De madrugada llamaron a la puerta. El día apenas había empezado y yo sabía perfectamente que no iba a abrir, pero algo saltó de la cama, a mi lado, y corrió por el pasillo.
– ¡ME CAGO EN LA PUTA! -chillé- ¡DEJA A ESOS CHALADO EN LA CALLE! ¡NO SE TE OCURRA ABRIR! ¡NECESITO DORMIR!
Pero oí que quitaba la cadena y al mismo tiempo vi que Cecilia irrumpía en la habitación y corría las cortinas. Me sobresalté en la cama bajo los efectos de la luz; me hacía daño. Me acurruqué bajo las sábanas y me volví hacia la pared. Sabía que iba a estar de mal humor durante el resto del día por culpa de esa gilipollas. Trataba de pensar a toda velocidad, ¿le salto a la yugular, la echo a la calle o a lo mejor sería más útil cerrar los ojos y esconder la cabeza debajo de la almohada? Ella se divertía, lo estaba oyendo, se divertía como una loca.
– Ooooohhhh… ooooohhhh -articulaba-, miradlo, miradlo, hace un día maravilloso y no se le ocurre nada mejor que eso. Mierda, ¡sal de ahí! ¡Hemos venido a buscarte!
Me di la vuelta y vi a una especie de individuo plantado en medio de la habitación. No lo conocía y me desagradó desde el principio. Me miraba con una sonrisita, tenía unos veinticinco años como mucho, pero se daba aires de estar ya harto de todo. Era una especie de dios con mirada desengañada, pero la verdad es que sólo me parecía un holgazán. Le dirigí una sonrisa malévola y miró hacia otra parte. Cecilia vino a sentarse en la cama, parecía estar en plena forma, radiante como la luz exterior. Era una tía poco común, no podía negarlo. El problema es que se pasaba un poco. No sé si se había dado cuenta de que me había puesto los nervios de punta. Estaba excitada a tope.
– Marc -dijo Cecilia-, venga, haz café de una vez. Tenemos que darnos prisa.
El atontado aquél bajó de las nubes: físicamente no estaba mal, pero seguro que no se le podía pedir la luna. Levantó una ceja, se oía ruido de cacerolas en la cocina y le hice una seña con la cabeza:
– Hay una niña en la cocina. Te enseñará lo que haga falta…
– Vale -dijo-, me encargo yo.
Apenas se había dado la vuelta cuando eché a Cecilia hacia atrás. No tuvo tiempo de resistirse, la besé en el cuello y pegué la mano entre sus piernas; la cosa duró un segundo y luego la solté. Se levantó a toda velocidad, con las mejillas un poco coloradas. Estaba pasmada.
– ¡Hey! ¿Estás chiflado o qué? -dijo.
Le sonreí. Estaba totalmente satisfecho de mí mismo, el asunto me había relajado de golpe.
– Mira, tengo la impresión de que no te aburres conmigo -le contesté-. Así que tengo que encontrar mis compensaciones, porque si no sería demasiado fácil, ¿sabes?
Me miró y sus ojos brillaban como micas al sol, no parecía enojada o furiosa, ni tampoco parecía que le hubiera gustado o que no le hubiera gustado o que nada de nada; la verdad es que no debía saber cómo tomárselo y yo veía que le daba vueltas al asunto a toda velocidad. Aumenté mi ventaja echándola amablemente en la cama, me sentaba bien eso de no ser siempre el que presenta la otra mejilla.
– Bueno -le dije-, así que venías a buscarme, ¿no? ¿Y para qué?
Necesitó unos cuantos segundos para recuperar el dominio de sí misma; con los años la cosa iría más rápida. Hizo un juego curioso con su pelo, sacudió la cabeza y la habitación se llenó de estrellas. Era una cosa muy rara pero yo no dije nada, hice como si no lo hubiera notado. La verdad es que ya sé cómo evitar un par o tres de trampas.
– No te lo mereces -dijo Cecilia-, pero te vamos a llevar de paseo y tenemos comida preparada.
No le contesté. Atravesé la habitación en cueros, y miré por la ventana; afuera el sol debía de pegar fuerte, demasiados blancos y azules claros, y la verdad es que no me enloquecía eso de estirarme en la hierba seca, beber cosas tibias y tragar polvo. No, no di saltos de alegría, pero pensé en Lili y en que a lo mejor, con un poco del suerte, encontrábamos una sombrita, algo que no fuera excesivamente duro.
– Vaya, ¿ése es todo el efecto que te hace? -me preguntó.
– Ya no soy ningún crío. Ese tipo de cosas ya no me emocionan.
– Venga, que nos va a sentar bien y así podremos hablar.
– ¿Hablar?
– Lo tenemos todo preparado en el coche. No tendrás que hacer nada. ¿Quién es la niña?
– Es la hija de Nina. Está de vacaciones y se quedará unos cuantos días conmigo…
– Estás de broma… Ni siquiera sabía que tuviera una hija.
– ¿Y quién es ese memo? -le pregunté.
– ¿Quién, Marc? Oh, es formidable, ya verás. Hay que conocerlo. También escribe libros.
– Entonces no voy -aseguré.
En aquel preciso instante Lili llegó a todo trapo desde la cocina se paró en seco frente a mí, y me miró de los pies a la cabeza. Parecía interesarle principalmente esa cosa entre mis piernas, la examinó durante unos cuantos segundos y después levantó la cabeza; me miró, y pareció que ya no pensaba en aquello.
– Oye -me preguntó- ¿es verdad?
– ¿Qué cosa? -dije.
– Que nos vamos a comer por ahí.
– Bueno, la verdad es que no tengo muchas ganas, ¿sabes?
– A mí me encanta y parece que tienen helados en el coche. Vía tete de prisa, ¡ESTOY SEGURA DE QUE SE ESTÁN DERRITIENDO!
El otro se presentó con el café. Estaba tan malo, que seguro que lo había hecho así a propósito. Sin decir ni una palabra tiré aquella porquería por el desagüe y fui a vestirme. El día empezaba realmente mal, me dije; de todas maneras no podía ser peor, y sólo podía tratar de limitar los daños cargando con lo necesario para beber y fumar, no fuera caso que el aburrimiento se hiciera insoportable o tuviéramos una avería en pleno desierto.
Nos metimos en el coche de Marc. Yo me senté delante, a su lado, y le indiqué que ya podía arrancar. Era un descapotable, y cuando empezó a coger velocidad cerré los ojos y me abandoné.
No podía dormir por culpa del sol y del viento. Los oía hablar y decir cretinadas a mi lado, pero me hacía el muerto; tenía el cerebro totalmente vacío y mi pelo volaba en todas direcciones. A lo mejor me había equivocado, a lo mejor íbamos a pasar un buen día y podríamos comernos los putos helados en un rinconcito tranquilo, ¿por qué no?
Circulamos durante un buen rato y yo había logrado relajarme, tenía todos mis músculos en descanso, me recuperaba y no me fijaba en nada. Cuando el individuo frenó, me fui hacia delante.
– Veo que no eres un tipo difícil -le dije-. Veo que cualquier cosa te divierte.
– ¿Qué he hecho? -preguntó.
No le contesté. Bajé del coche parpadeando al sol y pude ver que el lugar estaba bien elegido. Había rocas y árboles, y no se veía rastro de vida en el horizonte. Di unos cuantos pasos mientras sacaban las cestas del maletero, elegí un rincón al pie de un pino y me deslicé hasta el suelo.
Apenas tenía apetito, pero me bebí unas cuantas cervezas para luchar contra el calor; no había otra cosa que hacer más que abandonarse y sacar el mejor partido posible de los cuarenta grados a la sombra. Cecilia había decidido pasar la tarde en bragas y la cosa no me molestaba ya que me permitía hacer una pausa cuando estaba harto de mirar el paisaje. El ambiente no estaba mal, había llegado a hablar dos o tres palabras con Marc, y Lili corría arriba y abajo con un bocadillo en las manos.
Aproveché que Marc se encontraba un poco lejos para atacar a Cecilia; su vestimenta me ponía nervioso:
– Oye -empecé-, ¿el tipo ese es el último de la lista?
Se me acercó riendo.
– No -me contestó-, qué va. ¿Por qué tendría que serlo?
– No sé, pero cada vez que nos hemos visto ibas con un chorbo diferente. Nunca estás sola…
– Marc es sólo un amigo. Me acuesto con él de vez en cuand pero únicamente para divertirnos. Sólo es un amigo. Fuimos juntos a la escuela.
Tendría que haberme callado la boca, pero aquel calor me había anulado la voluntad y ella se sobaba tranquilamente los pechos.
– ¿Es difícil convertirse en amigo tuyo? -le pregunté.
– ¿Lo dices por ti?
Me estiré sobre la espalda y crucé las manos debajo de la cabe mientras cerraba los ojos; el sol me quemaba las piernas. Oí que Marc volvía. Cecilia me tocó el brazo.
– Oye… -me dijo.
No abrí más que un ojo.
– Oye, no te pido gran cosa -siguió-. Tal vez una o dos semanas como máximo, sólo el tiempo necesario para arreglar las cosas.
– Vale. Entendido. Ni hablar.
– ¡Eh, tío! Te pones un poco duro, ¿no crees? -intervino Marc-. Está realmente jodida.
– A ti nadie te ha pedido tu opinión -dije-. Y bueno, tú eres su amigo, ¿no? ¿Por qué no le haces tú ese pequeño favor, eh?
– No puedo, vivo en casa de mis padres.
– Para, para, eso debe de ser una broma, ¿no?
– Ya está bien, a ver si os vais a picar en serio -dijo ella-. No creía haberte pedido nada del otro mundo.
– Cuando un tipo de mi edad vive solo, es porque tiene buenas razones para hacerlo -dije.
– No te molestaría, me haría invisible.
– Ja, ja -comenté.
– Te lo juro.
Noté que empezaba a ceder. Era un asco, y ellos lo notaban también; me miraban los dos como si yo fuera el Maharishi, como si estuviera a punto de enseñarles algo fuera de lo común, o de montar en un rayo de sol. Pero hacía un calor infernal y yo estaba harto de oírlos lloriquear y harto de tener a esa chica medio desnuda a mi lado sin poder tocarla. Me daba perfecta cuenta de que me jugaba mi tranquilidad por una sesión de cama, y los dados estaban todavía por tirar. Era una loca furiosa. En el fondo, soy un débil.
Marc comprendió que sobraba, y se alejó lentamente para no romper el encanto.
– Me pregunté a dónde te habrías ido, la otra mañana -dije.
En aquel momento Cecilia comprendió que tenía el asunto en el bolsillo, y casi se pegó a mí sonriendo como un ángel.
– Tú no quisiste que me quedara.
– No digas tonterías.
– En todo caso, tenía que volver a casa de Marc para recoger mis cosas, las había dejado en su garaje mientras encontraba algo. Cuando llegué, sus padres se habían ido de fin de semana, así que pude quedarme un poco…
– Vaya, cuando es necesario, sabe montárselo, ¿eh?
– No, hombre, no es eso, pero adoro su casa. Tiene una piscina inmensa al fondo del jardín y estoy segura de que podría pasarme la mayor parte del tiempo en el agua. Y en aquella casa no tienes que preocuparte por nada, sólo tienes que levantar el meñique y tienes fresas para desayunar.