Una mañana, Nina me despertó saltando encima de la cama con un periódico abierto. Debí de haberme acostado muy tarde otra vez, me apoyé en un codo y traté de orientarme.
– ¿Eh…? ¿Qué te pasa?
– Mira -me dijo-, mira esto. Hay un artículo sobre ti con una foto de Nicholson. ¡Aaahh, adoro a ese hombre!
Cogí el periódico y me senté en la cama. Nicholson ponía cara de malo y empuñaba un arma. Era una foto sacada de la película, con eso ilustraban el artículo. Lo leí mientras Nina ponía su cabeza sobre mis piernas, y a continuación mandé el periódico a paseo por encima de mi hombro.
– La chica que lo ha escrito no es demasiado amable contigo, ¿verdad?
– No le guardo rencor. He notado enseguida que tiene problemas con su estilo. No me gusta golpear a un adversario cuando ya está caído.
Nina cogió mi aparato en el hueco de su mano y yo me estiré. Tenía ganas de dejarme hacer, de que me pegara un polvo, de que se me subiera encima, de que me aplastara con sus pechos y de que hundiera su lengua en mi boca, pero precisamente en aquel momento, desde la calle, llegó un ruido horroroso, un ruido de chapa golpeada. A continuación, el estallido de un vidrio roto. Luego, nuevamente los golpes contra la chapa. Tuve el presentimiento de que todo aquel jaleo tenía una relación directa conmigo. Así que joder dejó de interesarme por completo, pasé por encima de Nina y me precipité hacia la ventana que daba a la calle.
Puta mierda, dije, y me vestí rápidamente.
– Bueno, a ver, ¿qué pasa? -preguntó Nina.
– Es Marc. Está al otro lado de la calle. ¡Se está cargando mi coche con una barra de hierro!
Se levantó para ver qué ocurría, pero yo ya había salido. Iba descalzo, atravesé el jardín abrochándome los tejanos; oía los golpes que llovían sobre mi coche y me hacían daño. Marc estaba en la acera de enfrente y acompañaba cada uno de sus golpes con un gran grito.
– ¡¡PARA YA!! -vociferé- ¡¡VAMOS A HABLAR, PARA YA!!
Salté por encima del maletero de un coche aparcado y corrí directamente hacia él. Hacía muy buen día, el sol me daba directamente en los ojos, y él tenía aquella barra de hierro en las manos. No sé por qué él corrió hacia el otro lado, pero nos encontramos separados por mi coche. Nos miramos. Él estaba totalmente pálido y parecía haber llegado al límite de sus fuerzas. Como que yo no decía nada, golpeó una vez más el capó mientras lanzaba un gemido. Hacía muy buen tiempo, yo oía el ruido de la pintura al desconcharse; mi coche estaba ahora completamente jodido, irreconocible, y yo me estremecía suavemente.
– ¡Tendría que destrozarte a ti! -señaló.
– Has hecho una gran imbecilidad -le contesté-. Deja que te diga que te has metido de lleno en la mierda.
Descargó de nuevo su barra sobre la parte delantera del capó y los faros quedaron orientados hacia el cielo.
– ¡Eres el mayor de los cerdos que he conocido! -siguió-. ¡Estoy seguro de que sabes dónde está!
– Bueno, veo que vuelves sobre eso…
– Sí, y me cago en ti, y lo de tu coche es sólo el principio. No os voy a dejar en paz ni un segundo.
Me acerqué lentamente a él, con muchísimo cuidado, pero estaba tan excitado que no se daba cuenta de nada.
– Mira, me parece que te cuelas por completo -le dije-. Te imaginas historias falsas.
Avancé un paso más, y empecé a calcular si tendría tiempo de saltarle encima antes de que pudiera emplear la barra; las cartas aún no estaban dadas. Parecía que estaba agotado, pero las cartas no estaban dadas. No, las cartas nunca están dadas por anticipado.
– Imagínate que de verdad no tengo nada que ver en todo este asunto -le dije-. ¿Te has fijado un poco en cómo has dejado mi coche?
Vaciló un instante y yo aproveché para lanzarme sobre él. Rodamos por Ia acera como perros rabiosos. Yo trataba de estrangularlo, y él de sacarme los ojos, cuando me sentí arrancado del suelo.
Era la pasma. El que me había levantado tenía unos brazos enormes, llenos de pelos rojos. Sólo me di cuenta de que había gente a nuestro alrededor, la mayor parte eran gilipollas con bermudas o viejos chochos. Me tranquilicé poco a poco y les expliqué a los dos maderos que era mi coche, y que cualquier persona decente podía perder su sangre fría cuando le tocaban su coche. El poli aprobó mis palabras sonriendo. El otro mantenía a Marc encima del capó de una camioneta y le había hecho una llave para sujetarlo.
Me pidieron los papeles del coche, fui a buscarlos y tropecé con Nina. La besé salvajemente y volví a donde estaban los policías. Ya habían instalado a Marc en la parte trasera de su vehículo. Mientras miraba los papeles, el madero me preguntó:
– ¿Va a presentar denuncia?
– No -le contesté.
– Pues tendría que hacerlo.
– No sé lo que me retiene, pero quiero darle una oportunidad.
El poli me miró con insistencia, entornando los ojos. Estábamos a pleno sol y yo no llevaba visera, así que hundí las manos en los bolsillos traseros de los pantalones y esperé a que pasara la cosa.
– Bueno -dijo-, espero que se lo haya pensado bien.
– No puedo pensarme bien una cosa así -comenté-. No, nada de denuncias.
Sacudió la cabeza con una mueca de disgusto y a continuación se fueron. Di la vuelta al coche bajo las miradas de un puñado de irreductibles que no se decidían a largarse, una buena pandilla de tarados, que gozaban y apestaban bajo el sol. El parabrisas estaba muerto. Todas las ventanillas estaban muertas, el interior del coche parecía una caja de astillas traslúcidas y el salpicadero estaba hundido. En general todo estaba roto, torcido, destripado, destrozado. Sólo se habían salvado los neumáticos. El estado de la carrocería realzaba su valor. Me volví hacia el personal y le di un taconazo a uno de los neumáticos.
– Acerqúense, son de los buenos -les dije-. No llevan ni diez mil kilómetros. Son neumáticos extra, estoy dispuesto a discutir el precio. Hagan sus ofertas.
Cada uno de ellos miró a su vecino y luego todos decidieron marcharse, como si hubieran recibido una llamada de la nada.
Traté de detenerlos.
– Hay que ser tonto para dejar pasar una ocasión en esta vida, muchachos.
Me encontré solo. Me di cuenta de que me había hecho un rasguño en un codo al caer, y empezaba a escocerme. Atravesé la calle con cara de dolor y entré en mi casa. Me senté en una silla, me bebí un trago y Nina se ocupó de mi brazo.
– Bueno, ya está. Vuelvo a estar sin coche -dije.
Me sentí vagamente deprimido, sabía que ya no tendría fuerzas durante el resto del día.
– Hoy voy a descansar -dije-. Me sentará bien.
Nina lanzó un grito de alegría y a partir de aquel momento no me ocupé de nada más. Me dejé vivir un poco. Nada en el cerebro, nada en el corazón.