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– Es verdad -dijo Chick.

– ¿Y tu trabajo? -dijo Colin.

– Ya te acuerdas de que hacía que me supliera un tipo -dijo Chick- porque yo tenía muchas cosas que hacer…

– ¿Y ellos accedieron? -preguntó Colin.

– Sí, la cosa marchaba. Él estaba muy al corriente.

– ¿Y bien? -preguntó Colin.

– Cuando he querido volver me han dicho que el otro lo hacía muy bien, y que, si quería otro puesto, tenían uno que ofrecerme. Sólo que estaba peor pagado…

– Tu tío ya no puede darte más dinero… -dijo Colin.

Él ni siquiera se planteaba la cuestión. Le parecía obvio.

– Yo no podré pedírselo -dijo Chick -. Se ha muerto.

– No me lo habías dicho…

– No tenía interés -murmuró Chick.

Nicolás volvía con una sartén grasienta en la que se debatían tres salchichas negras.

– Coméosla así -dijo-o Yo no me hago con ellas. Son resistentes hasta un punto extraordinario. Les he puesto ácido nítrico, por eso están negras, pero no ha sido suficiente. -Colin consiguió atrapar una de las salchichas con su tenedor. La salchicha se retorció en un espasmo postrero.

– Yo ya tengo una -dijo-o ¡Ahora te toca a ti, Chick!

– Yo lo intento, pero está dura.

Lanzó un gran chorro de grasa sobre la mesa.

– ¡Atiza! -dijo.

– No importa -dijo Nicolás-. Es bueno para la madera.

Chick consiguió servirse y Nicolás se llevó la tercera salchicha.

– Yo no sé qué pasa aquí -dijo Chick-. ¿También eran las cosas así antes?

– No -confesó Colin-. Esto está cambiando por todas partes yyo no puedo hacer nada. Es como la lepra. Es desde que se me acabaron los doblezones…

– ¿No tienes ya nada en absoluto? -preguntó Chick.

– Apenas… -respondió Colin-. He pagado por adelantado el viaje a la montaña y las flores porque no quiero escatimar nada por sacar a Chloé adelante. Pero, aparte de eso, las cosas van mal por sí mismas.

Chick había terminado su salchicha.

– ¡Ven a ver el pasillo de la cocina! -dijo Colin.

– Te sigo -dijo Chick.

A través de los cristales, a ambos lados, se distinguía un sol apagado, macilento, sembrado de grandes manchas negras, un poco más luminoso en el centro. Algunos haces miserables de rayos solares lograban penetrar en el pasillo, pero, al contacto con las baldosas, tan brillantes en otros tiempos, se fluidificaban y corrían en forma de largas manchas húmedas. Las paredes desprendían olor a sótano. El ratón de los bigotes negros se había hecho en un rincón un nido sobreelevado. Ya no podía jugar en el suelo con los rayos de oro, como antaño. Estaba acurrucado en un montón de trapitos, y tiritaba con sus largos bigotes enviscados por la humedad. Durante algún tiempo, había conseguido rascar un poco los baldosines para que brillaran de nuevo, pero la tarea era demasiado inmensa para sus patitas, y ahora permanecía en un rincón, tembloroso y sin fuerzas.

– ¿No calientan los radiadores? -preguntó Chick, subiéndose el cuello de la chaqueta.

– Sí -dijo Colin-. La calefacción está puesta todo el día, pero no hay nada que hacer. Es aquí donde eso ha empezado…

– ¡Es la pera! -dijo Chick-. Habría que llamar al arquitecto.

– Ya vino -dijo Colin-. Se puso enfermo después.

– ¡Oh! -dijo Chick-. Bueno, probablemente se arreglará.

– No lo creo -dijo Colin-. Ven conmigo, vamos a terminar de almorzar con Nicolás.

Entraron en la cocina. También allí se había encogido la pieza. Nicolás, sentado delante de una mesa lacada de blanco, comía distraídamente, leyendo un libro.

– Oye, Nicolás… -dijo Colin.

– Sí, sí -dijo Nicolás-, ya iba a llevaros el postre.

– No se trata de eso -dijo Colin-. Nos lo tomaremos aquí, es otra cosa. Nicolás, ¿no quieres que te despida?

– No me apetece -dijo Nicolás.

– Pero es necesario -dijo Colin-. Aquí vas de mal en peor. Has envejecido diez años en ocho días.

– Siete años -rectificó Nicolás.

– Yo no quiero verte así. Tú no tienes culpa de nada. Es la atmósfera de esta casa.

– ¿Y tú? -dijo Nicolás-. ¿A ti no te afecta?

– No es lo mismo -dijo Colin-. Yo tengo que curar a Chloé y todo lo demás me da igual, por eso la cosa no hace presa en mí. Y tu club ¿cómo marcha?

– Ya no voy… -dijo Nicolás.

– No quiero saber nada más -repitió Colin-. Los Ponteauzanne buscan un cocinero. He firmado por ti. Quería que me dijeras si estabas de acuerdo.

– No -dijo Nicolás.

– ¡Es igual! -dijo Colin-. Irás de todas maneras.

– Es una putada por tu parte -dijo Nicolás-. Parece que me largue como una rata.

– No -dijo Colin-. Es que es necesario. Sabes bien cuánto me duele…

– Lo sé -dijo Nicolás. Cerró el libro y sumió la cabeza entre los brazos.

– No tienes razón para enfadarte -dijo Colin.

– No estoy enfadado – respondió Nicolás.

Levantó la cabeza. Estaba llorando silenciosamente.

– Soy un idiota -dijo.

– Eres un tipo fantástico, Nicolás -dijo Colin.

– No -dijo Nicolás-. Me gustaría largarme a Colonia. Por el olor. Y porque así estaría tranquilo…

44

Colin subió la escalera, vagamente iluminada por vidrieras inmóviles, y se encontró en el primer piso. Ante él, una puerta negra cortaba la fría piedra de la pared. Entró sin llamar, llenó una ficha y se la entregó al conserje quien la vació, hizo una bolita con ella, la introdujo en el cañón de una pistola ya perfectamente preparada y apuntó con cuidado a una ventanilla practicada en el tabique vecino. Apretó el gatillo tapándose la oreja derecha con la mano izquierda y el disparo partió. Reposadamente, volvió a dedicarse a cargar su pistola para el siguiente visitante.

Colin permaneció de pie hasta que un timbre ordenó al conserje que lo introdujera en el despacho del director.

Siguió al hombre por un largo pasillo con curvas peraltadas. En estas curvas, las paredes seguían siendo perpendiculares al suelo y se inclinaban, por consiguiente, en el valor del ángulo suplementario correspondiente, por lo que tenía que andar muy deprisa para mantener el equilibrio. Antes de darse cuenta de lo que le ocurría, se encontró delante del director. Obediente, se sentó en un bronco sillón que se encabritó bajo su peso y tan sólo se detuvo ante un gesto imperativo de su dueño.

– ¿Y bien? -dijo el director.

– Bueno, aquí estoy… -dijo Colin.

– ¿Qué sabe usted hacer? -preguntó el director.

– Yo aprendí rudimentos… -dijo Colin.

– Lo que yo quiero decir -aclaró el director- es: ¿en qué invierte usted el tiempo?

– La mayor parte de mi tiempo -dijo Colin-la paso empequeñeciéndola.

– ¿Por qué? -preguntó el director en voz más baja.

– Porque no me gustan las cosas grandes -dijo Colin.

– ¡Ah!… ¡Hum!… -masculló el director-o ¿Sabe usted para qué empleo buscamos nosotros una persona?

– No -dijo Colin.

– Yo tampoco… -dijo el director-. Tendré que preguntar a mi subdirector. Pero usted no parece capacitado para ese empleo.

– ¿Por qué? -preguntó Colin a su vez.

– No sé… -dijo el director.

Parecía inquieto y echó el sillón un poco hacia atrás.

– ¡No se acerque!… -dijo rápidamente.

– Pero si…, pero si yo no me he movido… -dijo Colin.

– Sí… sí… -gruñó el director-. Siempre se dice eso… y luego…

Se inclinó con actitud desconfiada sobre su mesa de despacho sin perder de vista a Colin, y descolgó su teléfono, que agitó vigorosamente.

– ¡Oiga!… -gritó-o ¡ Venga aquí inmediatamente!…

Colocó el receptor en su sitio y continuó examinando a Colin con mirada suspicaz.

– ¿Qué edad tiene usted? -preguntó.

– Veintiún…-dijo Colin.

– Lo que yo pensaba… -murmuró su interlocutor.

Se oyeron unos golpecito s en la puerta.

– ¡Entre! -gritó el director, y su semblante se sosegó.

Entró en el despacho un hombre minado por la absorción continua de polvo de papel; podían adivinarse sus bronquiolos colmados hasta arriba de pasta celulósica reciclada. Traía un expediente debajo del brazo.

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