Ooooohhhh -lanzó Gladys.
– ¿Qué le "pasa? -pregunté yo.
– Tengo la impresión de que no voy a poder respirar.
– Es normal. Es lo que buscaba. Tuve ganas de dar un pequeño sprint al final. ¿Le ha gustado?
Se separó de la máquina y cruzó las manos por detrás de la cabeza. Tenía las mejillas coloreadas.
– Reconozco que no carece de aliento -dijo.
– Gracias -le contesté.
Fui a la cocina y destapé dos cervezas. Le tendí una.
– Estoy encantado de haber trabajado con usted -comenté.
– Yo también. Me ha gustado -contestó.
Levantamos nuestros vasos. No estaba totalmente seguro de haberle aportado algo como escritor, pero como bebedor de cerveza había hecho un buen trabajo. Metí el original en una caja de cartón y le di tres vueltas con «cello». No quise su ayuda en esa labor. Quería encargarme personalmente, por razones sentimentales. No era un paquete bonito, pero era lo mejor que podía hacer con una sola mano. Se lo entregué de manera un tanto formal:
– Aquí lo tiene -le dije-. Y sea prudente, trate de que no se la lleve un huracán.
Sonrió. La acompañé hasta la puerta y estuve mirando cómo se alejaba con el paquete bajo el brazo. Ciao, baby , murmuré, y durante el tiempo que dura un relámpago me sentí un hombre libre.
Durante los días siguientes me encontré totalmente vacío. Pero siempre me ocurría cuando terminaba un libro, y no me inquieté. Me dejaba embarcar en cualquier tontería, en salidas estúpidas o en veladas lamentables. A veces tenía la impresión de despertarme sobresaltado y me encontraba en casa de éste o de aquél con una sonrisa imbécil en los labios y me preguntaba cómo había llegado hasta allí y qué demonios estaba haciendo. Pero no me comía excesivamente el coco, me bastaba con reconocer dos o tres caras que me fueran familiares para deslizarme otra vez hasta la más completa indiferencia. Especialmente, no lograba interesarme por mí. Me sentía tan digno de atención como una muñeca hinchable. Y, no obstante, esa consideración no me sumía en delirios mórbidos o en estados particularmente depresivos. No, la cosa iba pasando más o menos bien, y la verdad es que me importaba muy poco. Vivía, respiraba y funcionaba como cualquier otra persona, y me daba completamente igual pensar que yo no era nada. Lo contrario nunca me había hecho feliz. Estaba más vivo, de acuerdo, pero no era más feliz. Y además sabía que no podía durar, a fuerza de flotar uno acaba llegando a algún lado. Era normal no ver nada cuando el río se hundía bajo tierra, pero uno podía esperar que saliera a la luz de un momento a otro.
Una mañana, estaba hurgándome en el interior del yeso con una regla de plástico, cuando oí un concierto de bocinas y golpearon violentamente a mi puerta. Fui a abrir. Era Marc. Eché una ojeada por encima de su hombro y vi una docena de coches alineados a lo largo de la acera, en doble fila, con gente que se agitaba dentro. El tiempo era nuboso.
– Bueno, ¿qué? -me dijo-. ¿Aún no estás listo?
– ¿Qué?
– Venga, date prisa. ¡Sólo faltas tú!
– ¿Qué es todo este cachondeo? -le pregunté.
Me miró frunciendo el ceño:
– Lo sabes perfectamente -me dijo-. Vamos a casa de Z. No me digas que lo habías olvidado…
– Claro que no -le dije.
De golpe, toda la historia me vino a la memoria. Sí, sí, aquel condenado Z., no podía soportarlo pero ahora me acordaba. Habíamos quedado dos días antes, sí, claro que sí, debía de estar medio volado cuando acepté. El viejo Z., el mamón aquel sin alma, que paría novelas en tres semanas y que tiraba regularmente trescientos mil ejemplares. Recordaba que la cuestión era pasar el día en su casa y que nos reservaba una sorpresa. Mientras me ponía una camisa, me dije de todo. Posiblemente, en aquel momento consideraba que la vida carecía de sabor y que todo me daba igual, pero la verdad es que las cosas tienen un límite. Z. era un tipo que conseguía ponerme nervioso al cabo de un segundo de verlo.
Al salir a la calle, saludé a los coches que esperaban; parecía que estuviera todo el mundo. No hacía mucho calor, me eché la cazadora al hombro antes de entrar en mi coche y a continuación la gran salchicha multicolor se puso en marcha.
Z. vivía en una casa grande y muy semejante a sus libros, de una pesadez espantosa y sin ningún tipo de interés, pero tenía ochenta o noventa hectáreas alrededor que no eran desdeñables en absoluto. Z. tenía un público formidable.
Nos esperaba de pie sobre la escalinata de entrada, con su sonrisa inimitable. Dentro había bebida y algo para ir hincando el diente. Me mantuve lo más alejado posible de aquel tipo y charlé un poco con Yan y algunos más, hasta que alguien pidió silencio. No necesité girarme para saber quién era.
– Bien -dijo-, os había prometido una sorpresa, ¿no? Pues he preparado una especie de pequeño juego por equipos…
Escondí la boca detrás de mi mano.
– ¡Formidable! -grité.
– A ver, Djian, por favor… Mi última novela saldrá la semana que viene y ofrezco una caja de botellas de champaña al equipo ganador.
Todo el mundo se precipitó hacia el exterior, mientras que yo me entretenía un poco junto a la comida. Cuando bajé la escalinata todos los equipos estaban formados. Sólo quedaba una chica de ochenta kilos, que parecía bailar apoyándose alternativamente sobre un pie y sobre el otro. Me acerqué a ella.
– ¿Qué hay que hacer exactamente? -le pregunté.
– Bueno, le va a entregar un sobre a cada equipo y dentro estarán las instrucciones que permitirán encontrar el punto de cita. Me parece que tienen que pasarse tres pruebas cada vez…
– Este tipo es realmente genial -comenté.
Z. montaba una pequeña moto todo terreno. Miró a todo el grupo con una sonrisa diabólica y arrancó a todo gas. Todos los equipos abrieron finalmente su sobre. Mi compañera iba a hacer lo mismo pero la detuve.
– ¿Cómo te llamas? -le pregunté.
– Elise.
– Bueno, mira, Elise, no vamos a estar fastidiándonos con sus adivinanzas imbéciles. Sólo por el ruido del motor imagino dónde está. Sigúeme.
Nos dirigimos hacia un pequeño bosque mientras los demás salían en todas direcciones. Resultado: llegamos los últimos y todo el mundo nos esperaba con una sonrisa en los labios. En cualquier caso, nunca he sido un fanático del champaña.
– Bueno, Djian -comentó Z.-, ¿qué te ha pasado…?
No le contesté. Garabateó no sé qué en una libretita.
– Hay una pequeña prueba de recuperación -continuó-. Te descontaré cinco minutos si consigues enhebrar tres agujas en menos de treinta segundos.
– ¿Y si no lo consigo? -pregunté.
Miró mi brazo enyesado con aire satisfecho y le brilló la mirada:
– ¡Diez minutos de penalización!
– Pues súmame los diez minutos. ¡Qué juegos tan divertidos, ¿verdad?!
Estuvo a punto de abrir la boca pero se contuvo en el último instante. Irritado, me endilgó los diez minutos de un plumazo.
Luego distribuyó más sobres y se largó. Al cabo de un momento me encontré solo con Elise. Mordisqueé una brizna de hierba mientras miraba correr las nubes.
– Venga, vamos -dije.
– ¿Ni siquiera vamos a mirar lo que hay en el sobre? -me preguntó ella.
– Jamás he logrado leer una sola línea escrita por ese tipo -dije.
Como Elise tenía frío, le pasé mi cazadora. Nos paseamos un rato por el campo y de pura suerte nos encontramos con los demás.
– ¿Estáis aquí desde hace mucho rato? -pregunté. Z. no estaba para bromas.
– Bien -me dijo-, tienes treinta segundos para responder a la siguiente pregunta: ¿qué es el cero absoluto?
Me rasqué la nunca sonriendo:
– ¿Es obligatorio contestar? -le pregunté.
Se miró los pies y se puso pálido.
– Tienes otra penalización -dijo.
Bueno, este tipo de gilipolladas duró una parte de la tarde y permitió que respiráramos una buena dosis de aire puro. En cualquier caso era mejor que estar encerrados, es decir, mejor que estar encerrados CON ÉL. Pese a todo, fui el primero en la última etapa; estaba harto y le propuse a Elise que regresáramos a la casa para esperar tranquilamente a que acabara el juego. Cuando llegamos al patio, encontramos a Z. sentado en su moto y ocupado en limarse las uñas. Se sorprendió al vernos.
– Vaya, eh… ¿Y cómo lo habéis logrado?
– Cuestión de olfato -dije yo.
Estaba visiblemente incómodo para encontrarse frente a frente conmigo. Y era bastante divertido porque en realidad él era el escritor famoso, el tipo que firmaba autógrafos en la calle, que comía con su banquero y que vendía sus estados de ánimo en los grandes almacenes. Era él de quien hablaban, el autor más interesante de los últimos diez años. Pero se sentía incómodo delante de mí y yo lo entendía, se encontraba un poco en la situación de un tipo vestido con esmoquin blanco y que tiene que descargar sacos de carbón: no se hallaba en su elemento.
Como el silencio era demasiado espeso para su gusto, se puso a hojear nerviosamente su libreta.
– De todas maneras llevas excesivo retraso -dijo-. No tienes ninguna oportunidad.
Precisamente en aquel momento empezaron a llegar los demás. Z. recuperó la sonrisa.
– No -añadió-, empezaste en serio un poco tarde…
Saltó de su máquina para hacer pasar la última serie de pruebas. Al final, se volvió hacia mí:
– Al menos, la del honor -dijo.
– Ah, de acuerdo, con eso no admito bromas -dije.
Los otros estaban a nuestro alrededor y charlaban. Z. elevó el tono de voz:
– Por cierto, me he enterado de que pronto va a salir lo tuyo, ¿no?
– Sí -dije yo.
– Y sigues con ese estilo un poco… ¿cómo decirlo…?, ¿un poco especial?
Su sonrisa iba de oreja a oreja.
– Bueno, a ver, ¿de qué va tu prueba? -le pregunté.
– No temas. Es una cosa que puedes hacer fácilmente. No voy a pedirte que escribas una frase correctamente. No pido cosas imposibles.
Era evidente que sentía un inmenso placer diciendo esas tonterías, sin duda acababa de recordar que era él quien hacía y deshacía. Colocó en el suelo un cubo pequeño, a unos diez metros de mí, y me dio una bola de madera, bastante pesada, como para jugar al croquet.
– Trata de meterla en el cubo -me dijo.
– ¿Con la mano izquierda?
– Ah, bueno… Espera, buscaré algo que esté más acorde con tus habilidades.
Entró en la casa y al cabo de un segundo volvió a salir con una cubeta de plástico de casi un metro de lado. Muy divertido, la cambió por el cubo.