa triste-o Está buscando trabajo -dijo en voz baja-o Por eso no está aquí.
– ¿Por qué hablas de esa manera? -preguntó Alise.
– Es que tengo mucha sed… -dijo Chloé en un susurro.
– Pero ¿de verdad que no bebes más que dos cucharadas al día? -dijo Alise.
– Sí, es verdad… -suspiró Chloé.
Alise se inclinó hacia ella y le dio un beso.
– Te vas a curar muy pronto.
– Sí -dijo Chloé-. Me voy mañana en coche con Nicolás.
– ¿Y Colin? -preguntó Alise.
– Se queda aquí -dijo Chloé-. Tiene que trabajar. ¡Mi pobre Colin!… Ya no le quedan doblezones…
– ¿Por qué? -preguntó Alise.
– Las flores… -contestó Chloé.
– ¿Y eso crece? -murmuró Alise.
– ¿El nenúfar? -dijo Chloé muy bajito-. No, yo creo que se va a marchar.
– Entonces, ¿estarás muy contenta?
– Sí -dijo Chloé-. Pero tengo tanta sed…
– ¿Por qué no enciendes la luz? -preguntó Alise-. Esto está muy oscuro.
– Sí, sucede desde hace cierto tiempo -dijo Chloé-. Sucede desde hace cierto tiempo. No se puede hacer nada.
Prueba.
Alise accionó el interruptor y alrededor de la lámpara se dibujó un ligero halo.
– Las lámparas se mueren -dijo Chloé-. Las paredes también se están encogiendo. Y la ventana de la habitación también.
– ¿Es eso cierto? -preguntó Alise.
– Mira…
El gran ventanal que se extendía todo a lo largo de la pared no ocupaba ya más que dos rectángulos oblongos redondeados en sus extremos. En el medio del ventanal se había formado una especie de péndulo que unía los dos bordes y cerraba el camino al sol. El techo había bajado notablemente y la plataforma sobre la cual se apoyaba la cama de Colin no estaba ya muy lejos del suelo.
– Pero ¿ cómo puede suceder esto? -preguntó Alise.
– No sé… -dijo Chloé-. Mira, aquí viene un poco de luz.
El ratón de los bigotes negros acababa de entrar, y traía un pequeño fragmento de una baldosa del pasillo de la cocina que expandía un vivo resplandor.
– Tan pronto como está demasiado oscuro -explicó Chloé- me trae un poquito de luz.
Acarició al animalito, que depositó su botín sobre la mesilla de noche.
– De todas maneras, has sido muy amable en venir a verme -dijo Chloé.
– Bueno… -dijo Alise-, tú sabes que te quiero mucho.
– Ya lo sé -dijo Chloé-. ¿Y Chick?
– ¡Oh!, muy bien -dijo Alise-. Me ha comprado un traje sastre.
– Es bonito -dijo Chloé-. Te sienta muy bien.
Dejó de hablar.
– ¿Te sientes mal? -dijo Alise-. ¡Pobrecita!
Se inclinó y acarició a Chloé en la mejilla.
– Sí -gimió Chloé-. Tengo tanta sed…
– Te comprendo -dijo Alise-. Si te doy un beso, ¿tendrás menos sed?
– Sí -dijo Chloé.
Alise se inclinó sobre ella.
– ¡Oh! -suspiró Chloé-. ¡Qué labios más frescos tienes…!
Alise sonrió. Sus ojos estaban húmedos.
– ¿A dónde te marchas? -preguntó.
– No lejos -dijo Chloé-. A la montaña.
Se volvió sobre el lado izquierdo.
– ¿Quieres mucho a Chick?
– Sí -dijo Alise-. Pero él quiere más a sus libros.
– No sé -dijo Chloé-. Quizá sea cierto. Si no me hubiera casado con Colin, me gustaría tanto que fueras tú quien viviese con él…
Alise la besó otra vez.