– Pasen esta tarde a las seis; sus medicamentos estarán listos.
– Es que… -dijo Colin-, nos urge bastante…
– A nosotros nos gustaría llevárnoslos ahora mismo -añadió Chick.
– Entonces, si quieren ustedes esperar, voy a disponer lo necesario.
Colin y Chick se sentaron en un banquillo de terciopelo color púrpura justamente enfrente del mostrador, y esperaron. El tratante se agachó detrás del mostrador y abandonó el lugar por una puerta oculta, reptando casi, sin hacer ruido. El roce de su cuerpo largo y delgado con el parqué se fue atenuando hasta desvanecerse en el aire.
Miraron las paredes. En largos estantes de cobre patinado se alineaban tarros que encerraban especias simples y tópicos soberanos. Del último de cada ringlera emanaba una fluorescencia compacta. En un recipiente cónico de vidrio grueso y corroído, unos renacuajos hinchados daban vueltas en espiral en dirección descendente hasta llegar al fondo, de donde volvían a partir como flechas hacia la superficie, adquiriendo aquí nuevamente un movimiento excéntrico de giro, y dejaban tras de sí una estela blancuzca de agua espesada. Al lado, en el fondo de un acuario de varios metros de largo, el tratante había montado un banco de pruebas de ranas con toberas, y, aquí y allá, yacían algunas ranas inutilizables, cuyos cuatro corazones latían aún débilmente.
Detrás de Chick y Colin se extendía un vasto fresco que representaba al tratante de remedios fornicando con su madre vestido de César Borgia en las carreras. Sobre distintas mesas había una multitud de máquinas de fabricar píldoras, y algunas estaban funcionando, aunque al ralentí.
Saliendo de tubos de vidrio azul, las píldoras eran recogidas por unas manos de cera que las ponían en cucuruchos de papel.
Colin se levantó para ver más de cerca la máquina más próxima y levantó el cárter herrumbroso que la protegía. En el interior, había un animal mixto, mitad carne, mitad metal, que se mataba a tragar la materia básica y a expulsada en forma de bolitas, todas iguales.
– ¡Ven a ver, Chick! -dijo Colin.
– ¿Qué pasa? -preguntó Chick.
– ¡Es muy curioso!… -dijo Colin.
Chick miró. El bicho tenía una mandíbula alargada que se desplazaba por medio de rápidos movimientos laterales.
Bajo la transparente piel, se podían distinguir costillas tubulares de acero ligero, y un conducto digestivo que se movía perezosamente.
– Es un conejo modificado -dijo Chick.
– ¿Tú crees?
– Eso se hace normalmente -dijo Chick-. Se conserva la función que se desea. En este caso, se han conservado los movimientos del tubo digestivo, prescindiendo de la parte química de la digestión. Es mucho más sencillo que fabricar las píldoras con un aparato corriente.
– ¿Qué es lo que come eso? -preguntó Colin.
– Zanahorias cromadas. Las hacíamos en la fábrica en que yo trabajaba al salir del tajo. Después, se les dan los elementos constitutivos de las píldoras.
– Está muy bien pensado -dijo Colin-, y además hace unas píldoras muy bonitas.
– Sí -dijo Chick-. Son muy redonditas.
– Dime una cosa, Chick -dijo Colin volviéndose a sentar…
– ¿Qué? -preguntó Chick.
– ¿Cuánto te queda de los veinticinco mil doblezones que te di antes de salir de viaje?
– ¡Ah!… -contestó Chick.
– Ya es hora de que te decidas a casarte con Alise. ¡Es tan molesto para ella seguir como estáis!
– Sí, claro… -respondió Chick.
– Vamos, al grano, ¿te quedan por lo menos veinte mil doblezones? De todas maneras… es bastante para casarte…
– Es que… -dijo Chick.
Calló, porque era duro empezar.
– ¿Qué es lo que pasa? -insistió Colin-. No eres el único que tiene problemas de dinero…
– Ya lo sé -dijo Chick.
– ¿Entonces? -dijo Colin.
– Lo que pasa es que no me quedan más que tres mil doscientos doblezones…
Colin se sentía infinitamente fatigado. Objetos puntiagudos y borrosos daban vueltas dentro de su cabeza con un vago rumor de marea. Se sentó, rígido, en el banquillo.
– No puede ser verdad… -dijo.
Estaba cansado, cansado como si acabaran de hacerle correr una carrera de obstáculos dándole con una fusta.
– No puede ser verdad… -repitió-, estás bromeando.
– No… -dijo Chick.
Chick estaba de pie. Rascaba con la punta del dedo la esquina de la mesa más cercana. Las píldoras rodaban por los tubos de vidrio haciendo un ruidito como si fueran canicas y el doblamiento del papel por las manos de cera creaba una atmósfera de restorán magdaleniense.
– ¿Pero qué has hecho con el dinero? -preguntó Colin.
– He comprado cosas de Partre -dijo Chick.
Rebuscó en el bolsillo.
– Mira esto. Lo encontré ayer. ¿No es una maravilla?
Se trataba de Envio de flores en tafilete perlado, con láminas fuera de texto de Kierkegaard.
Colin cogió el libro y lo miró, pero no veía las páginas. Estaba viendo los ojos de Alise en su boda y la expresión de fascinación triste con que miraba el traje de novia de Chloé. Pero Chick no podía vedo. Los ojos de Chick nunca llegaban tan alto.
– ¿Qué quieres que te diga?… -murmuró Colin-. ¿Así que te lo has gastado todo?…
– Compré dos manuscritos suyos la semana pasada -dijo Chick, y su voz vibraba de excitación contenida-. Y ya tengo grabadas siete de sus conferencias…
– Sí… -dijo Colin.
– ¿Además, por qué me preguntas eso? -dijo Chick-. A ella, a Alise, le da lo mismo que me case con ella. Es feliz así.
Yo la amo muchísimo, ya sabes, pero ella también ama enormemente a Partre.
Una de las máquinas parecía que se estaba desbocando.
Las píldoras salían a chorro y saltaban rayos violeta cuando caían en los cucuruchos de papel.
– ¿Qué pasa con eso? -dijo Colin-. ¿Será peligroso?
– No creo -dijo Chick-. De todas maneras, no debemos quedamos al lado.
Oyeron, bastante lejos, cerrarse una puerta y el tratante de remedios apareció súbitamente detrás del mostrador.
– Les he hecho esperar -dijo.
– No tiene importancia -le aseguró Colin.
– Sí… -dijo el tratante-. Lo he hecho expresamente. Es para mantener mi categoría.
– Una de sus máquinas parece estar embalándose… -dijo Colin señalando el aparato en cuestión.
– ¡Ah!… -dijo el tratante de remedios.
Se agachó, cogió una carabina de debajo del mostrador, apoyó el arma contra el hombro y disparó. La máquina dio un respingo en el aire y cayó, aún palpitante.
– No es nada -dijo el tratante-. De vez en cuando el conejo puede al acero y hay que suprimirlos.
Levantó la máquina, oprimió el cárter inferior para hacerla mear y la colgó de un clavo.
– Aquí tienen ustedes sus medicinas -dijo, sacando una caja del bolsillo-o Tengan cuidado, se trata de algo muy activo. No se excedan en la dosis.
– Ya -dijo Colin-. Y, según usted, ¿contra qué es esto?
– No sabría decirle… -respondió el comerciante.
Pasó por su pelambrera blanca una larga mano de uñas onduladas.
– Puede ser para muchas cosas… -añadió-. Pero una planta ordinaria no lo resistiría mucho tiempo.
– Ya veo -dijo Colin-. ¿Cuánto le debo?
– Es muy caro -dijo el comerciante-. Deberían matarme a golpes y largarse sin pagar…
– ¡Oh, no! -dijo Colin-. Estoy demasiado cansado.
– Bueno, pues son dos doblezones -dijo el comerciante.
Colin sacó la cartera.
– Tenga usted en cuenta que es un verdadero atraco -dijo el boticario.
– Me da lo mismo… -dijo Colin con voz apagada.
Pagó y se dirigió a la salida. Chick iba tras él.
– Es usted tonto -dijo el tratante de remedios acompañándolos hasta la puerta-o Yo soy viejo y no muy resistente.
– No tengo tiempo -murmuró Colin.
– No es verdad -dijo el tratante-o Silo fuera no habrían esperado ustedes tanto…
– Ahora, ya tengo las medicinas -dijo Colin-. Adiós, señor.
Andaba al sesgo por la calle, en diagonal, para ahorrar fuerzas.