– No, no lo ha entendido… El asunto no funciona, el somier es demasiado grande.
– ¿Pero qué dice? TIENE que pasar. Venga, muévanse.
Es posible que yo fuera un esclavo, pero conocía quién era mi amo, y el dueño de la tienda había dado instrucciones muy precisas para hacer frente a situaciones de ese tipo. No debe intentarse nada que pueda dañar nuestra mercancía o poner en peligro la vida de uno de nuestros empleados. Yo estaba completamente de acuerdo y estaba decidido a aplicar la consigna al pie de la letra. Aquel tipo no me gustaba nada. Le hice a Bob una señal con la cabeza:
– Media vuelta, Bob -le dije.
El cliente bajó corriendo los pocos escalones que nos separaban y puso una mano en el somier.
– Oigan, ¿me quieren tomar el pelo? -preguntó-. Ya casi estamos arriba.
– Es posible que casi estemos arriba -dije yo-, pero, ¿ve?, esta escalera es como una especie de embudo, no vale la pena insistir. Conozco mi trabajo…
Como escritor, todo el mundo me parece formidable, pero como conductor-repartidor casi todo el personal con el que me topaba era gilipollas.
– Oh, mierda, empujen sólo un poco, déjenme a mí -dijo-. Sólo estorba una pequeña joroba, nada, pasará fácilmente.
– Oiga, déjelo -dije-. Soy responsable de este cacharro hasta que lo haya entregado.
– Pues entonces, muchacho, considera que YA lo has entregado sólo hay que esforzarse un poco. Como no pareces muy decidido, voy a tener que enseñarte a hacerlo.
Por un momento me pregunté qué hacía yo allí. Fui en busca de las cadenas y el tipo aprovechó la ocasión para deslizarse hasta la parte posterior del somier y empezó a empujar como un mulo apoyándose en la barandilla. Claro, eso era precisamente lo que no había que hacer. Se puso rojo y las venas del cuello se le hincharon.
– Creo que va a conseguir atascarlo de verdad -comentó Bob.
– ¡¡¡EL CLIENTE NO PUEDE INTERVENIR DURANTE LA ENTREGA, ARTÍCULO SIETE!!! -grité yo.
Pero era ya demasiado tarde, el otro lo había conseguido plenamente: un ángulo del somier estaba hundido diez centímetros en el techo y otro había quedado atrapado en la barandilla. Nos miró con aire estúpido, sudando ligeramente y con el pelo revuelto. Le di un golpe al somier y el cacharro vibró como una cuerda de piano.
– ¡Me cago en la puta, muy bien! -dije-. Ahora sí que lo tenemos perfecto, ¿eh?
Nos pasamos más de diez minutos tratando de desenganchar el maldito somier. La escalera empezaba a llenarse de curiosos y no conseguíamos nada, simplemente zarandeábamos el edificio y el cacharro no se movía ni un milímetro. Abandoné.
– ¿Vienes, Bob? -pregunté.
Iba a largarme, pero el tipo me retuvo agarrándome por el brazo.
– Oigan, ¿no se van a ir dejándome esto aquí, verdad?
Me solté el brazo.
– Considero que el somier ha sido entregado -dije-. Le deseo buenos días.
– No se va a largar tan fácilmente -soltó el tipo.
– Trata de impedirme el paso y vas a hacer un vuelo planeado por el agujero de la escalera -le dije.
Empecé a bajar, pero una anciana de cabellos blancos se puso en medio, parecía una especie de pájaro perdido en la nieve, era una cabeza más baja que yo y olía a violetas.
– Oiga, señor -lloriqueó-, tengo que entrar en mi casa, ¿entiende?, tengo que entrar en mi casa.
– Pues claro, señora, no se preocupe. Lo único que ocurre es que ha sido aquel señor, aquel de allí, el que ha atascado el somier. Yo no tengo nada que ver, yo le había avisado, yo le había dicho que no tocara nada. Así que ahora es él quien tiene que apañárselas.
Parece que hay una edad en la que ya no oyen nada, en la que ya no entienden nada y Dios sabe qué más. Parece que pasa así, es increíble. Me cogió el brazo con su mano blanca y me miró de una forma tal que parecía que yo fuera el Salvador.
– Oiga, señor, a mi edad no puedo quedarme fuera y, ¿sabe?, empiezo a sentir apetito.
– Pues es verdad, yo también empiezo a sentir apetito. Arréglelo con él.
– Oooooohhhhh, ooooohhhh, ¿qué va a ser de mí?
Justo detrás de la vieja había una chica joven mascando chicle.
– Oye, tío, ¿te enteras?, me parece que no tienes mucho corazón… Bueno, colega, ¿te imaginas que esa cochinada te la hicieran a ti? Creo que alucinas un poco, tío.
Miré al tipo. Sonreía abiertamente. Miré a la vieja, miré a la chica, miré a la gente que estaba en la escalera, miré a Bob, y entendí que todos esperaban algo de mí.
– Vale, de acuerdo -dije-; déjenme pasar. Bob, tú no te muevas de ahí, yo voy a por las herramientas.
– ¿Qué herramientas? -gritó Bob.
Empujé a unas cuantas personas y bajé a toda velocidad. Llegué abajo realmente caliente, con las piernas temblando. A veces la vida te atrapa en una lengua de fuego y no puedes resistirte. Rompí el cristal con el codo y agarré el hacha. Je, je, tengo que reconocer que la tenían muy a mano y que cortaba como una navaja. Apenas hube recuperado el aliento, subí la escalera con el corazón lleno de ira.
La gente se pegaba a la pared cuando yo pasaba y, cuando llegué hasta él, el tipo empezó a poner caras raras y se produjo un silencio mortal.
– Escúchame atentamente -le dije-. Te voy a quitar una espina muy grande que tienes en el pie pero, si haces un solo gesto, te emplasto el cerebro en la pared, ¿vale? ¿Lo has entendido bien?
Asintió con la cabeza mirando hacia otra parte. A continuación me desahogué bien, demolí el somier a hachazos, lo convertí en un montón de palillos y lo hice en un tiempo récord. Todo el mundo se había quedado de piedra. Recién había terminado el trabajo cuando vi que Bob corría como un conejo.
– ¡MIERDA, LA PASMA! -gritó.
Me deshice del hacha y corrí como un loco tras él. Se había adueñado de mí un miedo irracional y aquellos pisos no acababan nunca. Me preguntaba si no habrían quitado la calle.
Cuando llegamos afuera, no vi nada, el lugar estaba perfectamente desierto.
– ¿Dónde has visto a la pasma? -le pregunté.
Cruzamos la calle a la carrera y saltamos a la camioneta. Seguía sin ver nada en el horizonte.
– Oye, eres un gilipollas haciendo bromas como ésta -le dije-. Eres el rey de los gilipollas.
Se rió.
En ese momento hacía buen tiempo, el cielo estaba claro, me detuve en un bar y le pagué una copa. Mientras yo me tomaba la mía, él se lanzó hacia la máquina tocadiscos y pudimos escuchar algunos viejos rocks no demasiado malos. Lo miré y revisé mi opinión sobre él, me pareció que se comportaba bien. Habíamos hecho una buena publicidad para la tienda de papá y mamá y habíamos arrugado la camioneta, pero estaba claro que esas historias lo dejaban frío: estaba escuchando la música con los ojos cerrados. Te hace bien sentir, de cuando en cuando, que no estás solo en el camino, porque así se ensancha durante un momento, y siempre es mejor que nada. Cuando terminaron los discos, Bob vino a sentarse a mi lado.
– Oye -le dije-, aparte de oír rock y de leer policiacas durante todo el día, ¿qué haces?
– Pues me parece que eso ya es mucho, ¿no? -me contestó.
– Claro, tienes razón -le dije. Olvidaba que los Caminos del Cielo son inescrutables.
– En general, no hay gran cosa que valga verdaderamente la pena -añadió.
– Puedes guardarte este tipo de buenas noticias -comenté-. Me siento con el corazón roto esta mañana, pero aceptaría con gusto que me invitaras a otra copa.
– ¿No estás de acuerdo conmigo?
– No, me parece que no, encuentro que todo es formidable. Esa copa a la que vas a invitarme va a ser una verdadera bendición
A continuación regresamos. Bob limó tanto los ángulos, que logré que no me echaran y pude cobrar mi paga semanal.
Había un largo fin de semana por delante y yo no había planeado nada especial. Al pasar frente a unos grandes almacenes, aparqué, fui a comprar unas cuantas cosas y para variar me ofrecí lo más delicado y delicioso. También me compré una tele. Pasarse un fin de semana lluvioso frente a la tele, mordisqueando pijadas y con una buena provisión de cervezas, formaba parte de las cosas que Nina me había hecho descubrir, y quería ver si podía hacerlo solo. ¿Era posible que ella estuviera haciendo lo mismo que yo? ¿Era posible que también ella fuera a pasarse los dos días sola en su casa, con la tele encendida? ¿Era posible que pensara en mí cuando estuviera dándole a los botones de las cadenas? No debe de ser muy difícil pensar en el único tipo del mundo que se levanta tres veces en una noche para mover la antena.