“Ahora es cuando empieza el baile”, se dijo mientras se inclinaba para recoger su vaso. Luego susurró al oído de la muchacha:
– ¿Quieres otro cuba-libre? No te muevas de aquí, vuelvo en seguida.
Ella sonrió con aire soñoliento:
– No tardes.
Mientras preparaba las bebidas concienzudamente, sin prisas -esperaba la llegada de los tres señoritos- calculó lo que le quedaba por hacer; se trataba de bien poco, en realidad: deshacerse de ellos, concertar una cita con Maruja para mañana y despedirse. Entonces oyó sus pasos.
– Oiga -dijo una voz nasal, con un leve temblor irónico-. ¿Hace el favor de decirnos quién es usted?
El intruso se volvió despacio, sosteniendo un vaso lleno hasta los bordes en cada mano. Sonreía francamente, arrojándoles al rostro, como una insolencia, la descarada evidencia de su calma. Y como dispuesto a dejar que resbalara sobre él, sin ningún efecto, una broma conocida, infantil y ridícula, cabeceó benévolamente y dijo:
– Me llamo Ricardo de Salvarrosa. ¿Ocurre algo?
El más joven de los tres, que llevaba un jersey blanco sobre los hombros y las mangas anudadas alrededor del cuello, soltó una risita. El Pijoaparte se puso repentinamente serio.
– ¿Encuentras algo gracioso en mi apellido, chaval?
Cerró los ojos con una fugaz e inesperada expresión de azaro. Al abrirlos de nuevo no pudo evitar una mirada a los vasos que sostenía en las manos con el aire de quien mira la causa por la cual renuncia a estrangular al que tiene enfrente. Quizá por eso, aún sin saber muy bien lo que quería dar a entender, nadie dudó de sus palabras cuando añadió:
– Tú tienes mejor suerte.
– Aquí no queremos escándalo, ¿comprendes? -dijo el otro.
– ¿Y quién lo quiere, amigo? -respondió él sin perder la calma.
– Bueno, a ver, ¿quién te ha invitado a esta verbena, con quién has venido?
Repentinamente, el joven del Sur compuso una expresión digna y levantó la cabeza con altivez. Acababa de descubrir, más allá de los muchachos, a una señora que le estaba mirando, de pie, con los brazos cruzados y una expresión fríamente solícita que disimulaba mal su inquietud. Debía de ser la dueña de la casa. Dispuesto a terminar cuanto antes, se adelantó muy decidido, pasó entre ellos. La cara volvió a iluminársele con una deslumbradora sonrisa de murciano, hizo una breve inclinación a la dama, y, con una calma y seguridad que subrayaba el juvenil encanto de sus rasgos, dijo:
– Señora, a sus pies. Soy Ricardo de Salvarrosa, seguramente conoce a mis padres. -La señora se quedó parada, evidentemente a pesar suyo, pero ello le valió gustar un poco más de aquella sorprendente galantería pijoapartesca-. Lamento no haber tenido el placer de serle presentado…
Habló de la verbena y de lo adecuado que resultaba el jardín para esa clase de fiestas, extendiéndose en consideraciones amables y divertidas acerca de la gran familia que todos formaban esa noche, pese a las caras nuevas, y acerca de la tranquilidad de un barrio residencial, la utilidad de las piscinas en verano, sus ventajas sobre la playa, etc. En su voz había una secreta arrogancia que a veces traicionaba su evidente esfuerzo por conseguir un tono respetuoso. Su acento era otra de las cosas que llamaba la atención; era un acento que a ratos.podía pasar por sudamericano, pero que, bien mirado, no consistía más que en una simple deformación del andaluz pasado por el tamiz de un catalán de suburbio -como una dulce caída de las vocales, una abundancia de eses y una ternura en los giros muy especial-, deformación puesta al servicio de un léxico con pretensiones frívolas a la moda, un abuso de adverbios que a él le sonaban bien aunque no supiera exactamente cómo colocar, y que confundía y utilizaba de manera imprevista y caprichosa pero siempre con respeto, con verdadera vocación dialogal, se diría incluso que con esa fe inquebrantable y conmovedora de algunos analfabetos en las virtudes redentoras de la cultura.
El rostro de la mujer no reflejó nada. Por supuesto, se empeñó en sostener la mirada del intruso, de aquel guapo impertinente cuyas ridículas palabras revelaban su origen, y la sostuvo largamente con la intención de fulminarle; pero no tuvo la precaución de medir las fuerzas en pugna ni la intensidad del recelo recíproco: el resultado fue desastroso para la buena señora (la única satisfacción que obtuvo -suponiendo que supiera apreciarla- fue advertir en alguna parte de su ser, que ella creía dormida, un leve estremecimiento que no experimentaba desde hacía años). Prefirió, con cierta precipitación, desviar los ojos hacia uno de los jóvenes:
– ¿Qué ocurre, hijo?
– Nada, mamá. Yo lo arreglo.
El Pijoaparte tuvo una idea.
– Señora -dijo con voz uncida de dignidad-, como se me está insultando, y con el fin de evitarle tan desagradable espectáculo, quisiera hablar con usted en su despacho.
Esta vez la mujer quedó atónita. Iba a decirle al chico que, naturalmente, no tenían nada que hablar en su despacho, y que además no lo tenía, pero ya él rumiaba una segunda idea:
– Está bien -dijo en un tono grave-. Me han pedido que guarde el secreto, no sé por qué, pero ha llegado el momento de hablar. -Hizo una pausa y añadió-: He venido con Teresa.
¿Qué le inducía a escudarse tras el nombre de aquella hermosa rubia, la amiga de Maruja? Ni él mismo lo sabía con exactitud; quizá porque tenía la esperanza de que la chica ya se hubiese ido, lo cual impediría o por lo menos retrasaría hasta mañana el conocimiento de la verdad. También porque acababa de recordar unas palabras que Maruja había pronunciado respecto a su amiga: “Teresa siempre nos viene con desconocidos”. De cualquier forma, era indudable que al invocar el nombre de Teresa había dado en ‘el clavo: se hizo un silencio. La señora sonrió, luego suspiró y levantó los ojos al cielo, como si quisiera ponerle por testigo. En seguida uno de los muchachos se echó a reír, cosa que él no esperaba. “La madre que parió a esa gente”, se dijo.
– ¿Quieres decir -preguntó uno de los señoritos- que ella te ha invitado?
– Eso.
– Lo habría jurado -exclamó el otro, mirando a sus amigos-. Su último descubrimiento político.
– ¿Y dónde se ha metido esa tonta? -preguntó el hijo de la casa-. ¿Dónde está Teresa?
– Con Luis. Han ido a acompañar a Nené. No puede tardar.
– Tere está cada día más loca -añadió el de la risa-. Completamente loca.
– Lo que es una mema y una cursi -terció el hijo de la casa.
– Carlos… -amonestó su madre.
– Se pasa de rosca. Que invite a quien le dé la gana, pero que avise, caray. Me va a oír.
– En fin, criaturas -concluyó la señora, notando aún sobre ella la devota mirada del murciano, que no había comprendido ni una sola palabra de lo que allí se hablaba.
Aclarada momentáneamente la cuestión (conocía a la hija de los Serrat, aquella liosa y descarada, y sabía que era muy capaz de presentarse con un gitano) la señora se despidió con una sonrisa aburrida y se encaminó hacia la casa. La fiesta terminaba. Ellos, indecisos, se alejaron lentamente hacia la pista de baile. Se oyó al hijo de la casa decir a sus amigos, en un triste tono de represalia:
– Cuando llegue esa estúpida, avisadme.
Maruja esperaba en el mismo sitio, inmóvil, pensativa, un tanto desconcertada: parecía una de esas infelices criaturas que en un momento determinado de sus vidas decidieron ser chicas formales, pero que ya en el presente, por razones que ellas no llegan a comprender del todo, el ser chicas formales empieza a no compensarlas en absoluto. Había en su rostro, en su sonrisa quizá, esa obstinación tristemente conmovedora y perfectamente inútil de los que aconsejan a ricos y pobres que se amen. Abandonándose temblorosa a los brazos del murciano, la chica transpiraba una especie de fatiga moral largo tiempo soportada, y que ahora la enardecía y la traicionaba: de aquella pretendida formalidad ya no quedaba más que la natural timidez y un dichoso aire de desamparo que el murciano no habría sabido determinar, pero que le resultaba decididamente familiar y le inquietaba, como si en él presintiera un peligro conocido.