Estábamos sentados en la cocina. Acabábamos de comernos una inmensa bandeja llena de pasta italiana con salsa de gor-gonzola y no quedaba ni una migaja. Era de noche. Teníamos todas las luces encendidas. Ella me explicaba cosas, tonterías, con los codos apoyados en la mesa y la barbilla en las manos. Yo tenía un público fabuloso y una chica espléndida en primer plano. Las cosas iban bien. No hacía nada. Mi libro había tenido algunas críticas buenas, otras se habían cagado en él y ya hacía tiempo de todo aquello. Había nevado desde entonces.
La miré durante un buen rato, de verdad que era la chica más guapa de las que había tenido. De todas maneras le anuncié la noticia:
– ¿Sabes?, siento que me está viniendo. Creo que pronto voy a ponerme a escribir.
Ella tenía una belleza serena. No apartó la mirada de mí y sonreía como un ángel. Dejó la barbilla apoyada en una mano y con la otra cogió la bandeja.
La sostuvo dos o tres segundos en el vacío. Luego la soltó y el cacharro explotó sobre las baldosas con un ruido infernal.
– Claro -dijo ella-. ¿Cuándo empiezas?
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