– Quedémonos aquí -dijo Colin-. De todas maneras, no vamos a llegar hoy al sur.
Nicolás abrió la puerta y se bajó del coche. Llevaba un bonito uniforme de chófer de piel de cerdo y una elegante gorra haciendo juego. Retrocedió un par de pasos y miró al coche. Colin y Chloé descendieron también.
– El coche está bastante sucio -dijo Nicolás-. Es por todo ese barro que hemos atravesado.
– No importa -dijo Chloé-. Que nos lo laven en el hotel.
– Nicolás, entra y pregunta si hay habitaciones libres -dijo Colin- y si hay qué comer.
– Perfectamente, señor -dijo Nicolás, llevándose la mano a la gorra y más exasperante que nunca.
Empujó la verja de roble encerado, cuyo pomo revestido de terciopelo le hizo estremecerse. Sus pasos hicieron crujir la grava y subió los dos escalones. La puerta de vidrio cedió al empujar y desapareció en el edificio.
Las persianas estaban echadas y no se oía ruido alguno. El sol cocía suavemente las manzanas caídas y las hacía abrirse en pequeños manzanos verdes y frescos, que florecían instantáneamente y daban manzanas más pequeñas todavía. A la tercera generación, ya no se veía más que una especie de musgo verde y rosa por el que rodaban como canicas minúsculas manzanas.
Algunos bichos zumbaban al sol, entregándose a tareas indefinidas, algunas de ellas consistentes en girar rápidamente sobre sí mismos. Del lado de la carretera en que soplaba viento las gramíneas se curvaban en sordina y las hojas aleteaban con un ligero susurro. Algunos insectos con élitros intentaban remontar la corriente produciendo un pequeño chapoteo parecido al de las ruedas de un vapor singlando hacia los grandes lagos.
Colin y Chloé, el uno cerca del otro, dejaban que el sol les acariciase sin decir palabra, y sus corazones latían a un ritmo de bugui.
La puerta acristalada chirrió levemente y reapareció Nicolás. Traía la gorra torcida y el traje en desorden.
– ¿Te han puesto de patitas en la calle? -preguntó Colin.
– No, señor -dijo Nicolás-. El señor y la señora son bien recibidos y, además, se encargarán del coche.
– ¿Y qué te ha pasado? -preguntó Chloé.
– Bueno… -dijo Nicolás-. Es que no está el dueño y me ha recibido su hija…
– Arréglate -dijo Colin-. Así no estás correcto.
– Ruego al señor que me excuse -dijo Nicolás-, pero pensé que dos habitaciones merecían un pequeño sacrificio.
– Anda, ve a vestirte de paisano -dijo Colin – y vuelve a hablar de forma normal. ¡Me pones los nervios de punta!…
Chloé se paró a jugar con un montoncito de nieve. Los copos, suaves y frescos, permanecían blancos y no se derretían.
– Mira qué bonita es -le dijo a Colin.
Bajo la nieve había primaveras, acianos y amapolas.
– Sí -dijo Colin-. Pero no debes tocada. Vas a coger frío.
– ¡No! -dijo Chloé, y se puso a toser como una tela de seda que se desgarra.
– Mi pequeña Chloé -dijo Colin, rodeándola con los brazos-, ¡no tosas así, que me duele a mí!
Chloé soltó la nieve, que cayó lentamente, como si fuera plumón, y se puso a brillar otra vez al sol.
– No me gusta esta nieve -murmuró Nicolás.
Se recompuso en seguida.
– Le ruego al señor que me dispense por esta libertad de lenguaje.
Colin se quitó un zapato y se lo tiró a Nicolás a la cara, pero éste se agachó para rascar una manchita en el pantalón y se levantó al oír el ruido de los cristales rotos.
– ¡Señor! -dijo Nicolás con un deje de reproche-o ¡Es la ventana de la habitación del señor!…
– Pues peor para mí -dijo Colin-. Así estaremos ventilados… y, además, esto te enseñará a no hablar como un idiota.
Con la ayuda de Chloé, se dirigió a la pata coja a la puerta del hotel. El cristal roto empezaba a crecer de nuevo. En los bordes del bastidor se estaba formando una delgada película, opalescente e irisada, de reflejos inciertos y colores vagos y cambiantes.
27
– ¿Has dormido bien? -preguntó Chloé.
– No mal del todo, ¿y tú? -dijo Nicolás, ya vestido de paisano.
Chloé bostezó y cogió la jarrita de jarabe de alcaparras.
– El cristal ése no me ha dejado dormir -dijo.
– ¿Pero no se ha cerrado ya? -preguntó Nicolás.
– No del todo -dijo Chloé-. La fontanela está todavía bastante abierta y deja pasar una maldita corriente. Esta mañana tenía el pecho totalmente cubierto de esta nieve…
– Es un fastidio -dijo Nicolás-. Les voy a poner de vuelta y media. A propósito, ¿nos vamos esta mañana?
– Después de comer -dijo Colin.
– Tendré que volverme a poner el uniforme de chófer -dijo Nicolás.
– ¡Bueno, Nicolás! -dijo Colin-. Si sigues con esa historia… te voy a…
– De acuerdo -dijo Nicolás-, pero no ahora.
Engulló su tazón de jarabe de alcaparras y dio fin a sus tostadas con mantequilla.
– Voy a dar una vuelta por la cocina -dijo; se levantó y se colocó bien el nudo de la corbata con ayuda de un escariador de bolsillo.
Salió de la pieza y se oyó perderse el ruido de sus pasos, probablemente en dirección a la cocina.
– ¿Qué quieres que hagamos, Chloé, chiquita? -preguntó Colin.
– Besarnos -dijo Chloé.
– ¡Claro!… -respondió Colin-. Pero ¿y después?
– Después… -dijo Chloé-, no puedo decido a voces.
– Sí, muy bien, pero ¿y después?
– Después será la hora de almorzar. Abrázame. Tengo frío. Es esta nieve…
El sol entraba a dorados raudales en la habitación.
– No hace frío aquí -dijo Colin.
– No -dijo Chloé, apretándose contra él-, pero yo tengo frío. Después escribiré a Alise…
28
Desde el mismo comienzo de la calle, la multitud se atropellaba para entrar en la sala en que Jean-Sol iba a dar su conferencia.
La gente recurría a las más diversas argucias para sortear la vigilancia del cordón sanitario encargado de comprobar la validez de las invitaciones, porque se habían puesto en circulación decenas de millares de ejemplares falsificados.
Algunos llegaban en carrozas fúnebres y los gendarme s hincaban una larga pica de acero en los ataúdes, clavándolos a las tablas de roble para la eternidad, lo que evitaba que tuvieran que sacados para su inhumación y no causaba daño más que a los posibles muertos verdaderos, a los que se les hacía polvo la mortaja. Otros iban en avión especial y se lanzaban en paracaídas (también había peleas en el aeropuerto de Le Bourget para montar en el avión). Un equipo de bomberos los tomaba por blanco y, con las mangueras, los desviaba hacia el escenario, donde se ahogaban miserablemente. Finalmente, otros intentaban llegar por las alcantarillas.
A éstos se los rechazaba pisoteándoles los nudillos con calzado de clavos en el momento en que se agarraban al borde para izarse y salir; las ratas se encargaban del resto. Pero nada desalentaba a estos apasionados. No eran los mismos, fuerza es confesarlo, los que se ahogaban y los que perseveraban en sus tentativas, y el rumor ascendía hasta el cenit y resonaba en las nubes con un fragor cavernoso.
Sólo los puros, los que estaban al corriente, los íntimos, estaban provistos de invitaciones auténticas, fácilmente distinguibles de las falsas, y por esta razón iban pasando sin dificultad por un estrecho pasillo acondicionado al hilo de las casas y guardado, cada cincuenta centímetros, por un agente secreto disfrazado de servofreno. Sin embargo, había ya muchísimos, y la sala, llena ya, no cesaba de acoger, de segundo en minuto, a recién llegados.
Chick estaba en su sitio desde el día anterior. A precio de oro, había conseguido del portero el derecho de suplirle, rompiendo, para hacer posible esta suplencia, la pierna izquierda al susodicho portero con ayuda de un espeque de recambio. Chick, cuando se trataba de Partre, no regateaba los doblezones. Alise e Isis esperaban junto a él la llegada del conferenciante. Acababan de pasar la noche allí, afanosas de no perderse el acontecimiento. Chick, con su uniforme verde oscuro de portero, estaba seductor a más no poder. Estaba descuidando mucho su trabajo desde que había entrado en posesión de los veinticinco mil doblezones de Colin.