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– Ahora, te voy a dejar en el suelo -dijo Chloé-. Sabes, te vuelves a casa de Colin esta tarde. ¡Tienes que decir adiós a los demás!

Dejó el ratón sobre la alfombra, miró por la ventana, dejó caer de nuevo el visillo y se acercó a su cama. Allí estaba, tendido, su vestido blanco, y los dos vestidos color agua clara de Isis y de Alise.

– ¿Estáis listas ya?

En el cuarto de baño, Alise ayudaba a Isis a peinarse. También tenían puestos ya los zapatos y las medias.

– ¡No vamos muy deprisa, ni vosotras ni yo! -dijo Chloé con falsa severidad-o ¿Sabéis, niñas, que me caso esta mañana?

– ¡Pero si todavía tienes una hora! -dijo Alise.

– Es más que suficiente -dijo Isis-. Además, ya estás peinada.

Chloé rió sacudiendo sus bucles. Hacía calor en el cuarto lleno de vapor y la espalda de Alise estaba tan apetitosa que Chloé la acarició dulcemente con las palmas de las manos.

Isis, sentada delante del espejo, abandonaba dócilmente la cabeza a las hábiles manipulaciones de Alise.

– ¡Me haces cosquillas! -dijo Alise, empezando a reír.

Chloé la acariciaba precisamente donde hace cosquillas, en los costados y hasta las caderas. La piel de Alise estaba tibia y viva.

– Me vas a estropear el rulo -dijo Isis, que se estaba haciendo las uñas por pasar el tiempo.

– Estáis hermosísimas las dos -dijo Chloé-. Es una lástima que no podáis ir así; a mí me gustaría que fuerais sólo con las medias y los zapatos.

– Anda, ve a vestirte, niña -dijo Alise-. Lo vas a echar todo a perder.

– ¡Dame un beso! -dijo Chloé-. ¡Estoy tan contenta!

Alise la echó del cuarto de baño y Chloé se sentó en la cama. Se reía sola viendo los encajes del vestido. Para empezar, se puso un sujetador de celofán y una braguita de raso blanco que sus sólidas formas hacían bombearse suavemente por detrás…

20

– ¿Qué tal va eso? -dijo Colin.

– Todavía no está -respondió Chick.

Chick hacía por decimocuarta vez el nudo de la corbata de Colin y todavía no estaba.

– Podríamos probar con guantes -dijo Colin.

– ¿Sí? -preguntó Chick-. ¿Sería mejor?

– No lo sé -repuso Colin-. Es sólo una idea, sin más pretensiones.

– Hemos hecho bien empezando con tiempo -dijo Chick.

– Sí -dijo Colin-. Pero vamos a llegar tarde de todas maneras si esto no se arregla.

– ¡Bah! -dijo Chick-. Llegaremos.

Realizó una serie de movimientos rápidos estrechamente ligados entre sí y tiró de las dos puntas con fuerza. La corbata se partió por la mitad y se le quedó entre los dedos.

– Ya va la tercera… -dijo Colin con aire ausente.

– ¡No importa! -dijo Chick-. Esto marcha… lo sé…

Se sentó en una silla y se rascó la barbilla, ensimismado.

– No sé qué pasa -dijo.

– Yo tampoco -dijo Colin-. Pero es anormal.

– Sí -dijo Chick-, claramente anormal. Voy a probar sin mirar.

Cogió la cuarta corbata y la pasó descuidadamente alrededor del cuello de Colin, mientras seguía con los ojos, con gran interés, el vuelo de un moscardón. Pasó el extremo ancho de la corbata por debajo del estrecho, lo hizo volver haciendo bucle, le dio una vuelta hacia la derecha, lo volvió a pasar por debajo, pero, por desgracia, sus ojos cayeron sobre su obra y la corbata se cerró brutalmente, aplastándole el dedo índice. Dejó escapar un cloqueo de dolor.

– ¡Maldita sea! -dijo-o ¡Mierda!

– ¿Te ha hecho daño? -preguntó Colin, compasivo.

Chick se chupaba vigorosamente el dedo.

– Se me va a poner la uña toda negra -dijo.

– ¡Pobre! -dijo Colin.

Chick refunfuñó entre dientes y miró al cuello de Colin.

– ¡Un segundo!… -resopló-o ¡El nudo está hecho!… ¡No te muevas!…

Retrocedió con cuidado sin perderlo de vista y cogió de la mesa que estaba detrás de él una botella de fijador de pastel.

Llevó lentamente a su boca el extremo del tubito vaporizador y se aproximó sin hacer ruido. Colin canturreaba, mirando ostensiblemente al techo.

El chorro del pulverizador dio de lleno a la corbata en el mismísimo centro de su nudo. La corbata dio un súbito respingo y quedó inmóvil, clavada en su sitio por el endurecimiento de la resina.

21

Colin salió de casa, seguido por Chick. Pensaban ir a buscar a Chloé a pie. Nicolás se reuniría directamente con ellos en la iglesia. Estaba vigilando la cocción de un plato especial descubierto en el Gouffé, del que esperaba maravillas.

En el camino pasaron por delante de una librería ante la que Chick se detuvo, fulminado. En el mismísimo centro del escaparate centelleaba, como preciosa joya, un ejemplar de Lo putrefacto de Partre, encuadernado en piel violeta, con las armas de la duquesa de Bovouard.

– ¡Cielos! -dijo Chick-. ¡Mira eso!…

– ¿Eh? -dijo Colin, volviéndose-o ¡Ah! ¿Eso?

– Sí -dijo Chick.

Empezó a babear de ansia. Entre sus pies se iba formando un arroyuelo que empezó a deslizarse hacia el borde de la acera, rodeando las diminutas rugosidades del polvo.

– ¡Qué pasa? -dijo Colin-. ¿Lo tienes?…

– ¡Pero no encuadernado así!… -dijo Chick.

– ¡Ay, madre mía! -dijo Colin-. Vamos, que tenemos prisa.

– Debe valer uno o dos doblezones por lo menos -dijo Chick.

– ¡Seguro! -dijo Colin, echando a andar.

Chick rebuscaba en los bolsillos.

– ¡Colin!… -llamó-, préstame un poco de dinero.

Colin se detuvo otra vez. Meneó la cabeza con tristeza.

– Me parece -dijo- que los veinticinco mil doblezones que te he prometido no van a durar mucho tiempo.

Chick se puso colorado, bajó la cabeza, pero alargó la mano. Cogió el dinero y se precipitó dentro de la tienda. Colin esperaba, intranquilo. Cuando vio el aspecto risueño de Chick, volvió a menear la cabeza, compasivo esta vez, y en sus labios se perfiló una media sonrisa.

– ¡Pero tú estás loco, mi pobre Chick! ¿Cuánto has pagado por eso?

– ¡Eso no tiene importancia! -dijo Chick-. Vamos, de prisa.

Apretaron el paso. Chick parecía ir montado sobre dragones voladores. En el portal de Chloé había gente mirando el hermoso coche blanco encargado por Colin, que acababa de llegar con el chófer de ceremonia. En su interior, todo forrado de cuero blanco, se estaba calentito y se oía música.

El cielo estaba azul, las nubes eran ligeras y difusas. Hacía frío sin exagerar. El invierno tocaba a su fin.

El suelo del ascensor se hinchó bajo sus pies, y con un gran espasmo blando, los dejó en el piso. La puerta se abrió ante ellos. Tocaron al timbre y fueron a abrirles. Chloé les esperaba.

Además de su sujetador de celofán, su braguita blanca y sus medias, llevaba dos capas de muselina sobre el cuerpo y un gran velo de tul que arrancaba de los hombros, dejando la cabeza completamente al aire.

Alise e Isis iban vestidas de la misma manera, pero sus vestidos eran color de agua. Sus rizados cabellos brillaban al sol y se ondulaban sobre sus hombros en guedejas densas y fragantes. Nadie sabría con cuál quedarse. Colin sí lo sabía.

No se atrevió a besar a Chloé por no turbar la armonía de su arreglo y se desquitó con Isis y Alise. Éstas se dejaron hacer sin reparo, viendo cuán feliz era.

Toda la habitación rebosaba de las flores blancas escogidas por Colin y, sobre la almohada de la cama deshecha, había un pétalo de rosa roja. El aroma de las flores y el perfume de las muchachas se entremezclaban y Chick se tenía por una abeja dentro de una colmena. Alise llevaba en el pelo una orquídea malva, Isis una rosa escarlata y Chloé una gran camelia blanca. Sostenía en los brazos un ramo de lirios, y una pulsera de hojas de hiedra, flamantes y recién barnizadas, brillaba junto a su gran pulsera de oro azul. Su anillo de boda estaba adornado con pequeños diamantes cuadrados y oblongos que transcribían, en morse, el nombre de Colin.

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