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– Y ¿nunca has tenido miedo? -le preguntó-. Eres una chica valiente.

– Manolo, ¿tienes el pasaporte en regla?

– ¿Por qué me lo preguntas? Claro que sí.

– Conviene estar preparado. Ya sabes: si tuvieras que largarte de pronto, pasar la frontera. No serías el primero.

– Chiquilla, qué cosas se te ocurren. Me moriría.

– ¿Cómo dices?

– Me moriría si tuviera que irme.

– No te entiendo…

Insistiendo sobre esa hipotética huida, Teresa, con un movimiento brusco, se ladeó sobre la toalla encarándose con él. Juntó las manos bajo la mejilla con gesto infantil, como una niña pequeña al acostarse, y miró a su amigo fijamente: “¿qué quieres decir?”. Sus ojos, que titilaban con una luz risueña, tropezaron con una inesperada mirada nostálgica del muchacho. El pálido sol de la tarde jugaba con unos granitos de arena pegados a su hombro pulido, arrancándoles brillos irisados. Viéndole así, tan de cerca (sus ojos bizqueaban un poco), Teresa pensó en el momento en que habían caminado hacia la orilla, después de desnudarse en el coche, ella siguiéndole a un par de metros y observando qué tal le sentaba el viejo slip, mirando su espalda esbelta, la línea firme de sus hombros, y pensando oscuramente: “la entrañable mosquita muerta se ha estremecido en, estos brazos, durante noches y más noches, mientras yo leía a la Beauvoir sobre ellos, en mi cuarto, sola.”. En la espalda oscura del muchacho, en su manera de caminar, le había parecido entonces captar la expresión muscular de ciertas locas esperanzas. Ahora él le apartaba los cabellos con la mano y Teresa bajó los ojos. La mano (era la mano herida, por supuesto) se posó luego en el cuello de la muchacha, presionando levemente en la nuca. El fino cuello de Teresa latía entre sus dedos como un pájaro asustado. “Eres muy bonita, y sentiría tener que escapar de repente, por lo que fuera, tener que dejarte. Ninguna coña de esas de la política será capaz de hacer que te olvide… (“Mal, lo estás haciendo mal, ignorante”, se dijo.) Se acercó más a ella y rozó sus labios calientes, entreabiertos, que dejaban ver unos dientes de leche. “Por favor, qué haces…”, murmuró Teresa con los ojos bajos. Parecía reflexionar intensamente, muy concentrada en sí misma: su disolución era eminente.

– Sabía que pasaría esto -añadió Teresa en un susurro-. Lo sabía… La vida es un asco.

– No digas tonterías.

– No digo tonterías. Y aunque me beses, te lo advierto, quítate de la cabeza la idea de acostarte conmigo. Yo soy muy franca, Manolo, todavía no me conoces. Ya tuve una experiencia y no pienso repetir.

– ¿Quién habla de eso? Conmigo no tienes nada que temer -fue la Ambigua respuesta de él.

– Nunca más ¿comprendes? -insistió Teresa, siempre con los ojos cerrados.

– Oye, si tuviera que irme de pronto, ¿me echarías de menos?

– ¿Si te pasara algo, quieres decir?

– Eso.

– Pues sí.

– ¿Por qué?

– Porque sí. No sé -suspiró-. Qué raro es todo esto ¿verdad? Tú y yo aquí, tan tranquilos, y hace un mes ni siquiera nos conocíamos… Qué extraño verano éste. Si en casa, si mis amigos supieran que salgo contigo… -Soltó una risita nerviosa y divertida-. Pero es cierto, chico, a qué tanto miedo de decir las cosas: sentiría mucho que te pasara algo.

– Pronto me olvidarías.

– ¿Yo, por qué?

– Eres muy joven, casi una niña, me olvidarías; te casarás con algún jilipollas…

– Olvidarte, es posible; la vida da muchas vueltas. Pero nunca me casaré con un jilipollas, por mucho dinero que tenga.

– Verás como sí.

– ¡Qué poco me conoces!

– Es lo normal. -Le acariciaba los cabellos, la línea suave de los hombros, la nuca-. Es tan fácil quererte, tan sencillo. Lo más sencillo del mundo. Eres bonita, inteligente…

– Pero ¿qué dices?

– Pues eso, que estás hecha para que te adoren (mal, muy mal, desgraciado, ¿qué te pasa?). Eres un ángel.

Sus cuerpos se tocaron. Teresa seguía con los ojos bajos.

– Por favor… No olvidemos que Maruja…

El aire calino temblaba sobre la arena, como si un vapor envolviera sus cuerpos, muy juntos. Teresa le miraba, y él se miraba en el pálido círculo de las pupilas transparentes y candorosas de la muchacha. Movidos por la brisa, los folletos publicitarios (¡Entre Ud. en el círculo decisivo con bañadores K!) revolotearon en torno a la aturdida cabeza del murciano. Teresa se incorporó de un salto, como si despertara.

– ¿Vienes al agua?

– Dentro de un rato…

– ¡Perezoso!

Y escapó corriendo hacia la orilla. Fue al volver: él había ya considerado la crueldad casi inhumana, por inaccesible, de cierta sugestión de las formas: la desdeñosa flexión de la cintura, la fugitiva y delirante vida de las nalgas, la extraña variedad de ternuras y abandonos que prometían aquellos tobillos un poco gruesos, aquel ritmo desganado y blando de las corvas; sabía también que estaba aprovechando muy mal el tiempo que hoy se le concedía y ninguna de las ventajas que brinda la proximidad, y aún pensaba que, tal vez, si nadando le ocurriera algo, un desvanecimiento, la sacaría en brazos del agua y la tendería mojada y vencida sobre la arena… Pero naturalmente las cosas no ocurrieron así: él se apoyaba en el codo y jugaba con las gafas de sol (desenterradas otra vez) mientras observaba atentamente a Teresa, que salía del agua; la vio pararse un momento en la orilla, ladearse y agitar sus rubios cabellos, atusando las graciosas mechas con los dedos. El sol centelleaba en su piel con destellos de cobre. Manolo se puso las gafas oscuras y se echó de bruces sobre la toalla. Entonces vio a Teresa venir directamente hacia él, despacio y pisando suavemente la arena, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, en una noche azul, y algo sustituyó el vapor que exhalaba la arena recalentada, algo parecido a jirones de niebla en un bosque; y en aquella prodigiosa noche azul o verde (¿no eran verdes los cristales de las gafas?) la veía avanzar hacia él como si la muchacha prosiguiera una marcha empezada en un lejano día aún no perdido en la memoria: era el mismo paso irreal, ingrávido, iniciado por la niña aquella noche que atravesó el claro del bosque bañado por la luna; era como si ya desde entonces viniera hacia él aquella amistad nacida en el trasfondo nebuloso y anhelante de un sueño, prolongándose ahora en los pasos lentos y medidos de Teresa. Y esta vez no pasó de largo, sino que llegó y se sentó junto a él. “¿No me besas?”, preguntó con voz tímida (en realidad dijo: “¿no te bañas?”, añadiendo: “¡Conque habías escondido mis gafas, ¿eh?!”) y se quedó allí, sus cabellos dejando caer gotas de luz sobre los hombros del murciano, a un palmo de su boca y con los muslos muy juntos sobre la toalla, igual que si presintiera la invisible amenaza, en una actitud casi consciente de auto-defensa. Pero ya sobre ella, más allá de su virginal cabeza, en lo alto del cielo, el fulgurante sol del deseo y la posesión (hermandad que mueve el mundo pijoapartesco) brillaba al fin con toda su violencia, y el muchacho, repentinamente, la cogió por los hombros y la tendió de espaldas, sin brusquedades pero con autoridad, mirándose en sus ojos profundos como el mar al mismo tiempo que murmuraba entre dientes algo que ella no entendió (le pareció sin embargo que se trataba de una de esas oscuras maldiciones dictadas por la virilidad en pleno vigor, la mismísima voz del sexo abriéndose paso entre remilgos y estrecheces de burguesita) preocupada corno estaba por el rápido descenso de la cabeza de él, que cubría ya por completo el sol. Podía, en verdad, volver el rostro a derecha o a izquierda (como un día hizo con sus ideas, se hubiese dicho de tener tiempo para alguna reflexión) pero no lo hizo, y dejó que él la besara largamente en los labios salados. Con sorpresa no menos deleitosa que la producida por esta boca que se afanaba sobre la suya, y a la que no podía dejar de seguir en sus atrevidas evoluciones, notó sobre su sexo el estómago de ébano, y con las mejillas arrebatadas, sintiendo crecer una repentina vida en los brazos levantó las manos y cogió con ellas la cabeza de Manolo, restregando sus cabellos con una ternura desesperada: sus primeros besos, lo mismo que sus primeros pasos por el resistencialismo universitario, fueron atrozmente desquiciados, fundamentalmente histéricos.

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