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Continuó por un nuevo corredor. Lejos, delante de él, el carrito viró con un dulce ramoneo, dejando escapar algunas chispas blancas. En el techo, muy bajo, resonaba el ruido de sus pasos sobre el metal. El suelo ascendía un poco.

Para llegar a la Oficina central había que pasar por otros tres talleres y Chick recorría distraídamente su camino.

Llegó al fin al bloque principal y entró en el despacho del jefe de personal.

– Se ha producido una avería en los números setecientos nueve, diez, once y doce -dijo a una secretaria que estaba detrás de una ventanilla-. Opino que hay que reemplazar a los cuatro hombres y llevarse las máquinas. ¿Puedo hablar al jefe de personal?

La secretaria manipuló varios botones rojos instalados en una mesa de caoba barnizada y dijo: «Entre, le espera».

Chick entró y se sentó. El jefe de personal le miró, inquisitivo.

– Me hacen falta cuatro hombres -dijo Chick.

– Está bien -dijo el jefe de personal -, mañana los tendrá.

– Uno de los chorros de purificación ha dejado de funcionar -añadió.

– Eso ya no es asunto mío -dijo el jefe de personal-o Vaya aquí al lado.

Chick salió y cumplimentó las mismas formalidades antes de entrar en el despacho del jefe de material.

– Uno de los chorros de purificación de los setecientos ha dejado de funcionar -dijo.

– ¿Del todo?

– No llega a la otra punta -dijo Chick.

– ¿No ha podido usted volver a ponerlo en marcha?

– No -dijo Chick-, no hay nada que hacer.

– Voy a inspeccionar su taller -dijo el jefe de material.

– Mi rendimiento está bajando -dijo Chick-. Dése prisa.

– Eso no es asunto mío -dijo el jefe de material-. Vaya a ver al jefe de producción.

Chick pasó al bloque contiguo y entró en el despacho del jefe de producción. En él había una mesa violentamente iluminada y, detrás de ella, pegado a la pared, un gran panel de vidrio esmerilado sobre el cual se desplazaba muy lentamente hacia la derecha el extremo de una línea roída, como una oruga por el borde de una hoja; debajo del panel, las agujas de grandes niveles circulares con visores cromados giraban aún más lentamente.

– Su producción está bajando en un cero siete por ciento -dijo el jefe- ¿Qué sucede?

– Hay cuatro máquinas fuera de servicio -dijo Chick.

– Si llega al cero ocho, está usted despedido -dijo el jefe de producción.

Consultó el nivel, girando sobre su sillón cromado.

– Cero setenta y ocho -dijo-o Yo, que usted, ya me iría preparando.

– Es la primera vez que me sucede -dijo Chick.

– Lo siento -dijo el jefe de producción-. Quizá se le pueda cambiar de sección…

– No me interesa -dijo Chick-. No me interesa trabajar. A mí no me gusta esto.

– Nadie tiene derecho a decir eso -dijo el jefe de producción-. Queda usted despedido -añadió.

– Yo no podía hacer nada -dijo Chick-. ¿Qué es la justicia?

– Nunca he oído hablar de eso -dijo el jefe de producción-. Tengo trabajo, debo añadir.

Chick salió del despacho. Volvió al del jefe de personal.

– ¿Me pueden liquidar? -preguntó.

– ¿Qué número? -preguntó el jefe de personal.

– Taller setecientos. Ingeniero.

– Está bien.

Se volvió hacia su secretaria y dijo:

– Haga usted lo que haga falta.

A continuación, habló por su teléfono interior.

– ¡Oiga! -dijo-. Un ingeniero de recambio, tipo cinco, para el taller setecientos.

– Ya está -dijo la secretaria, dándole un sobre a Chick-. Ahí tiene sus ciento diez doblezones.

– Gracias -dijo Chick, y se marchó.

Se cruzó con el ingeniero que iba a sustituirle, un joven delgado y rubio de aspecto cansado. Se dirigió al ascensor más próximo y entró en él.

49

– ¡Entre! -gritó el grabador de discos.

Miró hacia la puerta. Era Chick.

– Buenos días -dijo Chick. -Vengo a vede otra vez por esas grabaciones que le traje.

– Permítame que haga la cuenta -dijo el otro-. Por las treinta caras, confección de útiles, grabación con el pantógrafo de veinte ejemplares numerados, por cada cara, eso le hace, uno con otro, ciento ocho doblezones. Se lo dejo en ciento cinco.

– Aquí tiene -dijo Chick. -Tengo un cheque de ciento diez doblezones; se lo endoso y me devuelve usted cinco doblezones.

– De acuerdo -dijo el grabador.

Abrió el cajón y le dio a Chick un billete de cinco doblezones completamente nuevo.

Los ojos de Chick se extinguían en su rostro.

50

Isis se bajó. Nicolás conducía el coche. Miró el reloj y la siguió con la mirada, hasta que entró en casa de Colin y Chloé. Llevaba un uniforme nuevo de gabardina blanca y una gorra de cuero también blanco. Estaba rejuvenecido, pero su expresión inquieta delataba un profundo desasosiego.

La escalera disminuía bruscamente de ancho en la planta de Colin, pudiendo Isis tocar a la vez y sin abrir los brazos la barandilla y la fría pared. La alfombra ya no era más que un ligero plumón que apenas cubría la madera. Llegó al rellano, recuperó un poco el aliento y llamó.

No acudió nadie a abrir. En la escalera, no se oía más que, de vez en cuando, un ligero crujido seguido de una salpicadura húmeda cuando un escalón se estiraba.

Isis llamó otra vez. Desde el otro lado de la puerta podía percibir el ligero estremecimiento del martillo de acero sobre el metal. Empujó un poco la hoja y ésta se abrió de golpe.

Entró y tropezó con Colin. Descansaba tendido en el suelo, la cara apoyada en éste, de lado y con los brazos hacia delante… Tenía los ojos cerrados. En la entrada estaba oscuro.

En torno a la ventana se percibía un halo de claridad que no lograba penetrar. Respiraba quedamente. Estaba dormido.

Isis se inclinó, se arrodilló junto a él y le acarició la mejilla. Su piel se estremeció levemente y sus ojos se movieron bajo los párpados. Miró a Isis y pareció volverse a dormir. Isis le sacudió suavemente. Colin se sentó, ocultó un bostezo y dijo:

– Estaba durmiendo.

– Ya veo -dijo Isis-. ¿No duermes ya en su cama?

– No -dijo Colin-. Quería estar aquí para esperar al médico e ir a comprar flores.

Parecía completamente despistado.

– ¿Qué es lo que pasa? -dijo Isis.

– Chloé -dijo Colin-. Tose otra vez.

– Será un poco de irritación que queda -dijo Isis.

– No -dijo Colin-. Es el otro pulmón.

Isis se levantó y corrió hacia la habitación de Chloé. La madera del parqué salpicaba bajo sus pasos. No reconocía la habitación. En su cama, Chloé, la cabeza medio oculta en la almohada, tosía, sin ruido, pero sin pausa. Cuando oyó entrar a Isis se incorporó un poco y cobró aliento. Esbozó una débil sonrisa cuando Isis se acercó a ella, se sentó en la cama y la tomó en sus brazos como si fuera un niñito enfermo.

– No tosas, Chloé, cariño -murmuró Isis.

– Qué flor más bonita -dijo Chloé en un soplo, respirando el gran clavel rojo prendido en los cabellos de Isis-. Esto hace bien -añadió.

– ¿Estás enferma todavía? -dijo Isis.

– Yo creo que es el otro pulmón -dijo Chloé.

– Qué va-dijo Isis-, es el primero, que te hace toser un poco todavía.

– No -dijo Chloé-. ¿Dónde está Colin? ¿Ha salido a traerme flores?

– Ya viene -dijo Isis-. Yo ya le he visto. ¿Tiene dinero? -añadió.

– Sí -dijo Chloé-. Todavía tiene un poco. Pero para qué sirve eso si no resuelve nada.

– ¿Te duele? -preguntó Isis.

– Sí -dijo Chloé-, pero no mucho. La habitación ha cambiado, como puedes ver.

– Me gusta más así -dijo Isis-. Antes era demasiado grande.

– ¿Cómo están las demás habitaciones? -dijo Chloé.

– Ah, bien… -dijo Isis evasivamente.

Recordaba todavía la sensación del parqué frío como un pantano.

– A mí no me importa que esto cambie -dijo Chloé-. Mientras esté calentito y confortable…

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