Cuando Teresa volvió se sentó junto a Manolo, que ahora tenía un encendedor entre los dedos y le daba vueltas distraídamente. “¿Quieres que nos marchemos”?, le preguntó ella. “No, todavía no”, dijo él. Teresa vio que María Eulalia le hacía señas y gesticulaba desde el otro extremo de la mesa, sus brazos llenos de pulseras se movían por encima de la cabeza de Ricardito Borrell como si fuera a emprender el vuelo. “¡No te entiendo!”, le gritó Teresa.
– …que por qué no te dejas flequillo como yo. ¡Da más profundidad a la mirada!
Entonces fue cuando Manolo le pasó el brazo por los hombros (todos lo vieron) y le rozó la sien con el perfil. A Teresa le pareció tan natural, era como si él quisiera defenderla, como si quisiera impedir que contestara a la pregunta de María Eulalia con otra estupidez. Luis pidió más ginebra.
– ¿Y por qué no vamos a otro sitio? -decía Jaime.
– ¿No querías que Ricardo os leyera eso? -respondía María Eulalia cada vez que alguien hablaba de irse-. Sed un poco atentos con el chico, por lo menos, ¿no?
– A la Macarena -decía Luis Trías, que ya sólo pensaba en un torso juvenil y perfecto, ceñido con un niki a rayas y recostado en cierto diván tapizado de rojo. Luego estuvo mucho rato callado y cuando rompió el silencio parecía otro.
– ¿Sabéis quién está en Barcelona? -dijo muy serio, y después de una pausa-: Mauricio.
– ¿Le has visto? -preguntó María Eulalia.
– ¿Quién te lo ha dicho? -añadió Leonor.
– Me consta que está aquí, lo sé de buena tinta. -Se volvió hacia Manolo-. ¿Conoces a Mauricio?
¡Aquí está, por fin!, se dijo él. No era todavía el golpe bajo que había estado esperando, pero si llegaba partiría de ahí. Era la segunda vez en menos de quince horas que le hacían la misma pregunta (Teresa se la había hecho esta misma tarde, en la playa). ¡Dichoso Mauricio, cuánto te aman! Dejó el encendedor sobre la mesa, cambió una mirada con Teresa (una mirada que no quería decir nada, era sólo para entrever, de paso, si los demás tenían la atención puesta en él), inclinó un poco la cabeza y dijo en un tono natural, más bien triste:
– Me habló de ti.
Se produjo un silencio.
– ¿De mí? -dijo Luis-. ¿Qué quieres decir?
– Nada, hombre. Sólo eso.
Leonor se inclinó para decir algo al oído de Teresa. Todos vieron como ella movía la rubia cabeza afirmativamente, Jaime palmeó la espalda de Luis con aire de resignación. Bajo la cariñosa mirada de María Eulalia, el feliz binomio autor-lector dejó oír nuevamente su voz:
– Bueno, escuchad esto: “El autor, a quien las nuevas técnicas…”
Manolo se levantó. Todos le miraron. Aparentemente indignado (en realidad se aburría) se había levantado para ir al lavabo. Luis Trías, no repuesto aún, le pidió a Encarna tabaco negro, a gritos. Pero no había tabaco negro. Golpeó la mesa con el puño.
– Es cabreante, Encarna, que nunca tengas tabaco negro. Indignante, vamos.
– Calla, macu! -dijo la voz cavernosa.
En la mesa surgió una discusión a propósito de la indignación del hombre actual. Luis opinaba que el español ha perdido su fabulosa capacidad de indignación, que todo lo aguanta, que ya no se indigna por nada. Jaime Sangenís le dio la razón. Leonor les hizo observar que, a su entender, existía aún en el país cierta capacidad de indignación, pero que había que admitir que ya no era viril, no era nacional. Hablaba, como siempre, con rapidez y sin mucha coherencia:
La indignación del hombre es naturalmente política. Dicho de otro modo la indignación natural en el hombre, fundamentalmente, es o debería ser política. Ahora bien, cuando los hombres aplican su indignación en cosas estúpidas, en memeces, como ese loco de Pamplona, por ejemplo, que ha roto un escaparate indignado porque exhibía un bikini, lo habréis leído en el periódico de ayer, o ese otro que ha tapado con pintura el escote de Marilyn en un cartel de cine, en el Paseo de Gracia, ¿lo habéis visto?, o los que van al fútbol a berrear, o tú mismo ahora (miraba a Luis, que ya estaba mosca, y esta noche empezaba a tener razones para estarlo) con tu dichoso tabaco negro…
– ¿Queréis saber una cosa? -dijo Teresa, que se había hecho servir la tercera ginebra-. Estáis pesadísimos y todo esto me parece ridículo…
Su opinión -que no merece la pena de ser transcrita aquí por carecer de interés- fue sin embargo escuchada con interés, no tanto por venir de ella como por salir de unos labios particularmente desflorados esta noche: hacían pensar en el murciano.
– ¿Pero qué te pasa hoy a ti? -exclamó Jaime.
– Teresa ha cambiado -sentenció Luis-. Ha adquirido la preciosísima mala leche proletaria.
– ¿Por qué no dejas de beber si no sabes, Luis?
– Por eso precisamente me encanta tu murciano -prosiguió Leonor sin darse por vencida, mientras el Pijoaparte orinaba en el retrete, precisamente en el momento de darse a todos los diablos por haberse manchado un poco los pantalones-porque en él la indignación es viril, siempre política.
Mientras, María Eulalia, cuyos muebles se iban deteriorando peligrosamente en el transcurso de la noche, ya casi había conseguido cobijar a Ricardo bajo su ala de gallina.
– ¿Te gusta el libro?
– Hay que leer todo eso muy atentamente -dijo Ricardo-. ¿Me lo prestas por unos días?
– Si lo he traído para ti, pichurri, es un regalo -y emitiendo un cloqueo cerró el ala definitivamente.
Luis Trías hablaba ahora de un tal Araquistain y de su in- fluencia en los medios universitarios. Manolo no le prestaba la menor atención (veía en escorzo la garganta desnuda de Teresa y la delicada sombra que oscilaba, como la cola de un pececillo azul, entre sus pechos), ni a él ni a su Araquistain, cuyo nombre le resultaba un enigma total. María Eulalia, que casualmente escuchaba a Luis, dejó escapar una risita desquiciada que, resultaba evidente, nada tenía que ver con la conversación, sino más bien con algún favorable y subrepticio avance de su rodilla o de su brazo hacia aquella inexpugnable fortaleza de la objetividad que era Ricardo.
Manolo estaba silencioso.
– Manolo, estás muy importante -dijo Luis con sorna.
Tus muertos, pensó él. Aproximadamente a la una, Luis Trías anunció, con cierta solemnidad, que se iba a dar una vuelta. Cosa de media hora. Se hizo acompañar por Jaime haciéndole una simple seña, un discreto gesto con la cabeza. Cuando regresaron, media hora después, Luis parecía más sereno y hablaba con la autoridad y la decisión de aquellas jornadas en la Universidad que le habían dado fama. Llevaba un papel amarillo en la mano, del tamaño de un sobre, donde había algo impreso. Visto a distancia, a Manolo le pareció un folleto publicitario. Jaime y Luis se sentaron en un extremo de la barra, ahora desierta (Encarna se había acercado a la mesa y bromeaba con el grupo: “Tú eres bien documentado”, decía clavando sus alegres ojos claros en los ceñidos pantalones de Manolo, intentando recordar dónde y cuándo había visto a este chico) y siguieron hablando por lo bajo hasta que, con aire preocupado, se unieron de nuevo a ellos. Encarna regresó al mostrador con Manolo, que había pedido un cubalibre. Desde allí, mientras resonaba en su cabeza la música del tocadiscos, y aquella inmensa mujer, cuya voz entrañable, uterina, le tenía enternecido (“fillet meu, a ti te conozco yo y no sé de qué”) le mostraba las fotografías de su esplendorosa juventud pegadas a la pared, tendió el oído a lo que se hablaba en la mesa: Luis había reclamado la atención de todos, se le oía mal, al principio él creyó que se refería a tranvías. Intervinieron los demás. Abundaban las frases inacabadas, las interrupciones dictadas por la prudencia o el miedo, y la cuestión que se debatía abría-se camino con dificultad. Manolo oyó varias veces la palabra tranvía y algo así como “lipotimia”. Una “lipotimia” que había sido confiscada, unos folletos cuya impresión y distribución era urgente, un fallo cometido por alguien (que Luis califico de memo irresponsable) y una fecha fija, inaplazable. El murciano se concentró (aunque intuía que la biografía gráfica de la dueña del bar, con aquella esplendorosa cabellera rubia a lo Marlene Dietrich, encerraba secretos y triunfos personales mucho más interesantes y útiles para él- él, que ya se sentía hijo espiritual de aquella voz aventurera- que no los que se ventilaban en la mesa de la conspiración; pero lo dejaría para otra vez) se concentró, estaba a punto de obtener la luz. Tal pez aquello era lo que había estado esperando toda la noche sin saberlo. Tuvo una corazonada.