– ¿Lo sacaron por ahí cuando se murió? -dijo el profesor-. ¿Era grande?
– Un metro, creo yo -dijo Chloé-. Con una gran flor de veinte centímetros.
– ¡Qué horror!… -refunfuñó el profesor-. No ha tenido usted suerte. ¡De ese tamaño no es corriente!.
– Fueron las otras flores las que le hicieron morir -dijo Chloé-. En especial, una flor de vainilla que me trajeron al final.
– Es extraño -dijo el profesor-. Nunca habría creído que la vainilla ejerciera efecto. Yo pensaba más bien en el enebro o en la acacia. La medicina, ya sabe, es un juego de imbéciles -concluyó.
– Es verdad -dijo Chloé.
El profesor la auscultaba. Se levantó.
– Está bien -dijo-. Evidentemente, eso ha dejado secuelas.
– ¿Ah, sí? -dijo Chloé.
– Sí -dijo el profesor-. En la actualidad tiene usted un pulmón completamente inutilizado, o casi.
– ¡Bueno -dijo Chloé-, no me importa mientras funcione el otro!
– Si coge usted algo en el otro, su marido lo pasará mal -dijo el profesor.
– ¿Y yo no? -preguntó Chloé.
– Usted ya no -dijo el profesor.
Se levantó.
– No quiero asustarles sin necesidad, pero tengan mucho cuidado.
– Yo ya tengo mucho cuidado -dijo Chloé.
Sus ojos se agrandaron. Se pasó una mano tímidamente por el pelo.
– ¿Qué puedo hacer para estar segura de no coger nada más? -dijo, y su voz casi lloraba.
– No se preocupe, pequeña -dijo el profesor-. No hay ninguna razón para que coja usted nada.
Miró en torno suyo.
– Me gustaba más su primera casa. El aire era más saludable.
– Sí -dijo Colin-. pero no es culpa nuestra…
– ¿A qué se dedica usted en la vida? -preguntó el profesor.
– Aprendo cosas -dijo Colin-. Y amo a Chloé.
– ¿Su trabajo no le proporciona ingresos? -preguntó el profesor.
– En absoluto. Lo que yo hago no es trabajo en el sentido en que la gente lo entiende generalmente -dijo Colin.
– El trabajo es algo infecto, yo bien lo sé -murmuró el profesor-, pero lo que le gusta a uno hacer evidentemente no puede proporcionar recursos, puesto que…
Se interrumpió.
– La última vez que estuve aquí me enseñó usted un aparato que daba resultados sorprendentes. ¿Lo tiene usted todavía por casualidad?
– No -dijo Colin-. Lo vendí. Pero de todas maneras puedo ofrecerle una copa…
Tragamangos se pasó los dedos por el cuello de su camisa amarilla y se rascó el cuello.
– Le sigo. Hasta la vista. señorita -dijo.
– Hasta la vista, doctor -dijo Chloé.
Se deslizó hasta el fondo de la cama y volvió a arroparse hasta el cuello. Su cara se veía clara y tierna contra las sábanas azul lavanda orladas de púrpura.
48
Chick atravesó la poterna de control y fichó en la máquina.
Tropezó, como de costumbre, en el umbral de la puerta metálica del pasadizo de acceso a los talleres y una humarada de vapor y de humo negro le golpeó violentamente la cara. Los ruidos comenzaban a llegarle: los sordos zumbidos de los turboalternadores generales, los silbidos de los puentes grúa sobre las viguetas entrecruzadas, el estrépito de las violentas corrientes de aire que se precipitaban sobre las chapas metálicas de la techumbre. El pasillo estaba muy oscuro, alumbrado, cada seis metros, por una bombilla rojiza cuya luz se deslizaba perezosamente sobre los objetos lisos, agarrándose, para rodearlas, a las rugosidades de las paredes y del suelo. Bajo sus pies, la chapa estriada estaba caliente y rota en algunos sitios. y por los agujeros se percibían las fauces rojas y sombrías de los hornos de piedra abajo del todo. Los fluidos pasaban. ruidosos, por grandes tuberías pintadas de gris y rojo, por encima de su cabeza, y a cada pulsación del corazón mecánico que los fogoneros ponían bajo presión, toda la armadura se flexionaba ligeramente hacia adelante con un ligero retraso y una vibración profunda. En la pared, se formaban gotas que se desprendían a veces cuando se producía una pulsación más fuerte, y, cuando una de esas gotas le caía en el cuello, Chick se estremecía.
Era un agua sin lustre y que olía a ozono. El pasadizo trazaba una curva al final y el suelo, ahora de claraboya. dominaba los talleres.
Abajo, delante de cada máquina ventruda, se debatía un hombre que luchaba por no ser descuartizado por los ávidos engranajes. Cada obrero tenía fijado en el pie derecho un pesado grillete de hierro que no se abría más que dos veces al día: a mitad de la jornada y por la tarde. Disputaban a las máquinas las piezas metálicas que salían, tableteando, de los estrechos orificios dispuestos en lo alto. Las piezas volvían a caer casi inmediatamente, si no se las recogía a tiempo, en las fauces abiertas, hormigueantes de engranajes, donde se efectuaba la síntesis.
Había aparatos de todos los tamaños. A Chick ya le era familiar este espectáculo. Él trabajaba en el extremo de uno de los talleres y su misión consistía en controlar la buena marcha de las máquinas y en dar indicaciones a los obreros para volver a ponerlas en orden cuando se detenían después de haberles arrancado un pedazo de carne.
Para purificar la atmósfera había, en algunos lugares, largos chorros de esencias que atravesaban oblicuamente la nave, relucientes de reflejos, y que condensaban alrededor suyo los humos y los polvos de metal y de aceite caliente que ascendían en columnas rectas y delgadas por encima de cada máquina. Chick levantó la cabeza. Los tubos le perseguían por todas partes. Llegó hasta la cabina del montacargas, entró y cerró la puerta detrás de él. Sacó del bolsillo un libro de Partre, apretó el botón y se puso a leer en tanto aguardaba llegar ala planta.
El choque sordo de la plataforma del montacargas contra el tope de metal le hizo salir de su estupor. Salió y se fue a su despacho, una cabina acristalada y débilmente iluminada desde donde podía vigilar los talleres. Se sentó, volvió a abrir su libro y reanudó su lectura, adormilado por la pulsación de los fluidos y el rumor de las máquinas.
Una discordancia en el estrépito general le hizo levantar la vista súbitamente. Buscó de dónde procedía el ruido sospechoso. Uno de los chorros de purificación acababa de pararse de repente en medio de la nave y permanecía en el aire como partido en dos. Las cuatro máquinas que había cesado de atender trepidaban. A distancia, se las veía agitarse y, delante de cada una de ellas, una forma se iba desplomando poco a poco. Chick dejó el libro y se precipitó fuera. Corrió hacia el cuadro de mandos y bajó rápidamente una palanca.
El chorro roto permaneció inmóvil. Parecía la hoja de una hoz y las humaredas que salían de las cuatro máquinas ascendían en el aire formando torbellinos. Abandonó el cuadro de mandos y se precipitó hacia las máquinas. Éstas se iban deteniendo lentamente. Los hombres que las atendían yacían por tierra. Sus piernas derechas estaban dobladas en ángulos extraños a causa de los grilletes, y cada una de las manos derechas de los cuatro hombres estaba seccionada por las muñecas. La sangre hervía al contacto con el metal de la cadena y esparcía en el aire un horrible olor de animal vivo carbonizado.
Chick, sirviéndose de su llave, abrió los grilletes que retenían los cuerpos y extendió éstos delante de las máquinas. Volvió a su despacho y mandó venir, por teléfono, a los camilleros de servicio. A continuación, se dirigió al tablero de mandos e intentó poner de nuevo en marcha el chorro.
No se podía hacer nada. El líquido partía bien derecho, pero, al llegar a la altura de la cuarta máquina, desaparecía, y se podía ver el corte del chorro, tan limpio como el de un hachazo..
Palpando, enojado, su libro en el bolsillo, se dirigió a la Oficina Central. En el momento de salir del taller, se apartó para dejar pasar a los camilleros, que habían apilado los cuatro cuerpos en un pequeño carro eléctrico e iban a arrojarlos al Colector General.