La vi apenas hube abierto la puerta. Estaba estirada de través en mi sillón y, evidentemente, había encontrado mi última botella, pues la sujetaba entre las piernas.
La zarandeé para que abriera al menos un ojo, y no es que yo tuviera ni pizca de ganas de hablar con nadie, pero tenía que aclarar esa historia. Cecilia era la peor de todas, aunque una de las mejores. Poseía el don de atraer montones de rollos y a veces pensaba en ella, cuando no tenía nada mejor que hacer.
– ¡Eh! -le dije-. ¡Eh! ¿Qué diablos haces aquí?
No abrió los ojos, pero me apartó la mano.
– Vale ya, ¿no? Deja de zarandearme.
Atravesé la habitación a la carrera y encendí la luz. Estaba cansado; quizá fueran las dos de la madrugada y trataba de no ponerme nervioso.
– Oye, me gustaría saber una cosa. ¿Cómo te lo has montado para volver aquí?, ¿qué te pasa ahora?
Ella se enderezó, deslizó sus espléndidas piernas y yo pensé: Una de dos, o no conoce su fuerza o ha descubierto mi punto débil. En verano, las chicas se ponen cosas tan ligeras…, esos pedazos de tela en tonos pastel, tensos como arcos y perfumados.
– No pasa nada -me dijo-. Entré por el cuarto de baño.
Fui a ver el asunto, pisoteé un montón de trozos de vidrio, y me agarré al picaporte de la puerta. Comprendí lo poco que le importaba a la fulana ésa un cristal más o menos, si se tiraba a los tíos uno tras otro. Respiré a fondo el aire tibio que se colaba por el agujero y volví a cerrar la puerta sin decir ni una palabra y me repetí no pasa nada, NO PASA NADA, sólo era un cristal de 40 x 70.
Hundí las manos en los bolsillos y me acerqué a ella apretandc las mandíbulas. Acababa de salir de un período de trabajo delirante, había borroneado al menos un centenar de páginas sin levantar prácticamente la vista de mi mesa durante varios días, y mí había pasado la tarde intentando relajarme. Casi lo había conseguido. Me mordí los labios.
– ¡Jo, qué pesado eres! -exclamó-. Ya te pagaré tu cristalito.
– Bueno -dije-, espero que me hayas dejado al menos una gota ¿no?
Me pasó la botella y se levantó. De golpe, había vuelto a encontrarse en plena acción y agitaba los brazos en todas direcciones. Toda esa energía me partía por el eje, todas esas chicas me ponían enfermo, y me preguntaba a mí mismo qué se le habría ocurride ahora y si al menos iba a poder dormir un rato.
– Me he largado -decía ella-, me he largado en serio. Se cree gran cosa, pero mañana va a empezar a buscarme por todas partes y no va a encontrarme nunca.
Seguía moviéndose mientras miraba por la ventana, con los puños en las caderas y agitada como una mariposa nocturna.
– ¿Llevas medias? -le pregunté.
Se volvió lentamente, cruzando los brazos.
– ¿De qué hablas? -dijo.
– No sé. Son tus piernas. Brillan.
Dejó que un poco de silencio se instalara entre nosotros y después se encogió levemente de hombros:
– En cualquier caso, aquí nunca me encontrará.
– ¡¿QUÉ?! ¡¿CÓMO?! -exclamé.
– Pues claro, si no te conoce, ¿cómo va a encontrar tu dirección?
No le contesté en seguida. Me bebí un buen trago; era del fuerte, y en plena noche hay que tener cuidado con lo que se dice. El sol casi siempre llega muy rápido y el día se levanta sobre un montón de líos.
– Oye -le dije-, no soy un tipo divertido, y por eso vivo solo. Lo siento, pero de verdad que esto es demasiado pequeño…
Miré la botella. Aún queda un trago, me dije, ¿puedo lanzarme o aún será más duro? Yo no era muy viejo, tenía exactamente la edad de JC cuando lo clavaron en su cruz, pero había visto lo suficiente como para saber que mejor era esperar. Dejé la botella muy cerca de mí. Ella se me acercó, se inclinó hacia mí con su olor, su perfume, sus piernas, cono, que puso toda la carne en el asador y no te dejes atrapar, ni siquiera tiene dieciocho años. Ni siquiera. Hundí la cabeza entre los hombros y oí las gaviotas que gritaban en la noche.
– No tengas miedo, me haré chiquitita, muy chiquitita, y será por poco tiempo. No es tan grave…
– ¿Cómo que no es tan grave? Mierda, traería cantidad de problemas. ¿Y por qué en mi casa? ¿No pueden servirte para algo todos esos tipos que te tiras?
No dijo nada y se levantó muy lentamente. Yo estaba cansado, cerré los ojos un momento y la ducha empezó a funcionar. Tomé la botella, corrí, abrí la cortina con todas mis fuerzas y me quedé mirándola. Pestañeé lentamente cuando me apuntó con sus pechos, con sus pequeños extremos rosados y con el agua que le resbalaba por las caderas. Dieciocho años… la vida se anota buenos tantos con golpes de este tipo. Bajé la cabeza, y ella se echó a reír. Yo cerré la cortina y ella la volvió a abrir de un manotazo, así que me incliné y la apreté contra mí. Estoy verdaderamente majara. Recibí toda el agua tibia en la cabeza y la cuestión estaba ligeramente elevada, por lo que me encontré con la mejilla apoyada en su vientre. No pensé en nada, pero como ella seguía riéndose, volví a cerrar la puta cortina y a través de aquel salvavidas le dije:
– No es lo que te crees. No voy a liarme con una tía como tú. No te quedes una hora ahí adentro.
Cerré la puerta y caminé hacia la ventana. Miré las gaviotas que giraban por encima de la playa iluminadas por un rayo de luna, las gaviotas son lo mejor del mundo, y liquidé la botella.
Salí. Estuve a punto de coger el coche, pero como no estaba muy lejos empecé a caminar. Estaba de mal humor y si no hubiera sido porque aquello estaba abierto durante toda la noche, la habría agarrado por un brazo y echado a la calle. Era una noche realmente tranquila, de lo contrario habría arreglado el asunto en un momento. Cuando llamé a la puerta me sentía un poco mejor. Yai pegó el ojo a la mirilla y abrió rápidamente.
– Vaya -dijo-. ¿No consigues dormir?
– No me preguntes nada. Me tomo una copa y me largo.
Me tomó por la cintura y me condujo hasta el bar. Era mi único amigo, nunca me fastidiaba y se pintaba los ojos. Sólo había que tener cuidado con no dejarse ir porque los tenía preciosos, y lo conocía desde siempre.
– Dame una copa -dije-. Y seguramente me llevaré una botella.
– ¿Estás inspirado? ¿Avanzas? -me preguntó.
– Vivo una pesadilla. Cecilia ha desembarcado en mi casa y está dándose una ducha. Empezó rompiendo un cristal.
– Mierda. ¿Y su padre…?
– ¿No te digo que es una pesadilla? Además, quiere instalarse era serio.
– Bueno, entonces voy a servirte uno doble.
– Sí, claro.
Mientras lo hacía, di un cuarto de vuelta sobre mi taburete. No había demasiada gente en el local, dirigí ligeros movimientos de cabeza a tipos que conocía vagamente y que eran cuerpos ahogados entre cojines. Había sólo una chica en la pista. Aparte de mí nadie la miraba y, viendo cómo hacía entrechocar sus tetas, me preguntaba si le gustaría sufrir, me preguntaba qué demonios podía esperar de todo aquello. A lo mejor trataba de bailar, tal vez era lo que creía hacer, aunque la verdad yo qué sabía. Le sonreí pero no me vio. Tomé un cigarrillo y en el mismo instante una pequeña llama brilló bajo mis narices.
– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó.
– He venido a pensar -dije.
– No te lo pienses. Échala, ya la conoces.
Lo miré a los ojos y me incliné hacia él para encender mi cigarrillo.
– Oye, mira, hay dos o tres cositas que tú no puedes entender, ¿sabes?
Riendo, apoyó una de sus manos en la mía y precisamente en aquel momento la chica gorda se acercó, aunque pensándolo bien no estaba tan gorda, y se sentó justo a mi lado. Pude sentir el olor a sudor que había aportado y notar que respiraba agitadamente. Recuperé mi mano, en aquel lugar tenían rara habilidad para pasarte buenas barras a lo tonto. Habían puesto lo último de Kraftwerk y todo el mundo se estaba durmiendo. La chica seguía recuperando el aliento en su taburete y el asunto me dio sed. -¿Quieres una «Coca»? -le pregunté.
– Gracias -me contestó-, pero no tengo edad.
– Vale -le dije.
Pellizqué a Yan en el antebrazo para que volviera a la tierra; parecía un ángel saliendo de la bruma de la madrugada.
– Todavía no es hora de irse a la cama. Dame una botella.
Cogí dos vasos y le hice una señal a la chica para que me siguiera; encontré un rincón aproximadamente tranquilo al fondo, me dejé caer sobre los cojines y descorché la botella. La chica se sentó frente a mí, le sonreí y ella hizo lo mismo. Era una rubia ceniza que venía directamente de los años 50 y llevaba un pantalón de leopardo. Era un sueño, si se exceptúa que tenía las manos totalmente arrugadas y la boca demasiado grande.
Le llené el vaso y se lo bebió de un trago. Bien, pensé, de acuerdo, tienes que tener cuidado. Le llené el vaso de nuevo sin dejar de sonreír y vi cómo se lo tomaba sin respirar, sin pestañear. Vi cómo se zampaba los 20 el de bourbon de un solo trago.
– ¿Estás bien? -le pregunté.
– Sí -dijo.
Me serví y le dije adiós a la botella, y a ella, que ya se apañaría. Miré el reloj y eran casi las cuatro. ¿Qué podía hacer a esas horas? La verdad es que no tenía demasiadas ganas de hablar, ni de ninguna otra cosa, y mucho menos de pensar en Cecilia. Sólo esperaba que no hubiera inundado mi casa o hubiera prendido fuego a mis sábanas.
– ¿Bailamos? -me preguntó la chica.
– ¡Oh, no! Soy incapaz de moverme así.
– Te aseguro que nada es más fácil.
– Qué va. Vi cómo lo hacías y estoy seguro de que nunca lo conseguiría.
– Bueno -me dijo-, pues yo voy a bailar.
– De acuerdo, yo te miraré.
Se entregó a fondo durante diez minutos y volvió a sentarse. Yo no veía demasiado bien, pero estaba seguro de que estaba totalmente colorada y sudaba, mientras que yo estaba fresco y seco como una sábana tendida a pleno viento; estaba contento y decidí volver a llenar nuestros vasos, empezaba a dejarme llevar.
Nos dijimos dos o tres palabras, bebimos y al cabo de un momento ella colocó sus manos encima de la mesa, con las palmas hacia abajo y los dedos bien separados. Tenía las uñas puntiagudas y de color rosa caramelo.
– Son feas, ¿eh? -comentó.
– Las hay peores -solté.
– Son todos esos productos, ¿sabes?, los tintes, las permanentes y todo. Me pongo guantes, pero son una auténtica guarrada. ¡Qué harta estoy de todo eso! Cualquier día lo planto todo. Soy joven y fíjate, ¿has visto qué manos?
– Sí, nadie se merece una cosa así. Pero todos vamos marcados, de una u otra forma.