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El domingo por la mañana sonó el teléfono:

– Buenos días, querría hablar con Philippe Djian.

– ¿De parte de quién? -pregunté.

– …

– Oiga, mire, los domingos no hago repartos.

– Soy su editor -declaró la voz.

– Oh, encantado, ¿cómo está usted?

– Muy bien, gracias, ¿y usted?

– En términos generales, voy tirando.

– Y dígame, ¿avanza su novela?

– Sí, pero estoy bordeando algo frágil. Es bastante delicado.

– Tengo confianza en usted.

– Gracias…

– Por cierto… ¿Necesita usted dinero?

– ¿Perdón?

– Bien, pensaba si no estaría un poco apurado en este momento.

– Estoy pelado -dije.

– De acuerdo, no se preocupe. Le mando un cheque.

– Creo que ya me siento mejor.

– No permita que nada lo perturbe. Si tiene algún problema, llámeme.

– Muy bien, tengo su número.

– Yo creo en usted, Djian. Estoy orgulloso de ser su editor.

– Pues yo me siento muy a gusto en su editorial.

– Espero que algún día tengamos el placer de conocernos -dijo,

– Yo también lo espero.

– Que usted trabaje bien.

– Voy a abrirme las venas.

Colgó antes que yo. Guauuuu. Se anunciaba un buen día pese al vientecillo fresco y las nubes. Salí a todo trapo y desvalijé todas las pizzerías de la zona. Luego fui a comprar vino y zarandeé aquel domingo perezoso, hasta que encontré todo lo que necesitaba para organizar una velada de órdago.

Me pasé parte de la tarde telefoneando y, entre llamada y llamada, me servía grandes vasos de vino fresco. Me sentía en forma, me gustaba saber que alguien creía en mí y esto eliminaba todo lo demás. Además estaba la cuestión de ese maravilloso cheque, yo me decía que un tipo que cree en ti y que además te manda un cheque es alguien que VERDADERAMENTE cree en ti. Brindé mirándome al espejo. Si sigues así, me dije, tendrás una piscina a los cuarenta; pronto vas a poder firmar las facturas con tus iniciales. A continuación hice algunos preparativos con mi vaso al alcance de la mano, estaba de un humor fastuoso y reconozco que me pasé. Aquel vinillo entraba como agua y yo iba comiendo cositas saladas de paso.

Cuando llegó la basca, mis piernas me sostenían con dificultad, aunque afortunadamente podía agarrarme a las chicas cuando las besaba. Pero en conjunto no estaba del todo mal. Yan fue el único que notó la magnitud del desastre. Apoyó una mano en mi hombro y me dijo al oído:

– No vas a aguantar ni una hora.

– Anda y que te den por culo -le contesté.

Al cabo de una hora seguía allí, tiraba platos de cartón al aire y era el que más bulla metía.

Ya muy avanzada la noche, se levantó un fuerte viento. Los más hachas aún seguían en pie y yo estaba sentado en el suelo, al lado de una chica a la que no conocía, y con la que hacía un buen rato intentaba ligar. Había asegurado que le gustaban mis libros y yo me preguntaba qué estaba buscando en realidad. La música me destrozaba los oídos y de la cocina venía un ruido de vidrios rotos. Me levanté como pude, apoyándome en las paredes, y me dirigí hacia la salida sonriendo a derecha y a izquierda.

El viento debía de soplar a ciento veinte o ciento treinta kilómetros por hora. Era exactamente lo que necesitaba, el huracán me iba a limpiar el cerebro y en un momento podría volver a ocuparme de aquella chica. Hundí las manos en los bolsillos y me puse de cara al viento. Dejé que me golpeara la cara con una alegría infinita, y luego di media vuelta y me solté a vomitar en posición horizontal; ni una gota cayó sobre mis pies.

Estuve algunos minutos doblado en dos, con la nariz ardiendo y el pelo medio arrancado de la cabeza; estaba verdaderamente borracho. Veía luz en mi casa, veía unas sombras que pasaban por delante de la ventana. Dentro había gente que charlaba, que se divertía, que encontraba cierto placer en el hecho de estar con otra gente. Yo había encontrado la forma de salir al exterior, al viento y a la noche, pero no era más fuerte que ellos. También necesitaba todo aquello pero no soy un imbécil. Por un segundo sentí una tristeza inmensa, ese tipo de cosa que te paraliza las piernas y te retuerce los brazos, y solté unas cuantas bocanadas más a pleno viento, con los ojos llenos de lágrimas, y hasta el viento gemía.

Un periódico me golpeó las piernas y leí el titular, en grandes caracteres:

EL ROCK'N ROLL HA MUERTO

Sin vanagloriarme, me parece que yo no valía mucho más. Me sentía en un espantoso estado de debilidad y tardé un buen rato en recuperarme.

El viento amainó un poco y me decidí a entrar en la casa. Llamé a la puerta y me abrió una chica. No era guapa, pero tenía un aspecto neo beat bastante agradable. Ese tipo de chicas me volvía loco cuando tenía veinte años.

– No sé si es el viento -comentó-, pero vaya cara que llevas.

– Nad, lo que pasa es que no me he afeitado y, cuando no me afeito, tengo aspecto de estar cansado.

Entré sabiendo perfectamente que lo mejor que podía pasarme era pegarme a alguien hasta el fin de la velada para no encontrarme demasiado solo, alguien que pudiera arroparme en la cama y apagar la luz. En lugar de ir al encuentro de los demás, ella se apoyó en la pared, al lado de la puerta, con las manos detrás aprisionadas por sus nalgas. Muy poca luz, un esfuerzo desdeñable… inmediatamente comprendí que era entonces o nunca.

Me pegué a ella, exploré con mi mano entre sus piernas y busqué su boca, pero ella me rechazó inmediatamente y estuve a punto de perder el equilibrio.

– Oye, ¿te crees que te está todo permitido o qué? -dijo.

Me costaba mucho poner mis ideas en orden. Busqué un cigarrillo en mis bolsillos, lo encendí y miré cómo subía el humo hasta el techo.

– Como te gustaba la obra, me pareció que podías hacer alguna cosa por el artista… -dije yo.

– ¿Qué dices? ¡No tiene nada que ver!

– ¿Cómo que no tiene nada que ver? ¿Estás bromeando? ¿Crees que mi vida habría llegado a este punto de no haber sido por esas condenadas novelas?

– Yo sé que no me ha gustado lo que has hecho.

– ¿Pretendes que me crea que no me has esperado a propósito para eso? ¿Por qué te has quedado aquí en lugar de volver educadamente a donde estabas? ¿Qué demonios tienes en la cabeza?

– A lo mejor no estás al corriente, pero una puede tener ganas de hablar con una persona, simplemente de hablar.

– ¡NO ME HAGAS REÍR!

– Ya veo que has bebido demasiado para darte cuenta de cosas así.

– Vale, de acuerdo, tú quieres hablar de mí y yo quiero echarte un polvo. ¿Por qué no hacemos las dos cosas?

Se separó de la pared y mientras pasaba por mi lado me mandó la respuesta:

– ¿Sabes? Me sorprendería salir ganando con el trato.

Me quedé un momento en la entrada, pensando, pero la cabeza me daba vueltas, y me dije que haría mejor saliendo a tomar un poco más de aire, sobre todo porque no tenía nada concreto que hacer. Así que volví a pleno viento y al cabo de un rato me sentí mejor; seguro que empezaba a eliminar el alcohol. Fui a dar una vuelta hasta la playa y me dediqué a mirar el mar, pero pronto me harté y volví a la casa.

Quedaban cuatro o cinco personas en la cocina y les ayudé a terminar con las pizzas. Había un barbudo sentado frente a mí.

– Oye -dijo-, ¿exactamente, qué hemos venido a celebrar?

– Nada, viejo, que me han caído unos derechos de autor.

– ¡Coño! Pues a ti, al menos, no te dan por saco.

– No te lo creas, viejo… SOBRE TODO, no te lo creas.

En la otra habitación encontré a mi amiguita. Estaba sentada en un rincón en un extremo de la alfombra.

– Dime, ¿puedo sentarme a tu lado? -le pregunté.

– Si quieres…

Me senté pegado a ella. Esperé cinco minutos.

– Oye, ¿puedo apoyar mi cabeza en tus piernas?

– Si te divierte…

Me instalé cómodamente en mi almohada de muslo femenino y logré encontrar un poco de descanso. Permanecí un buen rato así, como un cacharro torpedeado que no se decide a hundirse, y ella ni intentó moverse. No me hizo la hormiguita. Ni siquiera al cabo de un tiempo me acarició el pelo. En mi opinión, tenía lo que había deseado, quiero decir que podía jugar con mi cabeza sin preocuparse por el resto.

– Oye -le dije-, por favor no te olvides de dejar esa cabeza muy suavemente cuando te vayas, ¿vale?

– Al día siguiente, cuando me desperté, estaba solo. Debía de ser la una de la tarde y tenía una resaca espantosa. Fui a la cocina para tomarme un par de aspirinas. El cielo estaba despejado, y la visión de todo aquel desorden a mi alrededor me daba aún más dolor de cabeza. Uno de aquellos gilipollas se había dedicado a tirar toneladas de platos de cartón, y ahora todos esos cacharros alfombraban la habitación como un montón de confetis gigantes. Me senté en una esquina de la mesa bostezando, iba a costarme horas poner un poco de orden en todo ese desastre y me sentía desanimado por anticipado. Habría hecho falta un milagro para salvarme.

Me tomé un café y llamé a la tienda. Mientras Bob corría en busca de su madre, aproveché el tiempo limándome las uñas y cambiándome la camisa; la imaginaba viniendo desde el fondo del almacén y sujetándose los pechos.

– ¿Sí? -dijo.

– Soy yo, lo siento pero estoy enfermo. Apenas me tengo en pie,

– Espero que no sea nada grave.

– No creo, pero tan pronto como baje de 39 volveré al trabajo. No se preocupe.

– Téngame al corriente, joven.

– Sí, claro, quería llamarla esta mañana pero me sentía demasiado débil.

– No hay ningún problema. Cuídese…

– No hago otra cosa.

Colgué, y al mirar a mi alrededor pude comprobar que el milagro no se había producido: los enanitos no se habían presentado para arreglar la casa mientras yo hacía la llamada. En cualquier caso, quité los platos que estaban encima de mi máquina de escribir y a continuación la zarandeé en todos los sentidos para que cayeran las migas. Hace ya mucho tiempo que vengo comprobando que la gente no respeta nada, así que no me sorprendí.

Pero después fui incapaz de hacer nada más. Vagué de habitación en habitación, tratando de encontrar una manera lógica de empezar a ordenar, pero el caos era tal que mis ideas naufragaban. Mi vida era muy semejante a todo aquello, las cosas parecían amontonadas las unas sobre las otras y sin una relación aparente, pero todo se sostenía. La única diferencia estribaba en que no tenía ganas de hacer limpieza en mi vida y prefería que todo se quedara así.

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