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– Cuando estás lejos de mí, te veo con ese vestido de botones de plata, pero ¿cuándo lo llevabas puesto? No, no fue la primera vez. Fue el día de la primera cita, bajo tu abrigo pesado y dulce lo llevabas ceñido al cuerpo.

Empujó la puerta de la tienda y entró.

– Querría montones de flores para Chloé -dijo.

– ¿Cuándo hay que entregadas? -preguntó la florista.

Era joven y frágil, y tenía las manos rojas. Ella adoraba las flores.

– Llévenlas mañana por la mañana y después llévenlas a mi casa. Que nuestra alcoba quede repleta de lirios, de gladiolos blancos, de rosas y de montones de otras flores blancas y, sobre todo, pongan también un gran ramo de rosas rojas…

17

Los hermanos Desmaret se estaban vistiendo para la boda. Los invitaban con frecuencia a ser pederastas de honor porque tenían muy buena presencia. Eran gemelos. El mayor se llamaba Coriolano. Tenía el cabello negro y rizado, la piel blanca y suave, aspecto virginal, nariz recta y ojos azules detrás de largas pestañas amarillas.

El menor, llamado Pegaso, tenía un aspecto parecido, salvo porque tenía las pestañas verdes, lo que bastaba de ordinario para distinguir al uno del otro. Habían abrazado la carrera de pederastas por necesidad y por gusto, pero como les pagaban bien por ser pederastas de honor, ya apenas trabajaban y, por desgracia, esta ociosidad funesta les empujaba al vicio de cuando en cuando. Así, la víspera Coriolano se había portado mal con una chica. Pegas o le estaba reprendiendo seriamente, mientras se daba masaje en la región lumbar con pasta de almendras macho delante del gran espejo de tres caras.

– ¿Ya qué hora has vuelto a casa, eh? -decía Pegaso.

– Ya no me acuerdo. Déjame en paz y ocúpate de tus riñones.

Coriolano se estaba depilando las cejas con ayuda de unas pinzas de forcipresión.

– ¡Eres un indecente! -dijo Pegaso-. ¡Una chica!… ¡Si tu tía te viera!…

– ¿Y tú? ¿No lo has hecho nunca? -dijo Coriolano amenazador.

– ¿Cuándo? -dijo Pegaso un poco inquieto.

Interrumpió su masaje e hizo algunos movimientos de flexibilidad delante del espejo.

– Bueno, ya está bien -dijo Coriolano-, no insisto más. No quiero hacerte morder el polvo. Será mejor que me abroches los calzones.

Ambos llevaban unos calzones especiales que tenían la bragueta por detrás y que eran difíciles de abrochar sin ayuda.

– ¡Ah! -dijo sarcásticamente Pegaso-, ¿ves?, no puedes decir nada…

– ¡Ya está bien, te digo! -repitió Coriolano-. ¿Quién se casa hoy?

– Es Colin, que se casa con Chloé -dijo su hermano con repulsión.

– ¿Por qué lo dices con ese tono? -preguntó Coriolano-. Está bueno.

– Sí, está bien -dijo Pegaso, con deseo-o Pero ella, ella tiene un pecho tan redondo que no hay manera de imaginarse que es un hombre…

Coriolano se ruborizó.

– A mí me parece bonita -murmuró-… Dan ganas de tocarle el pecho. ¿No te da esa impresión?…

Su hermano lo miró con estupor.

– ¡Qué guarro eres! -remachó con energía-o Eres lo más vicioso que existe… ¡Un día de éstos vas a acabar casándote con una mujer!

18

El Religioso salió de la sacristería seguido de un Monapillo y de un Vertiguero. Llevaban grandes cajas de cartón ondulado llenas de elementos decorativos.

– Cuando llegue el camión de los pintureros, lo hacéis entrar hasta el altar, José -le dijo al Vertiguero.

En efecto, casi todos los vertigueros profesionales se llaman José.

– ¿Se va a pintar todo de amarillo? -preguntó José.

– Con rayas violetas -dijo el Monapillo Emmanuel Judo, un muchachote simpático cuya ropa y cadena de oro brillaban como narices frías.

– Sí -dijo el Religioso-, porque viene el señor Zobispo para la Benedicción. Venid, vamos a decorar la galería de los músicos con todos los cachivaches que hay en esas cajas.

– ¿Cuántos músicos hay? -preguntó el Vertiguero.

– Setenta y tres -dijo el Monapillo.

– Y catorce Niños de la Fe -añadió el Religioso con orgullo.

El Vertiguero soltó un largo silbido: «Fiiuuuu…».

– ¡Y sólo son dos los que se casan! -añadió, con admiración.

– Sí -dijo el Religioso-. Así se hace cuando se trata de gente rica.

– ¿Habrá mucha gente? -preguntó el Monapillo.

– ¡Mucha! -respondió el Vertiguero-. Yo llevaré mi larga vértiga roja y mi bastón de pomo rojo.

– No -dijo el Religioso-. Tendrán que ser la vértiga amarilla y el bastón violeta. Es más distinguido.

Llegaron debajo de la galería. El Religioso abrió la portezuela disimulada en una de las columnas que soportaban la bóveda. Uno tras otro, se introdujeron en la estrecha escalera en forma de tornillo de Arquímedes. De lo alto venía un vago resplandor.

Subieron veinticuatro vueltas de tornillo y se detuvieron a respirar.

– ¡Cuesta! -dijo el Religioso.

El Vertiguero, que era el más bajo, asintió, y el Monapillo, cogido entre dos fuegos, tuvo que rendirse a esta constatación.

– Todavía quedan dos vueltas y media -dijo el Religioso.

Emergieron a la plataforma situada al lado opuesto del altar, a cien metros por encima del suelo, que apenas se adivinaba a través de la bruma. Las nubes entraban sin remilgos en la iglesia y cruzaban la nave en forma de amplias guedejas grises.

– Hará buen tiempo -dijo el Monapillo aspirando el olor de las nubes-o Huelen a tomillo serpol.

– Con una chispa de majuelo -dijo el Vertiguero-, también se huele.

– ¡Espero que la ceremonia sea un éxito! -dijo el Religioso.

Dejaron sus cajas en el suelo y empezaron a ornamentar las sillas de los músicos con adornos. El Vertiguero los iba sacando, les soplaba para quitarles el polvo y se los pasaba al Monapillo y al Religioso. Por encima de ellos, las columnas subían y subían, y parecían juntarse muy lejos. La piedra mate, de un hermoso color blanco crema, acariciada por el suave resplandor del día, reflejaba por doquier una luz ligera y tranquila. Arriba del todo, era verdiazul.

– Habrá que sacarle brillo a los micrófonos -dijo el Religioso al Vertiguero.

– Saco el último adorno -dijo el Vertiguero-, y me ocupo de eso.

Extrajo de su alforja un trapo rojo de lana y se puso a frotar enérgicamente el pedestal del primer micrófono. Había cuatro, dispuestos en fila delante de las sillas de la orquesta y combinados de manera tal que a cada melodía correspondía un repique de campanas en el exterior de la iglesia mientras en el interior se oía la música.

– Date prisa, José -dijo el Religioso-. Emmanuel y yo ya hemos terminado.

– Un momento -dijo el Vertiguero-, tengo aún cinco minutos de indulgencias.

El Monapillo y el Religioso volvieron a tapar las cajas que contenían los adornos y las colocaron en un rincón del palco para encontrarlas después de la boda.

Los tres abrocharon las correas de sus paracaídas y se lanzaron graciosamente al vacío. Las tres grandes flores multicolores se abrieron con un chapoteo de seda y, sin estorbo alguno, posaron sus pies sobre las pulidas losas de la nave.

19

– ¿Estoy guapa?

Chloé se estaba mirando en el agua de la pecera de plata pulida donde el pez rojo retozaba sin empacho. Sobre su hombro el ratón gris de los bigotes negros se frotaba la nariz con las patas y miraba los cambiantes reflejos.

Chloé se había puesto las medias, finas como humo de incienso, del mismo color que su clara piel, y los zapatos de tacón alto de piel blanca. El resto de su cuerpo estaba completamente desnudo, a excepción de una pesada pulsera de oro azul, que hacía parecer aún más frágil su delicada muñeca.

– ¿Crees que debo vestirme?

El ratón se deslizó a lo largo del redondo cuello de Chloé y fue a posarse sobre uno de sus senos. El ratón la miró desde abajo y pareció opinar que sí.

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