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– Ay, no, mamá, aquello es aburridísimo. Y ya sabes que quiero estar junto a Maruja, alguien debe hacerlo.

– Está bien, está bien -concluyó su madre, que sin duda no deseaba tocar esa cuestión. Habló con su hija un momento, aparte, y Manolo pudo oír a Teresa: “Mamá, tienes que darme algún dinero”.

Se despidieron las señoras y Saladich las acompañó amablemente. Eran las seis, Teresa se dejó caer en una butaca, suspirando, e hizo saltar las sandalias de sus pies. “Huff, al fin”. Llevaba unos pantalones color naranja muy tensos, con un elástico que le cogía las plantas de los pies. “Qué hacemos”, dijo, sin ningún tono interrogativo. Los dos se miraron. “¿Regresan todos a la Villa? -preguntó él, y en seguida, riendo-: ¡Menudo follón has organizado!” Se acercó a ella, riendo todavía, la cogió una mano y tiró suavemente para que se levantara. “Venga, perezosa”. Teresa se resistía, riendo, con las piernas abiertas, firmemente apoyados los pies en el suelo: apenas podía disimular su impaciencia. “Manolo ¿te enfadaste ayer, cuando me fui sin decirte nada?”. “No”. Él dio un fuerte tirón y Teresa acabó en sus brazos. Se tambalearon un rato igual que muñecos, riendo sordamente, desfalleciendo, como si las fuerzas les hubiesen abandonado, y prolongaron la delicia de este movimiento fluctuante hasta chocar en la puerta del cuarto de Maruja. Las sonrisas se esfumaron de sus rostros y en su lugar quedó una tensión anhelante. Se besaron en la boca, muy precipitadamente, temblando.

– Dina está ahí dentro -susurró ella-. Qué alivio que lo de Maruja no fuera nada ¿verdad?

– Sí -dijo él-. Anda, vámonos.

– Espera… Yo…

– Vamos a un sitio donde estemos solos. Al Tibet.

– Sí. Pero… -Sonreía, hundió la cabeza sobre el pecho, suspiró-. Manolo, quiero que nadie sepa esto. Nadie debe saber que salimos juntos, será como un secreto entre tú y yo ¿comprendes?

– ¿Has reflexionado mucho en la villa? -preguntó él. Teresa titubeó:

– Por favor, no saques conclusiones demasiado egoístas (el muchacho parpadeó, confuso). No digas nada, te lo ruego. -Le puso el dedo en los labios-. ¿Sabes?, entre mis papeles he encontrado la carta que un amigo me escribió desde la cárcel, un estudiante. Si supieras lo que dice, cómo está escrita, me devolvió la tranquilidad… Somos unos cobardes, Manolo, eso es lo que yo creo, unos cobardes por no atrevemos nunca a hacer las cosas que están bien y que nos gustan. En la carta me hablaba de Mauricio.

Sombra querida, sin duda. Él había ya observado que Teresa, siempre que hacía referencia a cualquier prestigiosa sombra querida, bajaba los ojos con el fervor receptivo de una auténtica colegiala aplicada: su mundo fantasmal de afectos, simpatías y admiraciones era no sólo más vasto y generoso que el suyo sino también capaz de una solidaridad mítica, sospechosa de conjuro, y que anunciaba un peligro. Sólo más tarde, cuando ya estaban en el coche, que por cierto Teresa no conseguía poner en marcha -no había mentido al hablar de avería- él captó las nuevas señales, el fruto de las sesudas reflexiones de la niña durante aquellas veinticuatro horas en la villa, los pormenores triviales en apariencia pero que ya llevaban la etiqueta de lujo con el precio y la indicación expresa (murcianos: no tocar): “Eso de salir de incógnito es divertido, ¿verdad? -dijo Teresa-. De todos modos te presentaré a unos amigos que desean conocerte. Son estudiantes”. “Ah”. Y él comprendió que las cosas iban a complicarse sin remedio, y que era lógico, pues no podía pretender vivir con Teresa en una esfera de cristal, o como si este verano fuese’ realmente una dichosa isla perdida. Había pues que afrontar lo que viniera por ese lado y aun tratar de aprovecharlo, tanto más cuanto que por el otro, su propio terreno, el barrio, aquella terrible venganza carmelitana arreciaba; he aquí cómo acababa la historia de la última motocicleta apañada: al echar él una distraída mirada en derredor -cuando ya Teresa había logrado poner el Floride en marcha- para comprobar que la moto seguía en su sitio (“esta noche vendré por ella”) le pareció ver en su lugar, sentado en el bordillo, riéndose, burlándose de él, al mismísimo Cardenal… No era sino el padre de Maruja (que sin duda esperaba al coche que debía llevarle a Reus) pero él estuvo a punto de soltar un grito y hacer parar a Teresa. En cuanto a la Montesa, había desaparecido juntamente con el chaval de la camisa a cuadros.

Decididamente, hoy también se había levantado con el pie izquierdo. ¿Será posible tanta hijoputez? Más contrariedades, sobresaltos, pequeñas alarmas, a menudo llegaban como señales de tráfico advirtiendo la presencia de curvas y cruces: fue durante otra improvisada tarde de playa (una pequeña cala de Garraf, con merendero y parking, él y ella tumbados junto al esqueleto de una barca abandonada cuyas costillas roídas apuntaban al cielo) cuando se presentó inesperadamente la nueva señal en la persona de una sonriente muchacha con trenzas que corría hacia Teresa, quemándose las plantas de los pies, doblada, envuelta en una toalla roja (una auténtica S sobre el fondo amarillo de la arena: curva peligrosa) y que alcanzó a la universitaria cuando ésta se dirigía hacia el merendero. Primero había estado gritando su nombre hasta quedar casi afónica. Iba con un muchacho que se quedó atrás. Manolo, tumbado junto a la barca, vio como las dos amigas se abrazaban y se besaban. Dos o tres veces volvieron la cabeza para mirarle a él, sonriendo y cuchicheando: pensó que no iba a librarse de ser presentado, erróneamente (ellas sólo consideraban aquel torso perfecto, de movimientos rítmicos). La amiga de Teresa sonreía todo el rato, con su pequeña y morena cara de luna, y no se estaba quieta ni un momento, retorciéndose envuelta en su toalla. No podía oír lo que decían, pero sabía que hablaban en catalán (lo deducía por los graciosos morritos que ponía ahora Teresa, había aprendido a leer en ellos) y eso y las risas, cada vez más desatadas, bastaba para inquietarle. Confirmando sus sospechas, el viento le trajo la terrible palabra (xarnego) pronunciada por la amiga de Teresa, y luego su risa: aquel temible y sesudo sarcasmo catalán estaba de nuevo aquí, recelando, encarnado en esta chica alegre (qué misterio su sonrisa), como una amenaza. ¿Qué estarán hablando, por qué Teresa no me llama y me presenta? Le llegaron otras palabras sueltas, turbias interrogaciones: “¿trabaja?”, “¿vacaciones?”, “chica, ten cuidado”. Vio una armonía familiar entre ellas y el paisaje, intuyó una servidumbre de los elementos: el sol, ya en decadencia, rojo, brillaba justo en medio de las dos cabecitas alocadas, y su luz se descomponía en los rubios cabellos de Teresa, arrancándole blandos sueños de dignidad (algo llamado educación o progreso, o vida plena) y ternuras infinitas que habría que merecer con el esfuerzo de la inteligencia… En fin, eran catalanas las dos, bonitas y además ricas. Se despidieron con otro beso.

– ¿Quién es? -preguntó él cuando Teresa volvió.

– Leonor Fontalba, una amiga de la Facultad. Es muy simpática.

– ¿Por qué os reíais?

Teresa hizo una pirueta con las piernas al tenderse a su lado.

– Hablábamos de ti -dijo-. ¿Le molesta al señor? Leonor está pasando las vacaciones en Sitges. Se ha escapado con un amigo. Oye, por cierto, dice que esta noche estarán todos en el “Saint-Germain”. ¿Te gustaría conocerles? Podemos ir a tomar una copa. Te presentaré.

– ¿Quiénes son?

– Amigos.

– Pero ¿qué clase de amigos?

En el tono más natural del mundo, ella respondió:

– Estudiantes de izquierdas.

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