– ¡Vamonos de aquí enseguida! -dije.
Apenas terminada mi frase, empecé a temblar como una hoja muerta, me castañeteaban los dientes. Me pasé una mano por la frente. Tenía la sensación de ser un ratón cogido en la trampa. Corrí hacia la ventana y la abrí de par en par. De momento, no vi más que un agujero negro y sin fondo, y tuve que entornar los ojos para percibir alguna cosa.
Me volví hacia Nina. Estaba sentada al borde de la cama y se miraba los pies sin moverse. La zarandeé:
– ¿Estás esperando a que esos animales se despierten? -le pregunté.
Salimos por la ventana, trotamos por la galería y llegamos a la carretera sin problemas. Empecé a correr pero rápidamente me di cuenta de que ella no lograba seguirme. Zigzagueaba de un lado a otro de la carretera. Me detuve resoplando y la esperé mirando ansiosamente a sus espaldas. Esperaba que los dos tipos, furiosos, aparecieran de un momento a otro.
Cuando llegó a mi altura, se aferró a mí y me zarandeó en todas direciones.
– No te he pedido nada -dijo-. Mierda, no te he pedido nada, ¿entiendes?
Trató de abofetearme pero logré esquivarla, estaba demasiado borracha para cogerme por sorpresa. La tomé de la mano e intenté arrastrarla.
– ¡Eres peor que él! -dijo-. ¡¡¡Suéltame!!!
Los sonidos de su voz se elevaban por los aires como trozos de vidrio «Securit» y quedaban suspendidos en mi cabeza. El menor ruido poseía una nitidez terrorífica, y todo el lugar se estremecía bajo el claro de luna. La solté. Se mordió el dorso de la mano sin dejar de mirarme y respiraba a toda velocidad. Me sentí vaciado.
– Santo Dios, ¿qué querías que hiciera? -le pregunté.
Sacudió la cabeza y su cuerpo empezó a sobresaltarse debido a un sollozo nervioso que no lograba llegar a la garganta. Volvió las palmas de las manos hacia mí y sus ojos trataron de hundirse en mi cabeza.
– Yo no quería nada -dijo-, no quería nada, nada de nada.
Empecé a moverme como si bailara, apoyándome primero en un pie y luego en el otro. Quería explicarle por qué había hecho todo aquello, pero cualquier cosa que pensara se convertía inmediatamente en polvo. Era una sensación infernal, como si me hubiera despertado en medio de un campo de minas.
– No sé qué decirte -expliqué.
Permanecimos en silencio y a continuación resoplé profundamente. Caminamos despacio hacia el coche. No podía decirse que fuéramos juntos, simplemente íbamos en la misma dirección. No sentía ni pena ni alegría. No sentía nada de nada. Sólo oía hasta los menores ruidos que ella producía, y la devoraba viva.
Nos instalamos en el coche sin decirnos nada. Nos miramos, pero no aguantamos ni tres segundos. Giré la llave de contacto.
– Pones una cara… -le dije.
Se inclinó para encender la radio. Luego cogió el retrovisor y lo encaró en mi dirección:
– Pues fíjate en la tuya -dijo.
En el momento en que yo arrancaba, el tipo de la radio puso Sweat Dreams .