Colin se acercaba a su casa.
– Las tiendas de flores no tienen nunca cierres metálicos. A nadie se le ocurre robar flores. Cosa fácil de comprender. Cogió una orquídea anaranjada y gris, cuya delicada corola se doblaba. Brillaba con matizados colores.
– Tiene el mismo color que el ratón de los bigotes negros… Bueno, ya estoy en casa.
Colin subió la escalera de piedra alfombrada de lana. Introdujo en la cerradura de la puerta de cristal plateado una llavecita de oro.
– ¡A mí, mis fieles servidores…! ¡Heme aquí de vuelta!…
Lanzó la gabardina sobre una silla y fue a reunirse con Nicolás.
6
– Nicolás, ¿va a hacer fricandó esta noche? -preguntó Colin.
– Dios mío -dijo Nicolás-, el señor no me había advertido. Yo tenía otros proyectos.
– ¿Por qué, diablos coronados -dijo Colin-, me habla usted siempre en tercera persona?
– Si el señor me permite que le dé una explicación, le diré que ciertas familiaridades sólo son admisibles cuando se ha trabajado juntos de guardabarreras, lo que no es el caso.
– Es usted altivo, Nicolás -dijo Colin.
– Tengo el orgullo de mi posición, señor -dijo Nicolás-, y no puede guardarme rencor por ello.
– Desde luego -dijo Colin-. Pero me gustaría que fuera menos distante.
– Yo siento por el señor un afecto sincero, aunque discreto -dijo Nicolás.
– Me siento orgulloso y contento de ello, Nicolás, y le correspondo de verdad. Bueno, entonces, ¿qué hace usted esta noche?
– Una vez más permaneceré fiel a la tradición de Gouffé y prepararé esta vez salchicha de las islas al oporto moscado.
– ¿Y cómo se hace eso? -dijo Colin.
– Pues así: «Se toma una salchicha, que se desollará por más que grite, conservándose cuidadosamente la piel. El salchichón se mecha con patas de cabrajo cortadas en lonchas y rehogadas en mantequilla bastante caliente y se echa sobre hielo en una cacerola escalfada. Se sube el fuego y, en el espacio que así se gana, se disponen con gusto rodajas de lechecillas cocidas a fuego lento. Cuando el salchichón emite un sonido grave, se retira con presteza del fuego y se rocía con oporto de calidad. Se revuelve con una espátula de platino. Se unta de grasa un molde y se guarda para que no se oxide. En el momento de servirlo se hace una salsa con un sobrecito de comprimidos de litina y un cuarto de leche fresca». Se guarnece con las lechecillas, se sirve y ¡hale!
– Me he quedado pasmado -dijo Colin-. Gouffé fue un gran hombre. Dígame una cosa, Nicolás, ¿usted cree que mañana tendré un grano en la nariz?
Nicolás examinó con gravedad las napias de Colin y llegó a una conclusión negativa.
– Y, ya que estamos, ¿sabe usted cómo se baila el biglemoi?
– Yo me quedé en el descoyuntado estilo Boissiere y en la Tramontana, creada el semestre pasado en Neuilly -dijo Nicolás- y no domino el biglemoi, del que tan sólo conozco los rudimentos.
– ¿Cree usted -preguntó Colin- que se puede adquirir en una sesión la técnica necesaria?
– Yo creo que sí -dijo Nicolás-. En lo esencial, no es complicado en absoluto. Conviene tan sólo evitar los errores groseros y las faltas de gusto. Uno de ellos consistiría en bailar el biglemoi con el ritmo del bugui-bugui.
– ¿Eso sería un error?
– Sería una falta de gusto.
Nicolás dejó sobre la mesa el pomelo que había estado pelando durante la conversación y se enjuagó las manos con agua fresca.
– ¿Tiene prisa? -preguntó Colin.
– Claro que no, señor -dijo Nicolás-, la cocina está en marcha.
– Entonces, me haría un gran favor si me enseñara esos rudimentos del biglemoi -dijo Colin-. Vamos al living, voy a poner un disco.
– Aconsejo al señor un ritmo que cree ambiente, algo del estilo de Chloé arreglado por Duke Ellington, o bien del Concierto para ]ohnny Hodges… -dijo Nicolás-. Eso que al otro lado del Atlántico llaman moody o sultry tune.
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– El principio del biglemoi -dijo Nicolás-, que el señor conocerá, sin duda, se basa en la producción de interferencias por medio de dos fuentes animadas de un movimiento oscilatorio rigurosamente sincrónico.
– Ignoraba que intervinieran en él conceptos de física tan avanzados.
– En este caso específico -dijo Nicolás-, el bailarín y la bailarina se mantienen a una distancia bastante pequeña el uno del otro, y hacen ondular sus cuerpos siguiendo el ritmo de la música.
– ¿Ah, sí? -dijo Colin un poco inquieto.
– Se produce entonces -prosiguió Nicolás- un sistema de ondas estáticas que presentan, como en acústica, crestas y valles, lo que contribuye no poco a crear el ambiente en la sala de baile.
– Claro… -murmuró Colin.
– Los profesionales del biglemoi -continuó Nicolás- a veces llegan a crear focos de ondas parásitas haciendo vibrar sincrónicamente algunos de sus miembros por separado.
No quiero ponerme pesado; voy a intentar enseñar al señor cómo se hace.
Como le había recomendado Nicolás, Colin escogió Chloé y lo centró en el plato del tocadiscos. Posó delicadamente la punta de la aguja en el fondo del primer surco y observó cómo Nicolás entraba en vibración.
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– ¡El señor está a punto de conseguido! -dijo Nicolás-. Sólo una vez más.
– Pero ¿por qué se pone un ritmo tan lento? -preguntó Colin, sudoroso-. Resulta mucho más difícil.
– Existe una razón -dijo Nicolás-. En principio, el bailarín y la bailarina se mantienen a una distancia media el uno del otro. Con una melodía lenta, se puede lograr regular la ondulación de manera que el foco se encuentre hacia la mitad de cada componente de la pareja, quedando la cabeza y los pies, entonces, móviles. Éste es el resultado que se debe obtener teóricamente. Pero ha sucedido, y es de lamentar, que personas poco escrupulosas se han puesto a bailar el biglemoi como los negros, es decir, con ritmo rápido.
– Es decir… -inquirió Colin.
– Es decir, que hay un foco móvil en los pies, otro foco móvil en la cabeza y, desgraciadamente, otro foco móvil a la altura de los riñones, quedando como puntos fijos, o seudoarticulaciones, el esternón y las rodillas.
Colin se ruborizó.
– Entiendo -musitó.
– Cuando se trata de un bugui -siguió Nicolás-, el efecto es, digámoslo claramente, tanto más lascivo cuanto que la melodía es obsesiva en general.
Colin se quedó pensativo.
– ¿Dónde ha aprendido usted el biglemoi? -preguntó a Nicolás.
– Me lo ha enseñado mi sobrina… -dijo Nicolás-. He establecido la teoría completa del biglemoi en el transcurso de conversaciones con mi cuñado; como el señor sin duda sabe, es miembro del Instituto y no tuvo gran dificultad en comprender el método. Incluso me dijo que él mismo lo había hecho hace diecinueve años.
– ¿Su sobrina tiene dieciocho años? -preguntó Colin.
– Y tres meses… -rectificó Nicolás-. Bien, si el señor no me necesita, me vuelvo a cuidar de mi cocina.
– Váyase tranquilo, Nicolás. Y gracias -dijo Colin mientras quitaba el disco que acababa de pararse.
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– Me pondré el traje beige y la camisa azul, la corbata beige y roja, los zapatos de ante con pespuntes y los calcetines rojos y beige.
– Primero, voy a hacer mis abluciones, a afeitarme y a darme un repaso y voy a la cocina a ver a Nicolás:
– Nicolás, ¿quiere usted venir a bailar conmigo?
– ¡Dios mío! -dijo Nicolás-, si el señor insiste, voy, pero si no, me gustaría poder ocuparme de algunos asuntos cuya urgencia se hace imperativa.
– Nicolás, ¿soy indiscreto si le pido que me diga más concretamente de qué se trata?