Los dos estaban inmóviles, guardando una distancia de tres metros. Luis no se atrevía a dar un paso, era evidente. Encendió un pitillo, bramando casi: “¿Quieres uno? Son muy buenos (lamentable: sabes que son horribles) son rusos auténticos (peor aún: mal momento para evocar tu provervial solidaridad) Jacinto me trajo unas cajetillas del último Festival de la Jeuneusse de… (déjalo ya, anda, cállate)” y empezó a fumarlo nerviosamente y como a escondidas, dando manotazos al humo que se quedaba flotando denso y pesado bajo la única luz encendida de la terraza, sobre su cabeza. Teresa, observándole, confirmó su idea recién estrenada de que estaba delante de un bluff. El legendario caudillo seguía empeñado en vivir la prosa de la Vida sólo a medias, como si aquellas fuesen actividades poco dignas de su alto magisterio: bailar, nadar, hacer el amor, e incluso, como ahora demostraba, fumar; aspiraba el humo del cigarrillo sin tragarlo y lo dejaba medio saliéndose de la boca, derramándose sobre los labios como una espuma repelente y Teresa descubrió que siempre había dudado de la moral de las personas que al fumar no se tragan el humo.
– Será mejor que te vayas, Luis -dijo bajando los ojos. Hubiese querido añadir: “Después de lo ocurrido, ya sólo nos une lo que está por encima de nuestros sentimientos y de nuestros intereses personales”, pero le sonaba a cosa demasiado solemne habida cuenta la vulgaridad de la situación. Era una bonita frase, sin embargo, y le hubiese gustado poderla decir. La registró en su mente. Racionalista como era, ahora se daba perfecta cuenta, además, de que incluso la simple proximidad física de ellos dos se había hecho imposible; a causa de cierta excitación imaginativa y largamente acariciada, que les había abocado a esta penosa situación de ahora, quién lo hubiera dicho, hoy habían pasado una tarde maravillosa, pero era preciso reconocer que sus relaciones, desde hacía algún tiempo, se habían ido espesando con una insoportable y extraña significación, una carga eléctrica que amenazaba fulminarles en cualquier momento: los sentimientos y los deseos eran mutuamente y constantemente revisados, desmenuzados, analizados y valorados según un concepto de la vida que, desgraciadamente y por mucho que ellos se empeñaran en negarlo con acentos proféticos, no estaba aún en vigor y en consecuencia no guardaba relación ninguna con la realidad de su clase (“tienes que reconocerlo, Luis, izquierdoso burgués, amigo mío”). Así, con el tiempo, descubrieron que entre ellos se había producido justamente lo contrario de lo que sus ideas de vanguardia parecían preconizar: una situación atrozmente conyugal, cuya rapidez en presentarse ni siquiera les había dado tiempo a vencer ciertas inhibiciones sexuales, residuos respetables de su educación, y cualquier gesto, cualquier palabra, cualquier insignificante mirada o acto (el de fumar uno de aquellos dichosos pitillos rusos, por ejemplo) que llevara todavía el germen simbólico de todo aquello que siempre les había unido, se hinchaba de una irritante significación inútil y crecía ante sus ojos y se convertía en un monstruo con vida propia, con movimientos y sentido independiente, destrozando aquellos vínculos sentimentales que ellos, basándose en una sagrada solidaridad, habían querido elevar a la categoría de pasionales.
Ahora, Teresa le daba de nuevo la espalda y estaba muy atenta al silencio de la noche; aún pretendía captar el eco de la motocicleta del murciano, mientras la canción del transistor, desde una estremecida lejanía, desde cielos más placenteros, también confesaba:
… me dijo que la noche
guardaba entre sus sombras
el eco de otros besos…
Por su parte Luis Trías interpretó el gesto de ella como una clara señal de despedida, y decidió que había llegado el momento de marcharse -sólo años después sabría que aún pudo intentarlo otra vez y con posibilidades de éxito, de haberse atrevido a abrazarla-. Por alguna razón, en medio de su secreta tristeza y su impotencia por arreglar las cosas, se le apareció de pronto en el cielo nocturno el rostro burlón y ratonil de su amigo el chulito del barrio chino, sonriéndole sobre un fondo tapizado de rojo granate.
– Bueno, Tere, me voy -dijo-. Puede que tus padres regresen esta misma noche… Efectivamente, creo que hemos bebido demasiado, son cosas que pasan, qué quieres, por otra parte no tiene nada de particular… es un fenómeno bien conocido (¿y si citara a Freud?) La próxima vez… (no habrá próxima vez, no la habrá, lo sabes muy bien). ¿Te veremos mañana en Lloret… o en Barcelona?
Luis veraneaba con su familia en Lloret, y a veces Teresa cogía el coche y le devolvía la visita; de paso saludaba a algunos amigos, también estudiantes, que allí formaban colonia. Otras veces se citaban ella y el muchacho en Barcelona. Pero ahora…
– Adiós.
Minutos después, al fin sola, Teresa oía el Seat 600 de Luis poniéndose en marcha ante la entrada principal. Cerró los ojos. Entonces, repentinamente, se cubrió la cara con las manos para ahogar una oleada de no sabía qué (tu llanto, Teresita, tu risa-llanto de femme-enfant, le había dicho Luis una vez, en una carta escrita desde la cárcel) que le subía por el pecho y la quemaba: acababa de darse cuenta, horrorizada, que en realidad había estado esperando que él se quedara y lo probara otra vez.
– ¡Vete, vete, estúpido puerco! -gritó mentalmente, y entró corriendo en el dormitorio arrojándose sobre la cama.
No podía dormir. Ponerse ahora a analizar lo que había pasado, admitir su parte de culpa en lo ocurrido, no le resultaba tarea fácil. Optó, como siempre, por buscar una explicación lo más objetiva posible y que al mismo tiempo dejara a salvo ciertas convicciones ideológicas que estaban muy por encima de ella y de Luis, de sus pequeñas mutuas porquerías. Recordando lo que habían hecho durante el día, le pareció que aquel germen nefasto que acabaría estropeándolo todo se había ya revelado a última hora de la tarde, en el momento en que ella, en el embarcadero, estaba soltando la amarra del fueraborda. Luis le hablaba precisamente de Maruja, de lo guapa y reservada (eso fue lo que dijo) que se había vuelto desde que tenía novio; fue cuando de pronto, sin que hubiese mediado entre ellos una sola palabra al respecto, coincidieron alegremente en invitar a la criada.
– Precisamente pensaba decírtelo -exclamó Luis saltando a la embarcación-. Es una excelente idea.
– Se aburre tanto, la pobre -dijo Teresa-. Se pondrá contenta. Voy a buscarla.
– Te espero.
Los dos estaban encantados con la idea. Desde por la mañana, cuando habían sabido que los padres de Teresa se ausentarían de la villa aquella noche, al quedarse solos sus silencios se habían cargado de una extraña pesadez. En realidad, invitaban a Maruja por efecto de una necesaria expansión nerviosa; necesitaban expresarse a través de una tercera persona y nadie mejor para el caso que Maruja, ya que ella les permitía transmitirse mutuamente su deseo gracias a una especie de fluido que para ellos desprendía la muchacha: el de sus noches de amor con el murciano, sus relaciones íntimas, que conocían desde que Teresa descubrió el verano pasado, y que envidiaban secretamente y admiraban.
Teresa regresó al embarcadero al poco rato diciendo que Maruja venía en seguida; estaba terminando de arreglar el cuarto de Luis, precisamente, por si quería quedarse aquella noche. Añadió que le había regalado a Maruja unos pantalones y unas sandalias un poco pasadas de moda pero nuevas, y que la chica estaba tan mona con ellas y que era un encanto. Fue el momento -y ahora, al recordarlo, Teresa comprendió que no había sido casual- en que se dieron el primer beso. Estaban dentro de la embarcación esperando a Maruja. La tarde, despejada de nubes por completo, aunque ya muy avanzada, era calurosa y su luz permanecía en suspenso. Un sol rojo y sin fuerza daba de lleno en los peldaños cavados en la roca que bajaban hasta el embarcadero, y por los cuales debía aparecer Maruja. Los dos vieron perfectamente la caída de la muchacha, una caída en verdad tonta -se le atravesó una de las sandalias y tropezó- y que de haberse producido en otro sitio menos peligroso, en el embarcadero, por ejemplo, habría provocado su risa. Bajaba corriendo, casi con desesperación -sin duda temía haberles hecho esperar demasiado- y les saludaba con la mano en alto, en un gesto algo cursi (“¡yuju, yuju!”, decía) cuando, de pronto, sus piernas y sus pies desnudos (las levísimas sandalias fue lo primero en salir disparado) se agitaron un momento en el aire, frenéticamente, como si pataleara, antes de oírse claramente el golpe de su cabeza en el último peldaño. Ellos, desde el fuera-borda, dejaron escapar un grito de sorpresa. Saltaron a tierra y corrieron hacia la muchacha. Maruja se quedó tendida (unos segundos, una inmovilidad alarmante) el tiempo justo de llegar Luis hasta ella, y luego se incorporó precipitadamente. Se reía avergonzada, frotándose la cabeza (“¡qué tonta soy, señorita!”) la pobre, pensaba ahora Teresa, y arrastraba sus ojos por la escalera buscando sus sandalias, estaba tan contenta con ellas.