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Al día siguiente por la mañana, cuando regresé a mi casa, vi un mogollón de gente delante de mi puerta: porteras, vecinos, gilipollas, jubilados en bata, majaras. No hacía mucho que me había levantado y aún estaba pagando la velada, y ver ese motín frente a mi casa me dejó hecho polvo. Me tambaleé bajo el sol de mediodía y, en el momento en que empujaba la puerta del jardín, un tipo de uniforme se abrió camino entre el personal y vino hacia mí. Mi primera idea fue la de huir, pero en lugar de hacerlo busqué mis papeles y se los tendí al chorbo.

– Me llamo Phillippe Djian -le dije-. Espero que todo esté en regla.

Ni siquiera miró mis papeles, era un tipo joven y fornido y llevaba una llave inglesa en la mano. Nunca había visto que un tipo sudara tanto, estaba empapado de pies a cabeza.

– Ya está arreglado -me explicó-. Una de sus canalizaciones se rompió y no había forma de encontrar la llave de paso. Nos hemos regado un poco.

– Lo siento, creía que era un policía.

– No. También nos ocupamos de las inundaciones -dijo.

En aquel preciso instante mi cerebro se paralizó, como si el individuo me hubiera dado un latigazo en la columna vertebral ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Qué me está diciendo? El tipo se largó cuando yo aún estaba bajo los efectos del golpe. A continuación, todos aquellos chalados se volvieron hacia mí con una amplia sonrisa en sus bocas. Les indiqué la salida:

– Bueno, ya vale, fuera. Aquí no hay nada que ver. Mañana podrán leerlo en los periódicos.

Entré y les cerré la puerta en las narices. Había un verdadero lago en el pasillo, más de dos centímetros de agua, y los reflejos bailaban en las paredes e iluminaban el techo. No era una pesadilla ni una visión provocada por la falta de sueño, era el tipo de mierda que puede hacer que uno envejezca diez años en un par de días. Aparte un ligero goteo, la casa estaba silenciosa. Era casi inquietante.

– ¿Nina? -llamé.

Nada. Chapoteé dando un rodeo por la cocina y la encontré en la otra habitación, en mi sillón, con las piernas alzadas y la cabeza inclinada hacia delante. Estaba también empapada y yo adopté una voz indiferente:

– No pasa nada -dije-. Hay gente que se encuentra con tres metros de agua en su casa durante las inundaciones.

– Vale, todo para ti.

– Sí, y espero por su bien que sus mujeres tengan los nervios sólidos.

Me dirigió una mirada feroz:

– Tengo la impresión de que desapareciste en el momento oportuno, ¿eh? Estaba sola cuando esa jodida cosa me estalló en plena cara. ¿Lo sabes?

No le contesté nada, trataba de imaginar un sistema para evacuar toda esa maldita agua: llenar botellas, prender fuego o meterse en la cama y esperar. Pero ella insistió:

– ¡Estoy sola en este jodido apartamento desde hace tres días!

– Oye, mira -le dije-, no te hagas mala sangre. Es mi novela la que me hace esto, tú ya sabes que me pasa…

– Ja, ja -lanzó ella-, ¡tendría que estar loca para tragar cosas así!

– Oye, hay cosas más urgentes que hacer, que empezar a pelearos, me parece.

Avancé por la habitación, comprobé discretamente que mi novela no había volado, y me quité los zapatos.

Toda esa mierda nos ocupó buena parte de la tarde, y a medida que pasaba el tiempo Nina se iba relajando. Sé ser realmente amable cuando me lo propongo, lo hago con una facilidad suprema y al final casi nos parecía divertido eso de frotar y enjugar codo a codo. Estaba bien eso de quitar agua juntos; yo le explicaba tonterías, le encendía cigarrillos e incluso hice una escapada hasta la tienda del barrio para comprarle helados y un palo de regaliz. Era una chica muy guapa, no había tenido a menudo chicas así, y para ser franco, nunca había tenido una así. Me jodería mucho per. derla, pensé, pero qué hacer, cómo atravesar ese océano de escollos.

Afortunadamente, el sol inundaba toda la habitación; me dije que aquello iba a secar rápidamente; me dije que tendríamos justo el tiempo de ir a hacer unas cuantas compras y de regresara comer tranquilamente los dos, oyendo buena música. Pero se produjo un contratiempo. Estaba exprimiendo mi última toalla y ella estaba agachada delante de mí, de espaldas. Llevaba esa especie de pantalones indios, muy anchos, que un rayo de sol atraviesa con toda facilidad. Adelanté una mano entre sus piernas y atrapé su sexo a través del tejido. Como que no me mandó a hacer puñetas, deslicé hacia abajo el elástico de su pantalón y pude darle gusto a la mirada con toda tranquilidad. A continuación, metí mi bíceps entre sus nalgas y lancé una mano por debajo suyo para atraparle las tetas. Estaba a gusto. Sentía que sus labios mayores se abrían al contacto de mi brazo. Era realmente genial. Al cabo de un rato nos quedamos medio dormidos y las sombras se estiraron en la habitación. Me levanté mirando el cielo rojo por la ventana, y puse proa a la cocina para ver si podía confeccionar alguna cosa un poco comestible. Puse cerveza en una bandeja, tomates, queso, cinco o seis yogures y una bolsa de pan de molde. De paso cogí unos cubiertos, y el banquete quedó listo.

Dormía. Me incliné sobre ella. Estaba realmente dormida. Descolgué el teléfono y me instalé en un sillón. Estaba sentado exactamente delante del espejo y veía a un tipo bañado por una luz dorada que rompía, con un golpe seco, una bolsita de azúcar. A veces me quiero a mí mismo, a veces no me aguanto, pero ahora me veía mal, así que me acerqué y me miré a los ojos. Al cabo de cinco minutos dejé de reconocer ese rostro y volví a sentarme para comer. Habría sido necesario algo bastante más increíble para quitarme el apetito.

Había un ambiente espléndido cuando me senté a mi máquina, nada más que una luz rara y un silencio tenso. En esos momentos es cuando soy el mejor, todo lo que sale de mi mente está cincelado con finura, es transparente como una fuente y duro como la piedra; estoy a dos dedos de que me broten diamantes y se desparramen por toda la habitación, y eso es lo que explica mi estilo, esa curiosa mezcla de pureza y de intensidad. Quince años de trabajo encarnizado, tíos.

Durante varios días la cosa fue bien, trabajé como un condenado y logré alinear unas cincuenta páginas que no estaban mal. Me había pasado todas las noches soldado a mi silla, esperando derrumbarme de puro cansancio al amanecer, a veces pasablemente achispado, y con los ojos hinchados por los cigarrillos. Nada me detenía, me llevaba una libreta cuando iba a cagar, y comía bocadillos. Nina iba y venía, entraba y salía. A veces me sobresaltaba cuando creía que estaba fuera o le hablaba cuando se había ido a dar no sé qué insoportable paseo en plena tarde, preferente por el lado de la calle achicharrado por el sol. Yo sentía que ella estaba nerviosa, pero hacía como si no me enterara; casi nada podía afectarme en aquellos momentos, lo siento, no podía remediarlo. Sentía que las cosas se degradaban lentamente, pero miraba hacia otra parte. No quería pensar en ello.

Sin embargo, me gusta escribir en un ambiente sexual, me gusta que ella se levante a las tres de la madrugada para ir a buscar un vaso de agua y magrearla al paso, me gusta que una sábana se deslice bajo un rayo de luna y deje al descubierto un brazo o un muslo plateado, me gusta que venga a chupármela en medio de un capítulo y que la máquina siga ronroneando mientras nos deslizamos bajo la mesa, me gusta volver al trabajo con la mente liberada de todas esas porquerías, me gusta que venga a darme masaje en la nuca y que se quede en silencio, me gusta que se arregle las uñas, me gustan sus uñas, me gusta eso de escribir con una mujer cerca, con una mujer que esté al alcance de mi voz. Pero ¿cómo hacerle entender que era su presencia lo que contaba por encima de todo lo demás? ¿Cómo hacerle entender que no me encontraba en mi estado normal? ¿Cómo acabar con todas esas mierdas que nos complican la existencia? ¿Cómo podía montármelo para escribir y vivir con una mujer? Sobre todo, con ese tipo de mujer henchida de luz y en su mejor momento de forma. Necesitaba realizar un tremendo esfuerzo para no pensar en esas cosas. Y me tomaba por un tipo valeroso, cuando en realidad no era más que un pobre gilipollas hipócrita inclinado sobre sus hojitas de papel. No era hermoso verme. Yo era un auténtico fantasma.

Ni siquiera presté atención cuando vino el fontanero y me lo encontré estirado en mi cuarto de baño. También volvieron una mañana los dos maderos; seguían buscando a Cecilia pero esta vez apenas entreabrí la puerta. Estaba dispuesto a cerrársela en las narices con todas mis fuerzas pero aquellos dos mamones no insistieron, me pareció que no estaban tan en forma como la última vez. Ni siquiera contestaba al teléfono, no quería hablar con nadie, y la única visita que recibí fue la de Yan, que vino una noche para ver si no me había muerto.

Todo el personal que estaba un poco al corriente evitaba mi compañía cuando pasaba por un período de este tipo, no tenían ningunas ganas de encontrarse con un chalado incapaz de interesarse por nada de nada, con la mirada fija como una especie de tarado. Pero no era el caso de Yan. Yan nunca iba a abandonarme, y ésa es la razón por la que a fin de cuentas veo el futuro con mirada tranquila. Su amistad es lo que hace de mí un huma-nista. No puedo tragar a la mayor parte de la gente a la que conozco, pero imagino que en la tierra hay hombres y mujeres que realmente valen la pena, es lo primero que miro cuando estoy con la gente, así puedo saber por anticipado si la velada va a ser un fracaso.

Llamó a la puerta hacia la una de la madrugada y fui a abrirle bostezando. Nos sentamos uno a cada lado de la mesa que utilizaba como escritorio. Ordené mis folios de inmediato ya que podía ocurrir un accidente, que se le cayera una cerveza encima o que les pegara fuego con la ceniza; podía pasar, y es como para ponerse enfermo cuando uno se da cuenta de que ha sufrido y total para nada. Cuando uno ha sufrido toda su vida y total para nada, entiendo que acabe chocho. Coloqué mis folios debajo de la máquina, así me sentía un poco más tranquilo.

– Vaya, hombre, hoy has terminado temprano, ¿eh?

– Fíjate, ni siquiera me he presentado. Mierda, estoy realmente hasta las narices, ¿sabes? Desde que ha vuelto Annie, mi casa se ha c0nvertido en un infierno, en un verdadero infierno.

– ¿Y qué ha pasado? -pregunté.

– Pues que Annie y Jean-Paul no se tragan. He logrado impedir que se peguen, qué puta mierda, son absolutamente insoportables.

– Me pareció que Annie ganaría, ¿no crees? -Cono, es que ella no hace nada para arreglar las cosas. No le deja pasar ni una.

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