– No me gusta esto -dijo Chloé-. Como aire, es muy sano, pero no es agradable para la vista…
– No, es cierto -dijo Colin.
– Ven al centro de la calle.
– Bueno -dijo Colin-, pero nos van a atropellar.
– He hecho mal en no querer venir en coche -dijo Chloé-. Las piernas no me dan más de sí.
– Afortunadamente para ti vives bastante lejos del barrio de la cirugía mayor…
– ¡Calla! -dijo Chloé-. ¿Llegamos ya?
Se puso otra vez a toser de repente y Colin empalideció.
– ¡No tosas, Chloé!… -suplicó.
– No, Colin, cariño… -dijo, conteniéndose con esfuerzo.
– No tosas… ya estamos… es ahí.
El emblema del profesor Tragamangos representaba una inmensa mandíbula engullendo una pala de obrero, de la que sólo sobresalía la parte metálica. Esto hizo reír a Chloé. Muy flojito, muy bajo, porque tenía miedo de toser otra vez.
A lo largo de las paredes había fotografías en color de curas milagrosas del profesor iluminadas por luces que, por el momento, no funcionaban.
– Ya ves -dijo Colin-. Es un gran especialista. Las otras casas no tienen una decoración tan completa.
– Eso lo único que prueba es que tiene muchísimo dinero -dijo Chloé.
– O que es un hombre de gusto -respondió Colin-. Esto es muy artístico.
– Sí -dijo Chloé-. Recuerda una carnicería modelo.
Entraron y se encontraron en un gran vestíbulo redondo pintado de blanco. Una enfermera se dirigió hacia ellos.
– ¿Tienen ustedes hora? -preguntó.
– Sí -dijo Colin-. Quizá nos hayamos retrasado un poco…
– No tiene importancia -afirmó la enfermera-. El profesor ya ha terminado de operar hoy. ¿ Quieren seguirme? Obedecieron y sus pasos resonaban sobre el suelo esmaltado con un sonido sordo y fuerte. En la pared circular se abrían una serie de puertas y la enfermera les condujo a la que tenía, en oro embutido, la reproducción a escala de la enseña gigante del exterior del edificio. Abrió la puerta y se retiró para dejarles entrar. Empujaron una segunda puerta transparente y sólida y se hallaron en la consulta del profesor.
Estaba éste de pie delante de la ventana y se estaba perfumando la perilla con un cepillo de dientes empapado en extracto de opopónaco. Se volvió al ruido y se acercó hacia Chloé con la mano tendida.
– ¡Bueno, bueno! ¿Cómo se siente usted hoy?
– Esas píldoras son terribles -dijo Chloé.
El semblante del profesor se ensombreció. Parecía un ochavón.
– Es un fastidio… -murmuró-o Ya me lo imaginaba yo.
Permaneció inmóvil un instante, soñador; después se dio cuenta de que todavía tenía en la mano el cepillo de dientes.
– Téngame esto -le dijo a Colin, metiéndole el cepillo en la mano-. Siéntese, pequeña -a Chloé.
Dio la vuelta a su despacho y, a su vez, se sentó él también.
– Mire usted -le dijo-. Usted tiene algo en el pulmón. Más exactamente, algo en el pulmón. Yo esperaba que fuera…
Se interrumpió y se levantó de súbito.
– La cháchara no sirve de nada -dijo-. Venga conmigo.
Ponga ese cepillo donde quiera -añadió dirigiéndose a Colin, que realmente no sabía qué hacer con él.
Colin quiso seguir a Chloé y al profesor, pero tuvo que apartar una especie de velo invisible y consistente que acababa de interponerse entre ellos. Su corazón experimentaba una extraña angustia y latía de forma irregular.
Hizo un esfuerzo, se repuso y apretó los puños. Haciendo acopio de todas sus fuerzas logró avanzar algunos pasos y, una vez pudo tocar la mano de Chloé, todo desapareció.
Ella iba de la mano del profesor, quien la condujo a una salita blanca de techo cromado, una de cuyas paredes ocupaba totalmente un aparato liso y achaparrado.
– Prefiero que se siente usted -dijo el profesor-. No tardaremos mucho.
Frente a la máquina había una pantalla de plata roja enmarcada en cristal, y en el pedestal centelleaba un solo mando, de esmalte negro.
– ¿Se queda usted? -preguntó el profesor a Colin.
– Lo preferiría -contestó Colin.
El profesor hizo girar el mando. La luz huyó de la salita en un torrente de claridad que desapareció por debajo de la puerta y por una abertura de ventilación situada encima de la máquina, y la pantalla se fue iluminando poco a poco.
39
El profesor Tragamangos daba golpecitos en la espalda a Colin.
– No se preocupe, amigo mío -le dijo-o Esto puede arreglarse.
Colin miraba al suelo, abatido. Chloé le tenía por el brazo y hacía grandes esfuerzos por parecer alegre.
– Claro que sí -dijo-, esto pasará en seguida…
– Sí, por supuesto -murmuró Colin.
– En fin -añadió el profesor-, si sigue mi tratamiento, mejorará probablemente.
– Probablemente -dijo Colin.
Estaban ahora en el vestíbulo circular y blanco, y la voz de Colin resonaba en el techo como si viniera de muy lejos.
– En cualquier caso -dijo el profesor-le enviaré mis honorarios.
– Por supuesto -dijo Colin-. Le agradezco su atención, doctor…
– Y si la cosa no mejora, vengan a verme -dijo el profesor-. Siempre existe la salida de una operación, que hasta ahora no hemos ni siquiera considerado…
– Claro -dijo Chloé apretando el brazo de Colin, y esta vez rompió a llorar.
El profesor se tiraba de la perilla con ambas manos.
– Esto es muy embarazoso -dijo.
Se produjo un silencio. Detrás de la puerta transparente apareció una enfermera que dio dos golpecitos. Ante ella, en un visor verde encastrado en la puerta, se encendió la palabra «Entre».
– Ahí fuera hay un señor que me ha dicho que avisara al señor y a la señora de que había llegado Nicolás.
– Gracias, Caroña -respondió el profesor-. Puede retirarse- añadió, y la enfermera se fue.
– ¡Bueno! -murmuró Colin-, vamos a despedimos de usted, doctor…
– Sí, ciertamente… -dijo el profesor-. Hasta la vista… cuídese usted… y procure viajar.
40
– ¿Qué? ¿Malas noticias? -dijo Nicolás sin volverse, antes de que el coche echara a andar.
Chloé seguía llorando en la tapicería blanca y Colin parecía un muerto. El olor de las aceras era cada vez más fuerte. Los vapores de éter colmaban la calle.
– No, las cosas van bien -dijo Colin.
– ¿Qué tiene? -preguntó Nicolás.
– Bueno, no podía ser peor -dijo Colin.
Se dio cuenta de lo que acababa de decir y miró a Chloé.
La amaba tanto en ese momento que se habría matado por su aturdimiento.
Chloé, acurrucada en un rincón del coche, se mordía los puños. Sus lustrosos cabellos le caían sobre el rostro y el gorro de piel se le estaba escurriendo. Lloraba con todas sus fuerzas, como un bebé, pero sin hacer ruido.
– Perdóname, Chloé -dijo Colin-. Soy un monstruo.
Se aproximó a ella y la atrajo hacia sí. Le besaba los pobres ojos asustados y sentía latir su corazón en el pecho a golpes sordos y lentos.
– Vamos a curarte -dijo-. Lo que yo quería decir es que no podía suceder nada peor que verte enferma, cualquiera que sea la enfermedad…
– Tengo miedo… -dijo Chloé-. Seguro que va a operarme.
– No -dijo Colin-. Te curarás antes.
– Pero ¿qué tiene? – repitió Nicolás-. ¿Puedo hacer algo yo?
También él parecía sentirse desgraciado. Se había quebrantado mucho su aplomo ordinario.
– Cálmate, Chloé, cariño -dijo Nicolás.
– Ese nenúfar -dijo Colin-. ¿Dónde habrá podido cogerlo?
– ¿Tiene un nenúfar? -preguntó Nicolás, incrédulo.
– En el pulmón derecho -dijo Colin-. Al principio, el profesor creía que se trataba solamente de un ser animal. Pero es eso. Se ha visto en la pantalla. Es ya bastante grande, pero, vamos, debe ser posible acabar con él.
– Claro que sí -dijo Nicolás.
– ¡Pero vosotros no podéis saber lo que es eso! -sollozó Chloé-. ¡Duele tanto cuando se mueve!