– Debe de ser por eso por lo que la caja tiene tantas abolladuras -pensó Colin, y lloró porque Chloé debía de estar magullada y descompuesta.
Pensó que ella ya no sentía nada y lloró más fuerte. La caja cayó con estrépito sobre los adoquines y rompió la pierna de un niño que estaba jugando allí mismo. Empujaron la caja contra la acera y la izaron al coche de muertos.
Era un viejo camión pintado de rojo que conducía uno de los mozos.
Poca gente seguía al camión: Nicolás, Isis, Colin y una o dos personas que no conocían. El camión iba bastante deprisa. Tuvieron que correr para seguido. El conductor cantaba a voz en cuello. Sólo callaba a partir de doscientos cincuenta doblezones.
Se detuvieron delante de la iglesia y la caja negra permaneció allí mientras ellos entraban para la ceremonia. El Religioso, hosco, les volvía la espalda y empezó a agitarse sin convicción. Colin estaba de pie delante del altar.
Alzó los ojos: delante de él, colgado de la pared, estaba Jesús en su cruz. Parecía aburrirse y Colin le preguntó:
– ¿Por qué ha muerto Chloé?
– Yo no tengo ninguna responsabilidad en ese asunto -dijo Jesús-. ¿Y si hablamos de otra cosa?…
– ¿Quién es el responsable de todo esto? -preguntó Colin.
Hablaban en voz muy baja y los demás no podían oír su conversación.
– En todo caso, no nosotros -dijo Jesús.
– Yo os invité a nuestra boda -dijo Colin.
– Salió muy bien -dijo Jesús-, me lo pasé muy bien. ¿Por qué no has dado más dinero esta vez?
– No lo tengo -dijo Colin- y, además, ahora no es mi boda.
– Ya -dijo Jesús.
Parecía molesto.
– Es muy diferente -dijo Colin-. Esta vez, se ha muerto Chloé. No me gusta pensar en esa caja negra.
– Mmmmmm… -dijo Jesús.
Miraba hacia otro sitio y parecía aburrirse. El Religioso daba vueltas a una carraca mientras aullaba versos en latín.
– ¿Por qué la habéis hecho morir? -preguntó Colin.
– ¡Oh! -dijo Jesús-. No insistas.
Buscó una postura más cómoda en sus clavos.
– Era tan buena -dijo Colin-. Jamás hizo mal alguno, ni en pensamiento ni en obra.
– Eso no tiene nada que ver con la religión -refunfuñó Jesús, bostezando.
Sacudió un poco la cabeza para cambiar la inclinación de su corona de espinas.
– No comprendo qué hemos hecho -dijo Colin-. No nos merecíamos esto.
Bajó los ojos. Jesús no respondió. Colin levantó la cabeza.
El pecho de Jesús se elevaba suave y regularmente. Sus rasgos respiraban tranquilidad. Sus ojos se habían cerrado y Colin oyó salir de su nariz un ligero ronroneo de satisfacción, como el de un gato ahíto. En ese momento, el Religioso saltaba sobre un pie y luego sobre el otro, soplaba en un tubo y se terminó la ceremonia.
El Religioso salió el primero de la iglesia y volvió a la sacristería a ponerse unos zapatones de clavos.
Colin, Isis y Nicolás salieron y esperaron detrás del camión.
Aparecieron entonces el Vertiguero y el Monapillo, ricamente vestidos de colores claros. Se pusieron a abuchear a Colin y bailaron como salvajes alrededor del camión. Colin se tapó los oídos, pero no podía decir nada. Había contratado un entierro de pobre y no se movió cuando le alcanzaron los puñados de guijarros.
66
Marcharon mucho tiempo por las calles. La gente ya no se volvía y había cada vez menos luz. El cementerio de los pobres estaba muy lejos. El camión rojo rodaba y daba tumbos en las desigualdades del camino al tiempo que petardeaba alegremente.
Colin ya no oía nada, vivía en el pasado y sonreía a veces, lo recordaba todo. Nicolás e Isis marchaban detrás. Isis tocaba de vez en cuando el hombro de Colin.
La carretera se detuvo y el camión también; habían llegado al agua. Los mozos bajaron la caja negra. Era la primera vez que Colin iba al cementerio; estaba situado en una isla de forma indecisa, cuyos contornos cambiaban con frecuencia con el peso del agua. Se la distinguía vagamente a través de la bruma. El camión quedó en la orilla.
A la isla se accedía por una larga plancha flexible y gris, cuyo extremo más alejado desaparecía en la bruma. Los mozos profirieron terribles juramentos y el primero echó a andar por la plancha, cuya anchura era justamente la indispensable para que pudiera pasar una persona. Los mozos transportaban la caja negra ayudándose con anchas correas de cuero sin curtir que pasaban sobre sus hombros y daban una vuelta alrededor de su cuello y el segundo mozo había empezado a asfixiarse, poniéndose absolutamente morado; contra el fondo gris de la niebla, esto daba una gran sensación de tristeza. Colin los siguió; Nicolás e Isis echaron a andar a su vez a lo largo de la plancha; el primer mozo se escurría adrede para sacudirla y balancearla de derecha a izquierda. Éste desapareció en medio de una bruma que se desflecaba como hilillos de azúcar en el agua de un jarabe. Sus pasos resonaban sobre la plancha en gama descendente y, poco a poco, la plancha se curvó; se aproximaban al centro; cuando pasaron por él, la plancha tocó el agua y pequeñas olitas con céntricas chapotearon por ambos lados; el agua casi la recubría; estaba oscura y transparente; Colin se inclinó a la derecha, miró hacia el fondo y creyó ver una cosa blanca moverse vagamente en la profundidad; Nicolás e Isis se detuvieron detrás de él, estaban como de pie sobre el agua. Los mozos continuaban; la segunda mitad del camino era ascendente y, cuando hubieron pasado del medio, disminuyeron las olitas y la plancha se separó del agua con un ruido de succión.
Los mozos echaron a correr. Daban patadas y las asas de la caja negra sonaban contra las paredes. Llegaron a la isla antes de que Colin y sus amigos entraran penosamente en el pequeño sendero bajo flanqueado por setos de plantas oscuras. El sendero describía sinuosidades extrañas de formas desoladas, y el suelo era poroso y muy suelto. Se ensanchó un poco. Las hojas de las plantas pasaban a un color gris ligero y sus nervaduras resaltaban en oro sobre su carne aterciopelada. Los árboles, altos y flexibles, caían, formando un arco, de un borde al otro del camino. A través de la bóveda así formada, la luz producía un halo blanco, sin brillo. El sendero se dividió en varias trochas y los mozos entraron sin vacilar por la de la derecha. Colin, Isis y Nicolás debían apresurarse para alcanzarles. No se oían animales en los árboles. Únicamente, de cuando en cuando algunas hojas grises se desprendían para caer pesadamente en el suelo. Siguieron las ramificaciones del camino. Los mozos lanzaban patadas a los árboles y sus pesados zapatones marcaban sobre la esponjosa corteza profundas señales azuladas. El cementerio estaba justamente en el centro de la isla; trepando sobre las piedras, por encima de las copas de los árboles raquíticos, podía entreverse, lejos, hacia la otra orilla, un cielo veteado de negro y marcado por el pesado vuelo de los aguilones sobre los campos de álsine y de eneldo.
Los mozos de cuerda se detuvieron junto a una gran fosa; se pusieron a balancear el ataúd de Chloé cantando A la salade y apretaron el disparador de un mecanismo. Se abrió la tapa y algo cayó en la fosa con un gran crujido; el segundo mozo cayó al suelo medio estrangulado, porque la correa no se había desprendido lo suficientemente deprisa de su cuello. Colin y Nicolás llegaron corriendo. Isis venía, tropezando, detrás. Entonces el Monapillo y el Vertiguero, ataviados con viejos delantales llenos de manchas de aceite, surgieron de súbito de detrás de un túmulo y se pusieron a aullar como lobos, arrojando tierra y piedras en la fosa.
Colin estaba postrado de rodillas. Tenía el rostro entre las manos. Las piedras hacían un ruido seco al caer, y el Vertiguero, el Monapillo y los dos mozos se cogieron de las manos y dieron una vuelta alrededor de la fosa; luego, de repente, se marcharon hacia el sendero y desaparecieron bailando la farandola. El Vertiguero soplaba en una enorme trompa, cuyos sonidos roncos vibraban en el aire muerto.