Después de varios intentos, le di un golpe a mi original y llamé por teléfono a mi editor.
– He terminado mi novela -le dije-. Pero soy incapaz de pasarla a limpio, tengo un brazo enyesado.
– Le envío a alguien -me contestó.
Colgué y me fumé un puro en la ventana, entrecerrando los ojos al sol.
A primera hora de la tarde se presentó una mujer con el pelo estirado hacia atrás, vestidita son un traje sastre azul marino y extraordinariamente empolvada. Iba a ofrecerle una cerveza, pero me contuve. No tenía labios. Arrastraba una corriente de aire helado a sus espaldas. Le expliqué el problema brevemente y me escuchó en silencio. Luego dejó su bolso encima de la mesa y me miró fijamente a los ojos mientras juntaba las manos, como si fuera a tirarse al agua.
– Bien -me dijo-, pero antes dejemos las cosas claras. He leído uno de sus libros y, francamente, no me ha gustado. Sin embargo, trataremos de hacer un buen trabajo.
– Lo más difícil ya está hecho -dije yo.
– He trabajado con los mejores -siguió ella- y he podido comprobar que el mejor método consiste en establecer horarios precisos. Le propongo desde las ocho hasta las doce y desde las dos hasta las seis, de lunes a viernes y, si lo desea, prepararé té por la tarde. Me llamo Gladys.
– Bien, Gladys, me parece perfecto. ¿Cuándo quiere empezar?
– Inmediatamente -dijo-. Pero tiene usted tiempo de ponerse algo encima.
– ¿Cómo?
– Sí, algo, quizás una camisa y unos pantalones…
Me costó horrores vestirme, ella no hizo ni un gesto para ayudarme y tardé al menos diez minutos. Me miró en silencio y luego se instaló frente a la máquina.
– ¿Sabe? Es la primera vez que he trabajado con un hombre tan joven como usted, y además en una habitación.
– Supongo que todos han empezado así. El despacho viene con las canas.
No me contestó. Cogí el original y me estiré en la cama. Empecé a dictar.
Al terminar la semana habíamos hecho un trabajo formidable, y el viernes por la tarde saqué dos copas para celebrarlo. Ella empezó rechazando la suya pero yo insistí. Alzamos nuestras copas.
– Es bastante curioso lo que usted hace -me dijo-. Lástima que esté tan mal escrito.
– Trabajo como un condenado para conseguirlo.
– ¿Por qué escribe esas cosas tan vulgares?
– No puedo hacer más, y la emoción puede esconderse en cualquier parte. Le juro que no hay nada gratuito. ¿Nos tomamos otra?
– Oh, no, muchas gracias, pero tengo que marcharme. Así que hasta el lunes por la mañana, ¿verdad?.
– Me pasaré el fin de semana errando sin rumbo fijo -dije.
Cerré la puerta a sus espaldas y justo en aquel momento sonó el teléfono. Era Lucie, hacía días que no nos veíamos.
– Bueno -me dijo-, ¿qué tal tu brazo?
– Mal -contesté-, parece que lo tenga tieso.
– Siento no haberte llamado antes, pero he tenido que atenderá tipos importantes durante toda la semana y creo que he conseguido una cosa interesante.
– Me alegro por ti. Yo también he trabajado duro.
– Oye, realmente es una lata que no podamos vernos antes de que me vaya, pero terigo que agarrar esta ocasión al vuelo, ¿entiendes?
– Acabo de comentar que iba a pasarme un fin de semana espantoso.
– La verdad es que, aparte de tu accidente, fueron dos días formidables.
– Para mí también, tendremos un buen recuerdo.
– Quizá volvamos a vernos, nunca se sabe…
– Claro…
– Un beso muy fuerte.
– Sí, y suerte -le dije.
Colgué y fui a servirme una copa. El yeso me jodia realmente. Me mantenía todo el brazo en ángulo recto y me cubría la mitad de la mano, sólo me dejaba libres los dedos. Tenía la impresión de encontrarme de pie en el Metro, agarrado a la barra. Lo peor era conducir, apenas lograba hacerlo, y tenía que cambiar las marchas con la mano izquierda. Mierda, cada vez que pienso en que Cendrars se liaba los cigarrillos con una sola mano…
Miré llegar la noche en un silencio pesado. No siempre es fácil estar solo, y a veces es incluso abominable. Mientras trabajaba en la novela era diferente, podía pasarme de listo sin excesivos riesgos, porque en última instancia siempre podía agarrarme al libro. Pero ahora que lo había terminado tenía que ser prudente, estaba en terreno descubierto.
Cuando vi por dónde iba a soplar el viento, prefería cambiar de aires. Me metí en el coche. Fui a comerme una pizza en un sitio donde había poca gente, y me quedé una hora en mi rincón mirando al personal y los farolillos que colgaban del techo. Por supuesto, cuando salí la noche seguía allí. Y yo también. Caminé un poco y luego llamé al bar para saber qué hacía Yan, pero nadie cogió el telefono. Recuperé la moneda y llamé a su casa. Estaba comunicando. Volví al coche y fui hacia allí. Siempre ocurre que cuando estás sentado sin hacer nada es cuando eres más vulnerable, cuando la mente empieza a divagar. Con franqueza, no tenía ninguna necesidad de que me pasara algo semejante. Apenas era ternes por la noche y no tenía especiales ganas de pasar dos días y tres noches agonizando en una balsa, en compañía de las gaviotas.
Llegué hacia las diez, aparqué delante y llamé a la puerta. Yan salió a abrirme. Parecía furioso.
– Coño, ¿eres tú? Llegas en el momento oportuno. Larguémonos de aquí.
Oí un ruido de pelea en el primer piso y un sonido de vidrio al romperse.
– ¿Qué pasa? -le pregunté.
– Nada nuevo. Siguen igual de majaras los dos. Están disputándose el cuarto de baño. ¡¡ESTOY MÁS QUE HARTO!!
A continuación se dio cuenta de que yo llevaba el brazo enyesado.
– Mierda, ¿Qué te ha pasado ahora? ¿Dónde te lo has hecho?
– Pues, es que…
– Bueno -me cortó-, ya me lo explicarás afuera. ¡Si me quedo un momento más, me volveré completamente loco.
Fue a buscar su cazadora. Se oyó que algo más estallaba en pedazos arriba, y a continuación alguien lanzó un largo chillido.
– Tendríamos que ir a ver, ¿no? -propuse yo.
– Que se las arreglen como puedan. Los tengo ya demasiado vistos.
Cerró la puerta y entramos en el coche.
– ¿Adonde vamos? -pregunté.
– ¿Puedes conducir con eso?
– No tengo ningún problema en las rectas.
– Bueno, vamonos, ya veremos…
Arranqué mientras Yan se colocaba las manos detrás de la cabeza y lanzaba un largo suspiro mirando al techo. Estuvimos cinco minutos sin hablar y luego le expliqué rápidamente lo que me había ocurrido. Se echó a reír. Me encendió un cigarrillo y seguimos charlando mientras salíamos de la ciudad.
Tomamos carreteras secundarias. Yo no sabía exactamente a dónde íbamos, pero la noche era clara y estábamos realmente relajados. Hacía mucho tiempo que no estábamos solos los dos, mucho que no dábamos una vuelta de ese tipo, quizá desde antes de que empezara mi novela. Pusimos un poco de música y Yan echó la cabeza hacia atrás, mientras se sostenía el cuello de la cazadora coi las dos manos.
– Esto es lo que me gusta. No hay que ir a buscar más lejos.
Yo me sentía casi alegre y aumenté la velocidad.
– Pero eso no quiere decir que no le tenga aprecio a la vida -añadió.
– Vaya, ¿no tienes confianza en mí?
– No te olvides de que llevas un brazo enyesado.
– Tranquilo -le dije.
El coche corría bajo el cielo estrellado como una luciérnaga enfurecida. Hacía una temperatura bastante buena y un aire agradable de respirar. Bajamos el volumen mientras un tipo anunciaba las temperaturas del día.
– ¿Sabes?, creo que empiezo a hacerme viejo, no dejo de pensar en Nina.
No me contestó.
– ¿Me has oído?
– Sí, hay personas de las que nunca te liberas. Hay que buscarse una razón.
– Pero también tengo la necesidad de estar solo, ¿entiendes? Y ya fui a buscarla una vez.
– Claro, pero no hay ninguna razón para que tú salgas menos pringado que los demás.
– Ja, ja -dije.
íbamos por una hermosa recta bordeada de árboles cuando vi unas luces al lado de la carretera. Era una especie de restaurante con surtidores de gasolina, había miles idénticos, y estaba abierto toda la noche. Una verdadera bendición… Miré a Yan.
– Vale, si te parece bien… -dijo.
Paré en el aparcamiento desierto y apagué el contacto. Debía de ser la una de la madrugada, y nos sentaría bien parar un poco. Afuera estaba bastante fresco y caminamos hacia la entrada sacando pequeñas nubecitas de vapor.
Había un tipo repartiendo ceniceros por las mesas con aire ausente. Nos instalamos en un rincón y pedimos dos ginebras para entrar en calor. El tipo vino con los vasos y una garrafa de agua. No había ni un gato en el local, nada más que las mesas vacías y los reflejos helados. Era uno de esos lugares un poco irreales en los que uno puede ir a parar en plena noche. Puse mi yeso encima de la mesa, estiré las piernas y me bebí mi ginebra.
– En realidad, el mundo es transparente -dije.
Yan se contentó con mover afirmativamente la cabeza. Cogió una paja y sopló el envoltorio, que salió volando a través del local. Fue en línea recta y después capotó, como si hubiera chocado con una muralla invisible.
– Vamos a tomarnos otra -dijo Yan- y luego nos largamos.
Cogió los dos vasos sin esperar más y se dirigió hacia la barra. Le vi subir a un taburete. Estaba dotado de una gracia natural, casi animal, su cuerpo parecía cargado de electricidad y además llevaba unos pantalones de cuero y unos zapatos bastante llamativos. Difícilmente podía pasar desapercibido.
Mientras el camarero buscaba la botella de ginebra, entraron gesticulando cuatro tipos y se instalaron en la barra. Apenas les presté atención porque una ráfaga de viento había lanzado un puñado de gravilla contra la cristalera, y me dediqué a mirar un anuncio luminoso que se balanceaba peligrosamente. Una condenada ráfaga de viento. Las pequeñas banderas publicitarias medio destrozadas se habían erguido totalmente. Estaba gozando del espectáculo cuando oí:
– ¿Por qué cono me estás mirando como si fueras gilipollas, eh?
Era uno de los cuatro tipos, y se lo había dicho a Yan. Era un chaval joven, bastante pálido, que había bajado rápidamente de su taburete mientras los otros contemplaban la escena con una sonrisa en los labios. Puse los pies debajo de mi silla.
Pero Yan no contestó, simplemente le dirigió al tipo una mirada helada. A continuación cogió los vasos y volvió a la mesa. Se sentó sin decir una palabra, con las mandíbulas apretadas.