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Era, en cierto modo, como una de esas mentiras que, debido a la confusa naturaleza moral del mundo en que vivimos, pueden pasar perfectamente por verdades al sustituir, por imperativos de la imaginación, mentiras aún peores. Manolo Reyes, o era hijo del marqués, o era, como Dios, hijo de sí mismo; pero no podía ser otra cosa, ni siquiera inglés.

Cuando, para ayudar con algún dinero a su madre, se hizo maletero en la estación y ocasional guía turístico de Ronda, esmerándose todo lo que pudo en la presencia y en el trato, sus compañeros empezaron a llamarle el “Marqués”. El apodos discutible o no, obtuvo la aprobación general. Nadie supo jamás que él había sido el creador de su propio apodo, ni tampoco las astucias que desplegó para divulgarlo. Manolo estaba muy lejos de considerarlo como su primer éxito profesional -puesto que la naturaleza de esta profesión era algo que no estaba todavía claro en el horizonte de sus proyectos- pero pudo saborear por vez primera su poder. No tardó, sin embargo, en descubrir que todo esto eran balbuceos sin utilidad ninguna de orden inmediato, y que había que esperar.

Aquellos fueron, en realidad, sus únicos juguetes de la infancia, juguetes que nunca había de romper ni relegar al cuarto de los trastos viejos. El chico creció guapo y despierto, con una rara disposición para la mentira y la ternura. Su madre le obligó a ir a clases nocturnas y aprendió a leer y a escribir. Tenía un hermanastro, mayor que él, que trabajaba en los campos de algodón y que años después emigraría a Barcelona. De su madre recordaría sobre todo sus manos húmedas, siempre húmedas, rojas y tiernas (desde que tuvo uso de razón, su idea de la servidumbre y de la dependencia estuvo representada por aquellas manos mustias y viscosas que le vestían y le desnudaban: eran como dos olorosos filetes de carne, no exactamente desprovistos de vida, de atenciones, sino de calor y de alegría). La quiso mucho hasta que ella se lió con un hombre, y sufrió pensando que no podía sacarla de la miseria. De su diario trato con el hambre le quedó una luz animal en los ojos y una especial manera de ladear la cabeza que sólo los imbéciles confundían con la sumisión. Muy pronto conoció de la miseria su verdad más arrogante y más útil: que no es posible librarse de ella sin riesgo de la propia vida. Así, desde niño necesitó la mentira lo mismo que el pan y el aire que respiraba. Tenía la fea costumbre de escupir a menudo; sin embargo, si se le observaba detenidamente, se notaba en su manera de hacerlo (los ojos repentinamente fijos en un punto de horizonte, un total desinterés por el salivazo y por el sitio donde iba a parar, una íntima y secreta impaciencia en la mirada) esa resolución firme e irrevocable, hija de la rabia, que a menudo inmoviliza el gesto de campesinos a punto de emigrar y de algunos muchachos de provincias que ya han decidido huir algún día hacia las grandes ciudades.

El día que, silbando y con las manos en los bolsillos, se acercó a la “roulotte” de los Moreau para ofrecer sus servicios almo guía y, al mismo tiempo, advertirles que si se instalaban en las afueras de la ciudad tuviesen cuidado de quincalleros y vagabundos, Manolo Reyes era todavía el hijo del marqués de Salvatierra; pero ya no lo era una semana más tarde, o más exactamente, ya no le interesaba: una semana más tarde, por degradante que el cambio pueda parecer en relación con un marquesado, Manolo Reyes era estudiante en París, huésped y futuro yerno de los Moreau. Un “charmant petit andalou”, diría madame. Tenía entonces once años, su hermanastro iba a casarse en Barcelona, su madre había recibido una carta y una fotografía donde se veía el Monte Carmelo. El hijo mayor había triunfado: “… me caso con una malagueña que tiene un padre que tiene un negocio de bicicletas ahí donde la cruz del retrato que te mando, madre…” decía la carta que Manolo leyó en voz alta para ella, pero sin prestar demasiada atención. Su pensamiento se iba con los turistas que habían llegado en la “roulotte”.

Los Moreau fueron instantáneamente subyugados por el encanto de Ronda y del muchacho. El Tajo y el Puente Nuevo, la simpatía y los ojos negros de Manolo, la plaza de toros con su aire eclesiástico y la Casa del Rey Moro les retuvieron en la ciudad durante una semana. Manolo se pasaba el día con ellos, acompañándoles a todas partes y divirtiéndoles con historias relativas a su experiencia de guía, la mayoría de ellas falsas. Todas las mañanas iba a buscarles a la “roulotte”, se ocupaba de echar el correo al buzón, de comprar la comida, de llevar la ropa a lavar, etc. Un día que le invitaron a comer en la “roulotte”, les contó la historia de su nacimiento teniendo buen cuidado de dejar en emocionado suspenso la posibilidad de su verdadero origen. Fue entonces cuando (lo recordaría siempre: él miraba a la hija de los Moreau sentada en la hierba, tomando el sol con la falda recogida sobre las rodillas, y la tarde era desapacible, con viento y largos jirones de nubes blancas corriendo veloces a esconderse tras los montes) cuando madame Moreau, mientras le ofrecía una taza de nescafé, le preguntó por vez primera si le gustaría ir con ellos a París, estudiar y ser alguien en la vida. El chico bajó los ojos y no dijo nada. Otro día, viendo a unos niños desarrapados que jugaban en la calle, madame Moreau se entristeció repentinamente y volvió a hacerle a Manolo la misma pregunta: era una pregunta que, en realidad, a madame le salía no para obtener una respuesta -cualquiera que fuese, no le interesaba demasiado- sino para dar forma, de alguna manera especial difícil de determinar, a su egoísmo, por expansión nerviosa. Pero esta vez, “le petit andalou” respondió con una voz extraña: “Lo pensaré” -y, por supuesto, madame ni le oyó.

Por las noches, sin que le vieran, el niño se sentaba en una piedra a cierta distancia de la “roulotte” y se pasaba allí largas horas con el mentón apoyado en las manos, mirando fijamente a través de sus largas y hermosas pestañas la luz que a veces se encendía en la ventanita. Tampoco se cansaba de mirar el coche: la espesa capa de barro seco que cubría sus costados tenía, a la luz de la luna, la alegría senil y resignada de las arrugas venerables y de las cicatrices gloriosas, recuerdos de lejanos caminos, carreteras desconocidas, luminosas playas y ciudades inmensas, maravillosos lugares donde el muchacho nunca había estado.

La víspera de la partida de los Moreau se bebió mucho vino y madame, repentinamente excitada por no se sabe qué vastedad de roces emotivos con la vida, empezó a manosear a Manolo y a cubrirle el rostro de besos. Además decidió, de acuerdo con su marido -que apenas si conseguía hacerse entender, aunque no menos que de costumbre: era un hombre taciturno, alto, de voz cavernosa y pocas palabras- llevarse al muchacho a París. En medio de risas y de brindis, madame Moreau hizo que su hija y el chico sellaran su eterna amistad con un beso: flotaba en la atmósfera una vaga idea de diversión, cuya naturaleza no estaba muy clara pero que debe ser familiar a los turistas a la hora del regreso y las despedidas, esos pequeños orgasmos del corazón que sólo esconden negligencia y falso afecto, y contra lo cual el muchacho, falto de experiencia, se hallaba todavía indefenso.

Según una técnica infantil muy simple y eficaz que nace generalmente con las primeras licencias maternas a la escapada callejera arrancadas con esfuerzo, y que consiste en cambiar de tema de conversación una vez obtenido el permiso, Manolo, optando por dejar en el aire (antes de que los Moreau se arrepintieran) la cuestión de su viaje a París, empezó a hablar de su hermano mayor, casado en Barcelona, y dueño de un próspero negocio. Luego, de pronto, se levantó, dio las gracias, dijo hasta mañana y se fue.

Llevaba media hora sentado en la piedra, tras unos matorrales, cuando vio salir de la “roulotte” a la hija de los Moreau. Sus padres dormían. La luz de la ventanita se había apagado hacía un buen rato y el silencio de la noche era absoluto. La francesita llevaba un pijama de seda que relucía a la luz de la luna con calidades de metal. Ante ella se abría un claro del bosque y la muchacha empezó a cruzarlo con paso lento, como caminando en sueños, en dirección a los matorrales tras los que él se escondía. Envuelta en aquella luz astral, que tendía a diluir sus contornos a causa de los fulgores que arrancaba a la seda que cubría su cuerpo, y que parecía transformar su imagen concreta en un pura quimera o en una evocación de sí misma, la niña avanzaba indiferente, ingrávida y totalmente ajena al tierno y desvalido sueño que, semejante a un polvillo luminoso, sus pies desnudos levantaban del suelo a cada paso ante los asombrados ojos del niño. Manolo la vio acercarse a él como si realmente fuese a su encuentro, buscándole sin conocerle, escribiendo su nombre a cada paso, como si aquella cita ya hubiese sido decidida desde el principio de los tiempos, como si el claro iluminado del bosque que ahora la niña atravesaba no fuese sino la última etapa de un largo camino que siempre, aún sin saberlo ella, la había llevado hacia aquí, ajena al mundo, a sus padres, a su hermoso y próspero país y a su propio destino. No parecía saber que estaba sola, ni siquiera que podía existir la soledad; a los ojos del niño iba llena de vida y era portadora de la luz. Pero, de pronto, al llegar a unos metros de donde él estaba, la muchacha se desvió inesperadamente hacia la derecha y se internó por el bosque en dirección a un lugar cuajado de tomillo (que el refinamiento de madame Moreau, previniendo la urgencia de ciertas necesidades, había escogido como el más idóneo) y el niño, al fin, comprendió.

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