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– No lo creo.

– ¿Por qué?

– No lo sé, pero no lo creo. Vamos a ver, ¿sólo porque trabaja en la Marítima y Terrestre?

– No sé donde trabaja, Maruja no supo decírmelo, ya sabes que ella no recuerda los nombres. Pero tenías que verle aquel día. Su mala leche es de las que no se olvidan, y su mirada tampoco, es de los tipos que tienen la cabeza bien puesta sobre los hombros. Tenía esa… gravedad, ese orgullo de clase, ¿comprendes?, algo que ni tú ni yo podremos tener nunca.

– Bah -hizo él-. Será del Felipe, o un anarquista, y eso aún habría que verlo. Les conozco. Son muy teatrales. Están llenos de buena voluntad, pero son unos inconscientes y carecen de método. Haz la prueba, habla un día con él, verás la confusión mental que tiene. Lo que pasa es que a ti te gusta porque está bien parido, y me parece muy bien, puñeta, pero dilo.

– Luis, te estás poniendo insoportable, de verdad.

El héroe despertó, se irguió, volvió a subir al pedestal:

– Bueno, no me hagas caso -murmuró con aquella voz uncida de dignidad, politizada a fondo-. Ya sabes que la maldita falta de unión me preocupa mucho. Les admiro a todos, en serio, comprendo que hacen lo que pueden. Sólo quería bromear un poco.

Teresa volvió a sentarse como antes, con las piernas cruzadas, una sandalia colgando de su pie, los ojos vaporosos clavados en su amigo. Se hizo un silencio molesto. Oíase gotear el tiempo, los segundos, como gotas de agua en un grifo mal cerrado. Cambio de tema: todavía arrastraron desganadamente algunas opiniones sobre sus últimas lecturas: Teresa estaba entusiasmada con una novela de Juan Goytisolo, “Duelo en el Paraíso” (“te lo prestaré, luego me lo recuerdas… Está en mi mesilla de noche”), y Luis habló de “Pido la paz y la palabra”, de Blas de Otero. Ella se sirvió otra ginebra. Ahora Luis divagaba sobre los problemas sexuales de la juventud española (un nuevo error, gravísimo esta vez) y había adelantado de nuevo el cuerpo, acompañando sus palabras con amplios gestos, la cabeza hundida sobre el pecho, como si sufriera el peso de las estrellas. Volvieron a discutir. Sus ojos parecían llamarse mutuamente, pero sus bocas seguían empeñadas en hablar y hablar de cosas que se sabían de memoria. Teresa llegó a tener la impresión, quizá por efecto del alcohol, de que otras personas se habían encarnado en ellos y se habían adueñado de su voluntad. Comprendió que nunca escaparían de esta especie de callejón sin salida a no ser que uno de los dos hiciera algo en seguida: por ejemplo, habría bastado que él cogiera su mano al pasarle la botella de gin, o que se le ocurriera ponerle la sandalia que ella había dejado caer de su pie, cualquier cosa que implicara proximidad física. Pero como él no parecía dispuesto a dar el primer paso, se decidió a darlo ella -ya enternecida con sus propios pensamientos, lamentando haber sido, quizás, un poco dura con el chico, que era tímido, como todos los héroes, y necesitaba ayuda en esta clase de batallas. Se levantó, sonriendo, y le quitó a Luis la botella de las manos.

– No pienso dejar que te emborraches, ¿lo oyes? -dijo, y aprovechó para despeinarle la cabeza con la mano, una, dos, tres vetees, apretando su vientre al hombro izquierdo de él. Al mismo tiempo, notando con cierta angustia la disonancia que había entre sus palabras y el gesto de su mano (como una música que no se acoplara a las evoluciones de un ballet), dijo para atenuar el atrevimiento de lo que estaba haciendo-: Hay que reconocer, Luis, que en este país está todo por hacer. Y tú no puedes lograr que todo cambie de la noche a la mañana. Ni aún sacrificando lo mejor de nuestra juventud lograremos que el curso de la…

Cuando le pareció que él se disponía a levantarse, dio media vuelta y se dirigió a su dormitorio para dejar allí la botella de gin. Las piernas empezaron a temblarle cuando oyó los pasos de él a su espalda. Y, al volverse simulando una sorpresa, se sintió ya en sus brazos.

Aunque ahora todo eso pudiera parecerle grotesco, a causa sobre todo de la peculiar naturaleza de hombre-dios que irradiaba Luis Trías de Giralt, era un largo y difícil camino (y equivocado, según amargamente acababa de comprobar) el que la muchacha había recorrido para llegar hasta aquí. Teresa Serrat era, y hay que decirlo en serio, una de aquellas determinadas y vehementes universitarias que algún día de aquellos años decidieron que la chica que a los veinte no sabe de varón, no sabrá nunca de nada. Y hay que otorgar a tal convicción el mérito que comporta en cuanto a fidelidad y entrega a una idea, a generosidad juvenil y a disposición afectiva (que naturalmente sería maltratada, teniendo en cuenta el país y lo poco consecuentes que todos somos con nuestras ideas). Pero si alguien, incluso alguien cuya solidez mental impresionara vivamente a Teresa (por ejemplo el propio Luis, que la había tenido hechizada hasta hoy) le hubiese hecho ver que su solidaridad para con cierta ideología, toda su actividad desplegada dentro y fuera de la Universidad en organizar y conducir manifestaciones, y sobre todo su destacada participación en los famosos hechos de octubre, no eran en realidad más que la expresión desviada de un profundo, soterrado deseo de encontrarse en los brazos del héroe en una noche como ésta y convertirse en una mujer de su tiempo, por supuesto que ella no le habría creído. Ni siquiera comprendido. Sin embargo, así era: inconsciente y laboriosa preparación para que le extirparan de una vez por todas un complejo, operación a la cual ella decía siempre que, en el fondo, una debería someterse con la misma tranquila indiferencia con que se somete a una operación de apendicitis: porque es un órgano inútil y molesto que sólo trae complicaciones. Y aunque tampoco había que olvidar cierta natural disposición (Maruja lo había definido de una manera vulgar pero harto expresiva: “La señorita va hoy muy movida”), aquellos imperativos mentales predominaban sobre los físicos, dicho sea en honor a la inocencia y a la acosada castidad de nuestras jóvenes universitarias.

Por eso -por pura camaradería, diría ella más adelante, en una deliciosa y casi perfecta síntesis- Teresita Serrat se dejaba llevar ahora al sacrificio, sin fuerzas y un tanto perpleja al descubrir que también el héroe temblaba. Él, quizá para quitarle solemnidad al momento, residuos de una mutua educación burguesa que nunca maldecirían lo bastante, bostezó con una mediocre imitación de seguridad mientras la llevaba a la cama cogida de la cintura. Ella dijo todavía algo acerca de un estudiante encarcelado (quién iba a decir que el pobre serviría a la noble causa del mañana incluso en esta alcoba) con una voz miserablemente falsa… Nada: notaron en seguida la falta de cierto ritual, la necesidad de un fuego sagrado -comprendieron entonces el por qué de ciertas ceremonias aparentemente inútiles… De todos modos tampoco habría servido de nada. Pues ya en los primeros abrazos, todavía vestidos y de pie, ella adivinó que iba a compartir la cama infructuosamente; ahora no hubiese querido a nadie concreto, ni a Luis ni a fulano ni a mengano, sino simplemente a un ser despersonalizado, -sin rostro, un simple peso dulce y extraño que ella había soñado, mejor el de alguien que también militara en la causa común, por supuesto, pero casi desconocido, sólo un cuerpo vigoroso, un jadeo en la sombra, unas palabras de amor, un cariño por su pelo, nada más, no pedía nada más; y en cuanto al acto en sí, una conciencia borrosa del mismo, como soñada, sin vivirla plenamente en la realidad, sin dolor: una auténtica operación de apendicitis. Paradójicamente, su sueño se parecía un poco al de aquella princesa solterona del chiste que en tiempo de guerra aguarda, secretamente ilusionada, que el palacio sea tomado a la fuerza por soldados sin rostro del ejército invasor. Pero la realidad es que esta cama nada tenía de la funcional acogida narcótica del quirófano ni de la excusable vulnerabilidad de ciertos palacios, y ella se encontraba ahora tendida de lado -todavía vestida- y en plena lucidez junto a alguien huidizo pero muy concreto, alguien que al parecer no iba a tener siquiera tiempo de desnudarse, Luis Trías de Giralt, el caudillo soñado, el cirujano escogido, ahora sudoroso, tembloroso, asustado, Maruja, asustado, increíblemente torpe y agarrotado, Manolo, agarrotado -¡Señor, quién lo hubiera dicho!- y al fin delicuescente.

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