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Con las piernas doloridas, caminaba incansablemente y rebasó la trigésima columna. Maquinalmente, se volvió, creyendo ver algo detrás. Perdió cinco segundos más y dio algunos pasos acelerados para recuperarlos.

62

No se podía ya entrar en el comedor. El techo se juntaba casi con el suelo, al cual se había unido por proyecciones medio vegetales medio minerales que se desarrollaban en una oscuridad húmeda. La puerta que daba al pasillo ya no se podía abrir.

Sólo quedaba un estrecho pasadizo que conducía de la entrada a la habitación de Chloé. Isis pasó la primera y después Nicolás. Éste parecía alelado. Algo hinchaba el bolsillo interior de su chaqueta y, de cuando en cuando, se llevaba la mano al pecho.

Isis miró el lecho antes de entrar en la habitación; Chloé seguía estando rodeada de flores. Sus manos, estiradas sobre la colcha, sujetaban apenas una gran orquídea blanca que parecía beige al lado de su piel diáfana. Tenía los ojos abiertos y se removió apenas al ver a Isis sentarse cerca de ella. Nicolás vio a Chloé y volvió la cabeza hacia otro lado. Habría deseado sonreírle. Se acercó a ella y le acarició la mano. Se sentó también y Chloé cerró suavemente los ojos y los volvió a abrir. Parecía contenta de verlos.

– ¿Estabas durmiendo? -preguntó Isis en voz baja.

Chloé dijo que no con los ojos. Buscó la mano de Isis con sus delgados dedos. Bajo la otra mano tenía al ratón, cuyos ojos negros y vivos vieron brillar; y éste trotó por la cama para acercarse a Nicolás. Éste lo cogió delicadamente y le besó en su hociquito lustroso, y el ratón volvió cerca de Chloé. Las flores tiritaban en torno del lecho. No aguantaban mucho tiempo y Chloé se sentía cada hora más débil.

– ¿Dónde está Colin? -preguntó Isis.

– Trabajo… -musitó Chloé.

– No hables -dijo Isis-. Haré las preguntas de otra forma.

Acercó su linda cabeza castaña a la de Chloé y la besó con cuidado.

– ¿Trabaja en su banco? -preguntó.

Los párpados de Chloé se cerraron y se oyó un paso en la entrada. Colin apareció en la puerta. Traía flores nuevas, pero ya no tenía trabajo. Los hombres habían pasado demasiado pronto y él no podía ya andar.

Como había hecho todo lo que había podido, recibió un poco de dinero, esas flores.

Chloé parecía más tranquila, ahora casi sonreía, y Colin se situó muy cerca de ella. La amaba demasiado para las fuerzas que a ella le quedaban y la rozó apenas, de miedo de romperla completamente. Con sus pobres manos, todavía estropeadas por el trabajo, alisó los cabellos oscuros.

Estaban allí Nicolás, Colin, Isis y Chloé. Nicolás empezó a llorar ya que Chick y Alise no volverían jamás y Chloé iba muy mal.

63

La administración pagaba mucho dinero a Colin, pero era demasiado tarde. Ahora, su deber era subir a casa de la gente todos los días. Le enviaban una lista y él anunciaba las desgracias un día antes de que sucedieran.

Todos los días se desplazaba a los barrios populares o bien a los barrios elegantes. Subía montones de peldaños. Era muy mal recibido. Le arrojaban a la cabeza objetos pesados y que hacían daño, palabras duras y puntiagudas, y lo ponían en la puerta. Por eso cobraba dinero y daba satisfacción. Pensaba conservar el trabajo. Lo único que sabía hacer era eso, que le pusieran en la calle.

La fatiga lo atenazaba, le soldaba las rodillas, le hundía la cara. Sus ojos no veían más que la fealdad de la gente. Sin cesar, anunciaba las desdichas que iban a ocurrir. Sin cesar le echaban fuera, con golpes, gritos, lágrimas, insultos.

Subió los dos escalones, continuó por el pasillo y llamó, retrocediendo inmediatamente un paso. En cuanto la gente veía su gorra negra, sabían de qué se trataba y le maltrataban, pero Colin no tenía por qué decir nada; le pagaban por ese trabajo. La puerta se abrió. Él dio la noticia y se marchó.

Un pesado taco de madera le alcanzó en la espalda.

Buscó en la lista el nombre siguiente y vio que era el suyo.

Arrojó entonces la gorra y marchó por la calle y su corazón era de plomo, porque sabía que, al día siguiente, Chloé moriría.

64

El Religioso hablaba con el Vertiguero y Colin esperaba el fin de su conversación; después se aproximó. Ya no veía ni el suelo bajo sus pies y tropezaba a cada instante. Sus ojos veían a Chloé, en el lecho de sus nupcias, apagada, con sus cabellos oscuros y su nariz recta, su frente un poco abombada, su cara de óvalo redondeado y suave; y sus párpados cerrados que la habían arrojado fuera del mundo.

– ¿Viene usted para el entierro? -dijo el Religioso.

– Chloé ha muerto -dijo Colin.

Oyó a Colin decir «Chloé ha muerto» y no le creyó.

– Ya lo sé -dijo el Religioso-. Y ¿qué dinero quiere usted gastar? ¿Me imagino que deseará, sin duda, una hermosa ceremonia?

– Sí -dijo Colin.

– Puedo hacerle algo estupendo por unos dos mil doblezones. Tengo también cosas más caras…

– Yo no tengo más que veinte doblezones -dijo Colin-. Podría contar con treinta o cuarenta más, pero no en seguida.

El Religioso llenó sus pulmones de aire y resopló con disgusto.

– Entonces, lo que le hace falta es una ceremonia de pobre.

– Yo soy pobre… -dijo Colin-. y Chloé ha muerto…

– Sí -dijo el Religioso-. Pero uno debería arreglárselas siempre para morir teniendo un entierro decente bien asegurado. Entonces, ¿no tiene usted ni siquiera quinientos doblezones?

– No… -dijo Colin -. Podría llegar a los cien, si usted acepta que le pague en varias veces. ¿Usted se da cuenta de lo que es decirse «Chloé ha muerto»?

– Sabe usted -dijo el Religioso-, estoy acostumbrado y ya no me impresiona. Yo debería aconsejarle que se dirija a Dios, pero me temo que, por una suma tan modesta, quizá esté contraindicado molestarlo…

– ¡Oh! -dijo Colin-, pero si yo no voy a molestarlo. No creo que pueda hacer gran cosa, sabe usted, porque Chloé ha muerto…

– Cambie de tema -dijo el Religioso-. Piense… en… no sé, no importa el qué… por ejemplo…

– ¿Podría ser una ceremonia decente por cien doblezones? -dijo Colin.

– No quiero pensar siquiera en esa solución -dijo el Religioso-. Usted puede llegar a ciento cincuenta.

– Me hará falta tiempo para pagarle.

– Usted tiene un empleo… me firma un papelito…

– Si usted quiere -dijo Colin.

– Con estas condiciones -dijo el Religioso- puede usted llegar hasta doscientos y tendrá usted al Monapillo y al Vertiguero de su parte, mientras que con ciento cincuenta estarán en su contra.

– No creo -dijo Colin-. No creo que me dure mucho el trabajo.

– Entonces, pongamos ciento cincuenta -concluyó el Religioso-. Es lamentable, será una ceremonia verdaderamente infecta. Me disgusta usted, regatea demasiado…

– Lo siento -dijo Colin.

– Venga a firmar los papeles -dijo el Religioso, y le empujó con brutalidad.

Colin tropezó con una silla. El Religioso, furioso por el ruido, le empujó otra vez hacia la sacristería, y le siguió rezongando.

65

Los dos mozos de cuerda encontraron a Colin en la entrada del piso, esperándoles. Estaban cubiertos de suciedad, porque la escalera se deterioraba cada vez más. Pero llevaban la ropa más vieja que tenían y siete más siete menos ni se les notaba. A través de los agujeros de sus uniformes, se veían los pelos rojizos de sus feas piernas nudosas y saludaron a Colin dándole un tantarantán en el vientre, tal como está previsto en el reglamento de los entierros pobres.

La entrada parecía ahora el pasadizo de una cueva. Tuvieron que agachar la cabeza para poder llegar a la alcoba de Chloé. Los del ataúd ya se habían marchado. No se veía ya a Chloé sino una vieja caja negra, marcada con un número de orden y toda abollada. La cogieron y, sirviéndose de ella como de un ariete, la precipitaron por la ventana. No se descendía a los muertos en hombros más que en los entierros de quinientos doblezones.

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