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La calle había cambiado totalmente de aspecto desde que Colin y Chloé partieran. Ahora, las hojas de los árboles eran grandes y las casas habían olvidado su tinte pálido para revestirse de un tono verde desvaído, antes de adquirir el suave color beige del verano. El pavimento se volvía elástico y blando bajo los pies y el aire olía a frambuesa.

Todavía hacía fresco, pero del otro lado de las ventanas de vidrios azulados se adivinaba el buen tiempo. A lo largo de las aceras brotaban flores verdes y azules, y la savia serpenteaba alrededor de sus frágiles tallos, haciendo un ligero mido húmedo como el beso de un caracol.

Nicolás abría la marcha. Llevaba un traje de sport de cálida lana color mostaza y, debajo, un chándal de cuello subido con un salmón a la Chambord dibujado tal como aparece en la página 607 del Libro de cocina de Gouffé. Sus zapatos de piel amarilla y suela de tocino rozaban apenas la vegetación.

Ponía cuidado en andar por los dos surcos despejados para dejar pasar los coches.

Colin y Chloé le seguían; Chloé iba cogida de la mano de Colin y aspiraba a grandes bocanadas los aromas del aire.

Llevaba un vestido blanco de lana y un abriguito corto de leopardo benzolado, cuyas manchas, difuminadas por el tratamiento, se alargaban formando aureolas y se entrecruzaban de curiosas maneras. Sus cabellos como espuma flotaban libremente al aire y exhalaban un suave hálito perfumado de jazmín y de clavel.

Colin, con los ojos semicerrados, se dejaba guiar por ese perfume y sus labios se estremecían levemente a cada inhalación. Las fachadas de las casas se abandonaban un tanto, olvidándose de su severa rectitud, con lo que el aspecto que formaba la calle despistaba a veces a Colin, que tenía que pararse a leer las placas esmaltadas.

– ¿Qué hacemos primero? -preguntó Colin.

– Ir de compras -dijo Chloé-. No me queda un solo vestido.

– ¿No irás a las Hermanas Callote, como de costumbre? -dijo Colin.

– No -dijo Chloé-. Quiero ir a los grandes almacenes y comprarme vestidos de confección y cosas.

– Seguro que Isis se va a alegrar de verte, Nicolás -dijo Colin.

– ¿Y por qué? -preguntó Nicolás.

– No sé…

Torcieron por la calle Sidney Bechet y ya habían llegado. Delante del portal, la portera se balanceaba en una mecedora mecánica, cuyo motor petardeaba con ritmo de polca. Era un ingenio viejo.

Isis salió a recibirles. Chick y Alise estaban ya allí. Isis llevaba un vestido rojo y sonrió a Nicolás. Besó a Chloé y durante unos instantes se besaron los unos a los otros.

– Tienes buena cara, Chloé, cariño -dijo Isis-. Creí que estabas enferma. Esto me tranquiliza.

– Ya me siento mejor -dijo Chloé-. Nicolás y Colin me han cuidado muy bien.

– ¿Qué tal les va a tus primas? -preguntó Nicolás.

Isis se puso como la grana.

– Me preguntan por ti cada dos días -dijo.

– Son unas chicas encantadoras -dijo Nicolás, volviéndose ligeramente-, pero tú eres más sólida.

– Sí… -dijo Isis.

– ¿Qué tal el viaje? -dijo Chick.

– Todo ha ido bien -dijo Colin-. La carretera, al principio, era muy mala, pero luego se arregló.

– Menos por la nieve -dijo Chloé- estuvo bien…

Se llevó la mano al pecho.

– ¿Dónde vamos? -preguntó Alise.

– Si queréis, os puedo resumir la conferencia de Partre -dijo Chick.

– ¿Has comprado muchas cosas de él desde que nos fuimos? -preguntó Colin.

– Bueno… no… -dijo Chick.

– ¿Y tu trabajo? -preguntó Colin.

– Bueno… marcha bien… -dijo Chick-. Tengo un tipo que me sustituye cuando me veo forzado a salir.

– ¿Y él, hace eso gratis? -preguntó Colin.

– ¡Hombre!… casi -dijo Chick-. ¿Queréis que nos vayamos ya a patinar?

– No, vamos de tiendas -dijo Chloé-. Pero si vosotros, los hombres, queréis ir a patinar…

– Es una buena idea -dijo Colin.

– Yo las acompaño. Tengo que hacer algunas compras -dijo Nicolás.

– Está bien -dijo Isis-. Pero vamos deprisa para después tener tiempo de patinar un poco.

31

Colin y Chick llevaban una hora patinando y ya empezaba a haber gente sobre el hielo. Siempre las mismas chicas, siempre los mismos chicos, siempre las caídas y siempre los limpiadores con sus rastrillos. El encargado acababa de poner en el tocadiscos una música muy conocida que todos los habituales se sabían de memoria desde hacía semanas. Ahora había puesto la otra cara, cosa que todo el mundo estaba aguardando, porque sus manías terminaban por ser conocidas, pero de repente el disco se paró y una voz cavernosa se dejó oír por todos los altavoces excepto uno, un disidente, que continuó ofreciendo música. La voz rogaba al señor Colin que hiciera el favor de pasar por el control, que tenía una llamada telefónica.

– ¿Qué demonios puede ser? -dijo Colin.

Se dirigió lo más deprisa que pudo hacia el borde de la pista seguido de Chick, y aterrizó sobre las alfombras de caucho. Atravesó el bar y entró en la cabina de control, que era donde estaba el micrófono. El hombre de los discos estaba pasando uno por el cepillo de grama para quitar las asperezas producidas por el uso.

– ¡Diga! -dijo Colin, tomando el aparato.

Escuchó.

Chick lo vio, asombrado primero, ponerse del color del hielo.

– ¿Es algo grave? -preguntó.

Colin le indicó, por señas, que se callara.

– Ahora mismo voy -dijo en el receptor, y colgó.

Las paredes de la cabina volvían a cerrarse y salió antes de ser triturado, seguido de cerca por Chick. Corrió con los patines puestos. Los pies se le torcían en todas direcciones. Llamó a un mozo.

– Ábrame deprisa la cabina. La 309.

– La mía también, la 311… -dijo Chick.

El mozo los siguió, sin correr mucho. Colin se volvió, lo vio a diez metros y esperó a que llegara a su altura. Tomando impulso, salvajemente, le propinó un golpe formidable con el patín en la mandíbula y la cabeza del mozo fue a hincarse en una de las chimeneas de ventilación de la maquinaria, mientras Colin cogía la llave que el cadáver, con aire ausente, tenía todavía en la mano. Colin abrió una cabina y empujó dentro el cuerpo, escupió encima y corrió hasta la 309. Chick cerró la puerta.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó al llegar anhelante.

Colin se había quitado ya los patines y puesto los zapatos.

– Es Chloé -dijo Colin-, se ha puesto mala.

– ¿Es algo grave?

– No sé nada -dijo Colin-. Le ha dado un síncope.

Ya estaba listo y se marchaba.

– ¿Dónde vas? -gritó Chick.

– ¡A casa!… -gritó también Colin, y desapareció por la escalera de hormigón retumbante.

En el otro extremo de la pista, los hombres de la sala de máquinas salieron fuera, sofocados, porque la ventilación había dejado de funcionar, y se desplomaron, agotados, alrededor de la pista.

Chick, lleno de estupor, con un patín en la mano, miraba vagamente el lugar por donde había desaparecido Colin.

Por debajo de la cabina 128, serpenteaba lentamente un reguerito de sangre espumosa; el líquido rojo empezó a correr sobre el hielo en gruesas gotas humeantes y densas.

32

Corría con todas sus fuerzas y las personas, a sus ojos, se inclinaban lentamente, para caer tendidas sobre el suelo como bolos con un chapoteo sordo, como el de una caja grande de cartón que se deja caer de plano.

Y Colin corría, corría, el ángulo agudo del horizonte, arropado entre las casas, se precipitaba hacia él. Bajo sus pasos era de noche. Una noche de algodón en rama negro, amorfo e inorgánico, y el cielo no tenía color alguno, era un techo, otro ángulo agudo más, y Colín corría hacia el vértice de la pirámide, detenido en el corazón por secciones de noche menos negra, pero todavía le faltaban tres calles para llegar a la suya.

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