Volví a casa y encontré una nota: «Marc ha venido a recogernos. Vamos de paseo y cenaremos fuera. Cariño, podrás estar tranquilo. Besos.» Me serví una copa tratando de no pensar en nada y me dejé caer hacia atrás en la cama. Sonó el teléfono pero no me levanté. Seas quien seas cuelga, no puedo hacer nada por ti, y me serví una segunda copa. Iba descalzo, me gusta ir descalzo cuando me invade el furor, me gusta respirar hondo y afilar mi cerebro como una navaja barbera. Qué locura me había contado, qué gilipollez, cómo Nina iba a enrollarse con un tipo medio enfermo. El cuento apenas se tenía en pie. Di una vuelta en la cama, encendí la radio, oí dos o tres horteradas de un vacío tan desarmante que no fui consciente del paso del tiempo, y me calmé.
Hacia mediodía me arrastré hasta la cocina y la verdad es que aquellas dos no se mataban yendo de compras. No encontré en la nevera más que cosas descremadas y cartones de leche. Puse a sal tear un poco de maíz y volví a la habitación. El tipo de la radio chillaba A TI TE QUIERO… OHOHOOOO A TI TE QUIERO NO SERÍA NADA SIN TI, pero había que esperar hasta el fin de la canción para comprender que se refería a su madre. Me pregunté qué gusto le puede uno encontrar a la vida en ciertas ocasiones, y suspirando me comí un puñado de palomitas.
Luego me puse a trabajar en mi novela y durante una hora machaqué una pequeña frase. No tolero bromas respecto del estilo y nunca me dejo vencer por la facilidad, por eso tardo una enormidad en escribir un libro y eso me consume, me acerca a la muerte. cs duro decirme a mí mismo que tal vez tendré cuarenta años cuando me lean en las escuelas, y un chorbo escriba una tesis sobre mí.
Me dejé ganar por la noche. La luna entró por la ventana, por el pequeño cristal de más arriba. Eran las nueve y ella había dicho tendremos que salir hacia las diez, pasaré a recogerte, se tarda alrededor de una hora en llegar, conozco el camino. Así que no había prisa y me lo podía tomar con calma. Estuve en el baño un poco más de lo previsto y salí con la piel de los dedos arrugada y blanquecina, como si un vampiro me hubiera besado la mano. Pero uno nunca está realmente vivo al cien por ciento, así que no me inquieté.
Volví a instalarme ante mi máquina y tecleé como un loco durante una media hora. La cosa iba bien, tecleaba tan rápido como una mecanógrafa, con el culo tieso y un cigarrillo en los labios. Me caían las lágrimas pero no pensaba en quitarme esa mierda de los ojos, y me fastidió que ella llamara a la puerta. Siempre me fastidia que vengan a molestarme cuando estoy escribiendo pero no digo nada, sonrío. Fui a abrir.
– ¿Qué tal? ¿Te ha costado mucho llegar? -le pregunté.
– Bueno, vamonos -me dijo.
– Pero al menos tomarás algo, ¿no?
– Me gustaría estar ya de vuelta.
Estaba nerviosa y evitaba mirarme. Tomé dos cervezas para el viaje, dos buenas, y cerré la puerta tras ella.
Me había tomado una buena delantera. Era una chica en la noche azul, con los puños hundidos en los bolsillos de su cazadora, y me tomé mi tiempo para mirarla. La calle estaba desierta y a veces ellas tienen ángel para atravesar la pureza, para marcar todo lo que las rodea. Se detuvo y se volvió hacia mí:
– Bueno, ¿vienes o qué? -dijo-. Iremos en mi coche. Conduciré yo.
– De acuerdo -le contesté-. De acuerdo, no me importa, tú eres la que conoce el camino.
Arrancó con las luces largas encendidas, el break dio un salto hacia delante y salimos de la ciudad circulando exactamente por el centro de la calzada. No dije nada cuando apareció un coche en sentido contrario; ella se apartó gruñendo y luego volvió a ocupar su lugar en plena mitad de la carretera. No dije nada porque no hubiera servido para nada y me destapé una cerveza. La verdad es que me gusta creer en el destino.
Abrió su ventanilla y condujo con un codo fuera. El viento silbó en el coche pero nos acostumbramos enseguida. Yo acababa de descubrir la Osa Mayor en un rincón del parabrisas cuando ella cogió la segunda cerveza. Comprendí que había calculado mal. Lo que más jode en esta vida es que hay que pensar en todo. La tía vació la botella de un trago y yo hice otro tanto con la mía. Bueno, así ya no hablaremos más del asunto y ¡hop! tiré el envase al asiento trasero.
Al cabo de un momento ella me miró sin disminuir la velocidad. Creo que la aguja pasó a la zona roja y en esas ocasiones siempre me fijo en la carretera, no puedo hacer otra cosa.
– Tengo que decirte algo -empezó ella-. A lo mejor te preguntas por qué no he avisado al pasma, ¿verdad?
– No, no me lo pregunto. Así está muy bien.
– No te lo había dicho pero resulta que es como mi hermano, crecimos juntos. No siempre fue así. Oye, todo irá bien si hacemos lo que hemos dicho, ¿eh?
– Aja, me parece razonable. Es un buen plan.
– Estaremos tranquilos. Son casas aisladas.
– No me arriesgaré.
– Cuando yo era una niña, él dejaba plantadas a sus amiguitas para jugar conmigo. Siempre se ocupaba de mí.
– Normal, un tipo no puede ser malo de cabo a rabo.
Iba a una velocidad tremenda pero se notaba que dominaba el coche. Estaba acostumbrada. El viento nos golpeaba en los oídos y estábamos realmente tocados, en parte también por la cerveza que nos habíamos tomado, la Muerte súbita . Pasamos por un lugar desértico, un lugar extraño con la luna pegada a nuestras cabezas, y le puse un cigarrillo entre los labios, porque eso era lo que quería la tal Sylvie. Coño, eso es, Sylvie es su nombre, nunca lograré recordarlo:
– Sylvie -le dije-, no tenemos de qué preocuparnos, Sylvie. ¿Por qué las cosas han de ir siempre tan mal como imaginamos? Puras tonterías.
Ella lanzó una risita nerviosa.
– No tengo ni idea, pero suele pasar. Este mundo es más bien difícil, ¿no?
Me hundí. Permanecimos en silencio durante un buen rato, con el morro del coche cortando la noche y los pequeños paquetes de niebla que se deslizaban por los cristales. Habría dado cualquier cosa por tener bebida; siempre intento que la cosa vaya lo mejor posible para mí. Lo único que pasamos fueron apenas unas cuantas casas y un poco de luz, pero tuve la impresión de que todo el mundo estaba dormido, o de que los marcianos se los habían llevado, o de yo qué sé, y a continuación nos sumergimos de nuevo en la noche. Dejamos atrás las lucecitas, como si arrastráramos un haz de chispas.
El asunto apareció a la derecha, un montón de casitas pegadas a la carretera pero relativamente separadas las unas de las otras. Ella redujo la velocidad, giramos en torno a un bloque y se detuvo. Empezó a respirar más aprisa.
– ¿La ves? -preguntó- ¿La ves? Es la segunda. Los postigos del primer piso están cerrados.
Asentí con la cabeza. Al mirar la casa comprendí que no me había tomado el pelo. Supe que Nina estaba allí adentro, pero no sentí nada más, no sentía si ella me necesitaba o no.
Sylvie me tomó por el brazo antes de seguir:
– Y la cabina está allí, exactamente al final, a la derecha. ¿Vale? Bueno, allá voy y cuando lo veas salir vas tú. A todo gas. Vale, allá voy.
Mientras ella salía del coche, yo pasé por encima del respaldo y me escondí detrás sin dejar de mirar aquella jodida puerta.
Pasaban los minutos, pero yo sabía que Sylvie necesitaría un buen rato para endilgarle su cuento y obligarlo a salir. La cosa no era segura ni mucho menos. Sé de qué estoy hablando, me sorprendería mucho que un telefonazo me hiciera salir de casa una noche en que no tengo ganas; cuando me tocan demasiado las narices descuelgo y apago todas las luces. Empecé a contar, se me ocurrió porque sí, sin pensarlo realmente, y me quedé bloqueado en quinientos por culpa de un dolor en la pierna, un calambre abominal que me hizo rodar hasta el fondo del break gimiendo. Precisamente en aquel momento vi que el tipo salía, me agarré el muslo y me erguí para verlo mejor, para verle bien su jeta de hijo de puta.
Era un chaval joven, del tipo protagonista de spots de chicle o de pasta de dientes. Tenía un aspecto relajado e informal con su camisa de estudiante, y su cara era de rasgos suaves. A una chica seguro que le parecería un chico guapo, siempre ha funcionado eso de los rubios tallados como lianas y bronceados a tope.
Esperé a que se alejara un poco, sufría como un mártir pero igualmente logré abrir el maletero y me dejé caer al suelo con mi pierna que seguía tiesa. Sin bromas, el dolor me hizo sudar mientras corría hacia la puerta. Estaba cerrada. Avancé por la terraza hasta la primera ventana, cogí una tumbona que estaba por ahí y la tiré con todas mis fuerzas contra los cristales. Qué ruido infernal metí, qué puto escándalo. Tuve la impresión de que había hecho saltar una montaña pero el silencio volvió enseguida; ninguna chalada empezó a gritar desde lo alto de su ventana, con una crema blanca en la cara y el pelo recogido detrás de las orejas.
Separé las cortinas y entré. Tenía aquel arpón clavado en la pierna y durante un momento tuve que apoyarme en la pared con regueros de fuego en el cerebro. La casa estaba silenciosa y también apestaba. Vi una piel de plátano tirada en la moqueta y un cenicero que desbordaba a la luz de un rayo de luna. Tomé impulso y cojeé hasta la cocina. Santo Dios, habían logrado amontonar la tira de platos en el fregadero y las bolsas de basura llegaban hasta la ventana. Qué lástima llegar a eso, me dije, qué lástima. Conozco lo que es abandonarse durante un tiempo, de todos modos hay que papear y hay que cagar, y todas esas cosas se amontonan a tu alrededor. Cono, cuánto odio esas bolsas llenas de porquerías, ese plástico de mierda.
Bueno, pero no estaba allí para soñar. Mi pierna me dolía mef nos pero seguía tiesa; atravesé la habitación en la oscuridad y me salió bastante bien, sólo tropecé con el teléfono que estaba tirado en el suelo. Se volcó y oí el tono. En aquel momento me pregunté qué cosa habría podido contarle Sylvie al tipo; pero no me detuve demasiado en el asunto, me daba exactamente igual. Me agache con gestos de dolor y colgué. Sí, teníamos un plan de acero, Sylvie llamaría por teléfono si no lograba retenerlo; apenas oyera el teléfono tenía que salir corriendo.
Avancé hacia la escalera. Me agarré al pasamanos y respiré hondo. Luego levanté la cabeza hacia el piso superior, pero seguía sin pasar nada. Llamé a Nina en un susurro y después un poco más inerte. Creo que fue en el momento en que pronuncié su nombre a gritos cuando empecé a sentirme desesperado, a sudar un poco más, como si una tormenta se hubiera instalado en el cielo sin avisar.