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– Sí -afirmó Colin.

– Hace usted doce agujeros pequeños en la tierra -dijo el hombre- repartidos en el medio del corazón y del hígado, y se tiende usted sobre la tierra después de haberse desnudado.

Luego se cubre con el tejido de lana estéril que hay ahí, y se las arregla para desprender un calor perfectamente regular.

Rió con una risa cascada y se dio unas palmaditas en el muslo derecho.

– Yo hacía catorce de éstos los primeros veinte días de cada mes. ¡Ah!… ¡yo era fuerte!…

– ¿Y entonces? -preguntó Colin.

– Entonces permanece usted así durante veinticuatro horas y al cabo de estas veinticuatro horas los cañones de fusil habrán crecido. Vienen a retirarlos. Se riega la tierra con aceite y vuelve usted a empezar.

– ¿Crecen hacia abajo? -preguntó Colin.

– Sí, están iluminados por debajo -dijo el hombre-. Poseen un fototropismo positivo, pero crecen hacia abajo porque son más pesados que la tierra, así que se iluminan sobre todo por debajo para que no se produzcan distorsiones.

– ¿Y las estrías? -dijo Colin.

– Los granos de esta especie crecen con todas las estrías. -dijo el hombre-. Se trata de simientes seleccionadas.

– ¿Y para qué sirven las chimeneas? -preguntó Colin.

– Son para ventilar y esterilizar las mantas y los edificios. No vale la pena tomar precauciones especiales porque se hace muy enérgicamente.

– ¿Y no se puede hacer esto con calor artificial? -dijo Colin.

– Muy mal-dijo el hombre-. Les hace falta el calor humano para crecer bien.

– ¿Emplean ustedes mujeres? -preguntó Colin.

– No pueden hacer este trabajo -repuso el hombre-. Las mujeres no tienen el pecho lo suficientemente plano para que se reparta bien el calor. Bien, le dejo trabajar.

– ¿Podré ganarme diez doblezones por día? -dijo Colin.

– Ciertamente -dijo el hombre-, y una prima si supera usted la cifra de doce cañones…

Salió de la pieza y cerró la puerta.

Colin tenía los doce granos en la mano. Los dejó a su lado y empezó a desnudarse.

Tenía los ojos cerrados y sus labios temblaban de vez en cuando.

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– Yo no sé lo que pasa -dijo el hombre-. La cosa marchaba bien al principio, pero con los últimos cañones sólo podremos hacer armas especiales.

– Pero ¿me pagarán de todas maneras? -pregunto Colin, inquieto.

Debía cobrar setenta doblezones más una prima de diez doblezones.

Él había hecho todo lo que había podidq, pero el control de los cañones revelaba ciertas anomalías.

– Véalo usted mismo -dijo el hombre.

Sostenía uno de los cañones delante de sí y le mostraba a Colin su extremo abocinado.

– No lo entiendo -dijo Colin-. Los primeros salían perfectamente cilíndricos.

– Desde luego, se pueden utilizar para hacer trabucas -dijo el hombre-, pero es el modelo de hace cinco guerras y tenemos ya grandes existencias. Es enojoso.

– Yo hago todo lo que puedo -dijo Colin.

– Claro -dijo el hombre-. Le voy a dar sus ochenta doblezones.

Cogió del cajón de su mesa de despacho un sobre cerrado.

– He hecho que lo trajeran aquí para ahorrarle a usted tener que ir al servicio de pagos -dijo-. A veces tardan meses en pagar y usted daba la impresión de tener prisa.

– Se lo agradezco -dijo Colin.

– Todavía no he examinado su producción de ayer -dijo el hombre-. Llegará enseguida. ¿No quiere usted esperar un instante?

Su voz temblona y débil era un sufrimiento para los oídos de Colin.

– Sí. Esperaré -dijo.

– Mire usted -dijo el hombre-, nosotros tenemos que tener mucho cuidado con estos detalles, porque, ocurra lo que ocurra, tiene que ser igual a otro, aun cuando no haya cartuchos…

– Sí, claro… -dijo Colin.

– A menudo no hay cartuchos -dijo el hombre-, hay retraso en los programas de cartuchos; hay grandes reservas para un modelo de fusil que ya no se fabrica, pero no se ha recibido la orden de hacerlos para los fusiles nuevos, así que no se pueden utilizar. Por lo demás, no importa. Qué quiere que haga un fusil contra una máquina de ruedas. Los enemigos fabrican una máquina de ruedas por cada dos fusiles que hacemos nosotros. Lo que quiere decir que tenemos la superioridad numérica. Pero una máquina de ruedas no se preocupa por un fusil, ni siquiera por diez fusiles, y menos si no hay cartuchos…

– ¿No se fabrican aquí máquinas de ruedas? -preguntó Colin.

– Sí -dijo el hombre-, pero apenas se está terminando el programa de la última guerra, con lo que no marchan bien y hay que desguazarlas, y, como están construidas muy sólidamente, se tarda mucho tiempo en hacerlo.

Llamaron a la puerta y apareció el intendente empujando un carrito blanco esterilizado. Debajo de un lienzo blanco estaba la producción de Colin del último día. El lienzo se levantaba por uno de los extremos. Esto no habría debido producirse con cañones bien cilíndricos y Colin se sentía inquieto. El intendente salió, cerrando la puerta.

– ¡Ay!… -dijo el hombre-. Esto no tiene aspecto de haberse arreglado.

Alzó el lienzo. Había doce cañones de acero azul y frío, pero en el extremo de cada uno de ellos se abría una hermosa rosa blanca, fresca y sombreada de ocre en los huecos de los aterciopelados pétalos.

– ¡Oh!… -murmuró Colin-. ¡Qué bonitas son!

El hombre no decía nada. Tosió dos veces.

– No creo que valga la pena que vuelva al trabajo mañana -dijo, vacilante.

Sus dedos se agarrotaban nerviosamente en el borde del carrito.

– ¿Puedo cogerlas? -dijo Colin-. ¿Para Chloé?

– Si las separa del acero morirán. Son también de acero, sabe…

– No es posible -dijo Colin.

Delicadamente, cogió una rosa y trató de romper el tallo.

Hizo un falso movimiento y uno de los pétalos le desgarró la mano a lo largo de varios centímetros. De ella corrían, con pulsaciones lentas, grandes borbotones de sangre oscura que tragaba maquinalmente. Miraba el pétalo blanco marcado con una media luna roja y el hombre le dio unos golpecitos en el hombro y le empujó con suavidad hacia la puerta.

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Chloé dormía. Durante el día, el nenúfar le prestaba a su piel su bello color crema, pero durante el sueño no valía la pena y volvían las manchas rojas de sus mejillas. Sus ojos eran dos marcas azuladas bajo su frente y de lejos no se sabía si estaban abiertos. Colin estaba sentado en una silla en el comedor y esperaba. En torno de Chloé había muchas flores. Colin podía esperar todavía algunas horas antes de ir a buscar otro trabajo. Quería descansar para causar buena impresión y obtener un empleo verdaderamente remunerador. En la sala era casi de noche. La ventana se había cerrado hasta diez centímetros del alféizar y la luz ya no entraba más que en forma de una estrecha franja. Colin sólo tenía iluminados la frente y los ojos. El resto de su cara vivía en la sombra. Su tocadiscos ya no funcionaba; había que darle cuerda a mano para cada disco yeso le fatigaba. Además, también se desgastaban los discos. Ahora, en algunos apenas se reconocía la melodía. Él creía que si Chloé necesitara algo, el ratón vendría en seguida a avisarle. ¿Se casaría Nicolás con Isis? ¿Qué traje llevaría Isis en la boda? ¿Quién llamaba a la puerta?

– ¡Hola, Alise! -dijo Colin-. ¿ Vienes a ver a Chloé?

– No -dijo Alise-. Simplemente vengo.

Podrían quedarse en el comedor. Con los cabellos de Alise había más luz. Sólo quedaban dos sillas.

– Te aburrías -dijo Colin-. Sé lo que es eso.

– Chick se ha quedado metido en su casa.

– Tú has salido a buscar algo -dijo Colin.

– No -dijo Alise-, tengo que quedarme fuera de casa.

– Comprendo -dijo Colín-. Está pintando…

– No -dijo Alise-. Está con todos sus libros, pero no quiere saber nada más de mí.

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