Chloé reposaba muy despabilada sobre el hermoso lecho de sus nupcias. Tenía los ojos abiertos pero respiraba mal.
Alise estaba con ella. Mientras. Isis ayudaba a Nicolás, que estaba preparando -según una receta de Gouffé- un reconstituyente infalible. yel ratón molía con sus afilados dientes granos de hierbas medicinales para preparar un cocimiento como remedio casero de urgencia.
Pero Colin no sabía nada. Corría. Tenía miedo porque no basta con estar siempre juntos. Es necesario tener también miedo, quizás haya sido un accidente, la habrá atropellado un coche, estará en la cama, no me dejarán entrar pero creen ustedes quizás que tengo miedo por mi Chloé, yo la veré a pesar de ustedes, pero no. Colin, no entres. A lo mejor sólo está herida y entonces no será nada, mañana iremos juntos al Bosque de Bolonia, para volver a ver el banco aquél, yo tenía su mano en la mía, su pelo junto al mío, su perfume en la almohada. Yo cojo siempre su almohada, nos pelearemos otra vez por la noche, la mía le parece demasiado llena, se queda completamente redonda bajo su cabeza, y yo la cojo después, huele a sus cabellos. No oleré nunca más el dulce aroma de su pelo.
La acera se levantó delante de él. La franqueó de un salto de gigante. Se encontró en el primer piso. Subió, abrió la puerta y lo encontró todo sosegado y tranquilo. No había gente de negro, no había cura, las alfombras de dibujos gris azulado estaban en paz. «No es cosa de cuidado». le dijo Nicolás, Y Chloé sonrió, feliz de volverlo a ver.
33
La mano de Chloé, tibia y confiada, reposaba en la de Colin.
Ella le miraba; sus ojos claros, un poco asombrados, tranquilizaban a Colin. Debajo de la plataforma, por toda la alcoba, preocupaciones y cuidados se amontonaban, buscando encarnizadamente sofocarse los unos a los otros. Chloé sentía una fuerza opaca dentro de su cuerpo, en su tórax una presencia de signo contrario, contra la que no sabía luchar; tosía de vez en cuando para hacer huir al enemigo, agarrado en lo profundo de su carne. Le parecía que, si respiraba hondo, se entregaría viva a la rabia ciega del adversario, a su insidiosa malignidad. Su pecho se elevaba apenas y el contacto de las sábanas estiradas sobre sus largas piernas desnudas infundían calma a sus movimientos.
Junto a ella, con la espalda un poco encorvada, Colin la miraba. La noche se aproximaba, se iba formando en capas con céntricas alrededor del pequeño núcleo luminoso de la lámpara encendida a la cabecera de la cama, apresada en la pared, encerrada en una placa redonda de cristal esmerilado.
– Ponme música, Colin, cariño -dijo Chloé-. Pon canciones que te gusten.
– Te va a fatigar -dijo Colin.
Hablaba desde muy lejos, tenía muy mala cara. Su corazón ocupaba todo el espacio de su pecho, no se había dado cuenta hasta ahora.
– No, por favor te lo pido -dijo Chloé.
Colin se levantó, bajó la escalerilla de roble y conectó el aparato automático. Tenía altavoces en todas las habitaciones. Colin conectó el de la alcoba.
– ¿Qué has puesto? -preguntó Chloé.
Sonreía. Lo sabía muy bien.
– ¿Te acuerdas? -dijo Colin.
– Me acuerdo…
– ¿Te sientes mal?
– No me siento muy mal.
Allí donde los ríos se arrojan al mar se forma una barra difícil de franquear y grandes remolinos coronados de espuma donde bailan los restos de los náufragos. Entre la noche que reinaba fuera y la lucecita de la lámpara los recuerdos fluían de la oscuridad, chocaban con la claridad y, ya sumergidos, ya a flote, mostraban sus vientres blancos y sus espaldas plateadas. Chloé se incorporó un poco.
– Ven, siéntate cerca de mí…
Colin se acercó a ella, se puso de través en la cama y la cabeza de Chloé reposó en el hueco de su brazo izquierdo. El encaje de su ligera camisa dibujaba sobre su piel dorada una caprichosa red, tiernamente henchida por el arranque de los senos. La mano de Chloé cogía el hombro de Colin.
– ¿No estás enfadado?…
– ¿Por qué iba a estado?
– Por tener una mujer tan tonta…
Colin besó el huequecito del hombro confiado.
– Tápate un poco el brazo, Chloé, cariño. Vas a coger frío.
– No tengo frío -dijo Chloé-. Anda, escucha el disco.
Había algo de etéreo en la manera de tocar de Johnny Hodges, algo inexplicable y perfectamente sensual. La sensualidad en estado puro, desprendida del cuerpo.
Las esquinas de la habitación se modificaban, redondeándose, como efecto de la música. Ahora, Colin y Chloé reposaban en el centro de una esfera.
– ¿Qué era? -preguntó Chloé.
– Era The Mood fo be Wooed -dijo Colin.
– Es exactamente lo que sentía -dijo Chloé-.¿Cómo podrá entrar el médico en nuestra alcoba, con la forma que tiene?
34
Nicolás salió a abrir. En el umbral estaba el doctor.
– Soy el médico -dijo.
– Muy bien -dijo Nicolás-. Sírvase seguirme.
El doctor le siguió.
– Ya estamos -explicó cuando llegaron a la cocina-o Pruebe esto y dígame qué le parece.
En un receptáculo sílico-sodo-cálcico vitrificado había una poción de peculiar color, tirando a púrpura de Cassius ya verde vejiga, con un ligero matiz de azul de cromo.
– ¿Qué es esto? -preguntó el doctor.
– Una poción… -dijo Nicolás.
– Ya lo veo…, pero -dijo el doctor- ¿para qué sirve?
– Es un reconstituyente -dijo Nicolás.
El doctor aproximó el vaso a la nariz, olfateó, se prendió fuego, aspiró y probó, bebió después y se agarró el vientre con las dos manos, dejando caer al suelo su maletín de doctorizar.
– ¿Hace efecto, eh? -dijo Nicolás.
– ¡Buah!… Sí, ciertamente es para espicharla… -dijo el doctor-o ¿Es usted veterinario?
– No, señor -dijo Nicolás-, cocinero. Al fin y al cabo, hace efecto, ¿no?
– No está mal del todo -concedió el doctor-, me siento remozado.
– Venga a ver a la enferma -dijo Nicolás-. Ahora, ya está usted desinfectado.
El doctor se puso en marcha, pero en sentido contrario. Parecía poco dueño de sus movimientos.
– ¡Eh! -dijo Nicolás-. ¿Qué pasa? ¿Está usted en condiciones de hacer el reconocimiento o no?
– Bueno -dijo el doctor-, me gustaría contar con la opinión de un colega, así que le he pedido al doctor Tragamangos que viniera…
– Está bien -dijo Nicolás-. Ahora, venga por aquí.
Abrió la puerta de servicio.
– Baje usted los tres pisos y gire a la derecha, entre y ya está…
– De acuerdo… -dijo el doctor.
Empezó a bajar y de repente se detuvo.
– Pero, ¿dónde estoy?
– Ahí… -dijo Nicolás.
– ¡Ah, bueno!… -dijo el doctor.
Nicolás cerró la puerta. Llegaba Colin.
– Pero ¿qué pasa? -preguntó.
– Era un médico. Parecía un poco idiota, así que le he puesto de patitas en la calle.
– Pero hace falta un médico -dijo Colin.
– Desde luego -dijo Nicolás-. Va a venir Tragamangos.
– Me parece mejor -dijo Colin.
La campanilla sonó otra vez.
– No te muevas -dijo Colin-. Voy yo.
En el pasillo, el ratón trepó a lo largo de su pierna y se encaramó a su hombro derecho. Colin se apresuró y abrió al profesor.
– ¡Buenos días! -dijo éste.
Iba vestido de negro y llevaba una camisa de un amarillo apabullante.
– Fisiológicamente -explicó-, el negro sobre fondo amarillo corresponde al contraste máximo. Debo añadir que, además, no fatiga la vista y que evita que lo aplasten a uno en la calle.
– Sin duda -aprobó Colin.
El profesor Tragamangos podría tener cuarenta años. Su estatura podía aguantarlos. Pero ni uno más. Tenía el rostro lampiño, con una perilla en punta, y unas gafas inexpresivas.
– ¿Quiere usted seguirme? -propuso Colin.
– No sé. Dudo…
Pero se decidió de todas maneras.
– ¿Quién está enfermo?
– Chloé -dijo Colin.