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El cochazo blanco se abría camino cautelosamente entre los baches de la carretera. Colin y Chloé, sentados detrás, miraban el paisaje con un cierto malestar. El cielo estaba encapotado; pájaros rojos volaban al ras de los hilos telegráficos, subiendo y bajando como éstos, y sus gritos agudos se reflejaban en el agua plomiza de los charcos.

– ¿Por qué hemos venido por aquí? -preguntó Chloé a Colin.

– Es un atajo -dijo Colin-. Forzoso. La carretera ordinaria está en muy mal estado. Todo el mundo quería utilizada porque en ella hacía siempre buen tiempo, y ahora no queda más que ésta. No te inquietes. Nicolás conduce muy bien.

– Lo que pasa es que esta luz… -dijo Chloé.

Su corazón latía con rapidez, como encerrado dentro de un cascarón demasiado duro. Colin pasó el brazo alrededor de Chloé y cogió su gracioso cuello entre los dedos donde terminan los cabellos, como se coge un gatito.

– Sí -dijo Chloé, escondiendo la cabeza entre los hombros, porque Colin le hacía cosquillas-o Tócame, sola tengo miedo.

– ¿Quieres que ponga los cristales amarillos? -preguntó Colin.

– Pon varios colores.

Colin apretó botones verdes, azules, amarillos, rojos y los correspondientes cristales sustituyeron a los del coche. Uno habría creído estar dentro de un arco iris, y sobre la tapicería de cuero blanco bailaban sombras estrambóticas al paso de cada poste del telégrafo. Chloé se sintió mejor.

A ambos lados de la carretera se veía un musgo raquítico y ralo, de un verde descolorido, y, de vez en cuando, un árbol torturado y desmelenado. No corría el menor soplo de viento que rizara las capas de barro que abrían, al pasar, las ruedas del coche. Nicolás se empleaba a fondo para dominar la dirección y a duras penas lograba mantenerse en el centro de la ruinosa carretera.

Se volvió un instante.

– No os preocupéis -le dijo a Chloé-, esto ya se acaba. La carretera cambia en seguida.

Chloé se volvió hacia el cristal de su derecha y se estremeció. De pie junto a un poste de telégrafos, un animal cubierto de escamas los miraba.

– ¡Mira, Colin!… ¿Qué es eso?…

– No sé -dijo-o Pero no tiene aspecto malvado…

– Es uno de esos hombres que se encargan del mantenimiento de las líneas -dijo Nicolás por encima del hombro-o Se visten así para no mancharse de barro…

– Es que era… era algo horrible… -murmuró Chloé.

Colin le dio un beso.

– No tengas miedo, nenita, no era más que un hombre…

Bajo las ruedas, el pavimento parecía hacerse más firme.

Un vago resplandor teñía el horizonte.

– Mira -dijo Colin-. Mira, es el sol.

Nicolás meneó negativamente la cabeza.

– Son las minas de cobre -dijo-o Tenemos que cruzadas.

El ratón que iba al lado de Nicolás enderezó las orejas.

– Sí -añadió Nicolás-. Va a hacer calor.

La carretera cambió varias veces de dirección. Ahora, el barro empezaba a desprender humo. El coche quedó envuelto en vapores blancos de fuerte olor a cobre. Poco después, el barro se endureció completamente y apareció la calzada, cuarteada y polvorienta. Lejos, más adelante, el aire vibraba como si flotara por encima de un gran horno.

– No me gusta nada esto -dijo Chloé-. ¿No se puede ir por otro sitio?

– No hay más camino que éste -dijo Colin-. ¿Quieres que te deje el libro de Gouffé?… Me lo he traído…

No habían cogido más equipaje, porque pensaban comprado todo por el camino.

– ¿Bajamos los cristales de colores? -añadió Colin.

– Sí -dijo Chloé-. Ahora la luz es menos maligna.

Bruscamente, la carretera trazó una nueva curva y se encontraron en medio de las minas de cobre. Se escalonaban a ambos lados varios metros hacia abajo. Inmensas extensiones de cobre verdusco desplegaban su aridez hasta el infinito. Centenares de hombres vestidos con trajes herméticos se agitaban alrededor de las hogueras. Otros apilaban en pirámides regulares el combustible que llegaba sin cesar en vagoneta s eléctricas. El cobre, bajo el efecto del calor, se fundía y corría en arroyuelos rojos, bordeados de escorias esponjosas y duras como la piedra. De trecho en trecho se recogía el cobre en grandes depósitos donde había máquinas que lo bombeaban y lo trasvasaban a tuberías ovaladas.

– ¡Qué trabajo más horrible!… -dijo Chloé.

– Está bastante bien pagado -repuso Nicolás.

Algunos de los hombres dejaron de trabajar para ver pasar el coche. En sus ojos tan sólo se veía una cierta compasión socarrona. Eran anchos y fuertes, y parecían inalterables.

– No les caemos bien -dijo Chloé-. Vámonos de aquí.

– Es que ellos trabajan… -dijo Colin.

– Pero eso no es una razón -dijo Chloé.

Nicolás aceleró un poco. El coche se deslizaba sobre la agrietada carretera en medio del rumor de las máquinas y del cobre en fusión.

– Pronto llegaremos a la antigua carretera -dijo Nicolás.

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– ¿Por qué miran con tanto desdén? -preguntó Chloé-. Al fin y al cabo, trabajar no es para tanto.

– Se les ha inculcado la idea de que trabajar es algo bueno -dijo Colin-. En general, se considera así. Pero, de hecho, no hay nadie que lo piense. Se hace por costumbre y para no pensar en ello precisamente.

– De todas maneras, es una tontería hacer un trabajo que podrían hacer máquinas.

– Pero las máquinas habría que construirlas -dijo Colin-. ¿Y quién va a hacerlo?

– ¡Bueno, por supuesto! -dijo Chloé-. Para hacer un huevo, hace falta una gallina, y una vez que se tiene la gallina se pueden tener montones de huevos. Así que vale más empezar por la gallina.

– Habría que saber quién impide fabricar las máquinas -dijo Colin-. Lo que falta, por lo visto, es tiempo. La gente pierde el tiempo en vivir y entonces ya no le queda tiempo para trabajar.

– ¿No será más bien lo contrario? -dijo Chloé.

– No -dijo Colin-. Si tuvieran tiempo para construir máquinas, luego ya no tendrían necesidad de hacer nada. Lo que yo quiero decir es que la gente trabaja para vivir en lugar de trabajar para hacer máquinas que les permitan vivir sin trabajar.

– El asunto es complicado -consideró Chloé.

– No -dijo Colin-. Es muy sencillo. Por supuesto, habría que ir poco a poco. Pero se pierde tanto tiempo en hacer cosas que acaban gastándose…

– Pero ¿no crees tú que les gustaría más quedarse en casa y besar a su mujer, ir a la piscina y a divertirse?

– No -dijo Colin-, porque no piensan en ello.

– Pero ¿acaso es culpa suya si creen que está bien trabajar?

– No -dijo Colin-, ellos no tienen la culpa. Es que se les ha venido diciendo: «El trabajo es sagrado, el trabajo es bueno, el trabajo es hermoso, el trabajo es lo que cuenta antes que nada y sólo los que trabajan son quienes tienen derecho a todo». Lo que pasa es que se organizan las cosas para hacerles trabajar constantemente y entonces no pueden aprovecharse de ello.

– Entonces, ¿es que son tontos?

– Sí, son tontos -dijo Colin-. Por eso están de acuerdo con quienes les hacen creer que el trabajo es lo mejor que hay. Eso les impide reflexionar y tratar de progresar y dejar de trabajar.

– Vamos a hablar de otra cosa -dijo Chloé-, estos temas me dejan agotada. Dime si te gusta mi pelo…

– Te lo he dicho ya…

Se la puso en las rodillas. De nuevo se sentía completamente feliz.

– Te he dicho ya que me gustas mucho, al por mayor y al detalle.

– Detalla, entonces -dijo Chloé, dejándose caer en brazos de Colin, mimosa como una culebra.

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– Perdón, señor -dijo Nicolás-. ¿Desea el señor que bajemos aquí?

El coche se había detenido delante de un hotel, al lado de la carretera. Era ya la carretera buena, plana, tornasolada por reflejos fotogénicos, con árboles perfectamente cilíndricos a ambos lados, hierba verde, sol, vacas en los prados, vallas carcomidas, setas en flor, manzanas en los manzanos y hojas secas en montoncitos con un poco de nieve de vez en cuando para hacer más ameno el paisaje, con palmeras, mimasas y pinos del norte en el jardín del hotel, y un muchacho pelirrojo y desgreñado que conducía dos borregos y un perro borracho. A un lado de la carretera soplaba viento y al otro no. Podía escogerse el que más gustase. Sólo un árbol de cada dos daba sombra y sólo en una de las cunetas había ranas.

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