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Asintió suavemente con la cabeza y luego, suspirando, retiró las manos de la mesa.

– Estoy casada y tengo que volver a casa -dijo-. Él hace el turno de tres a ocho.

– Yo no estoy casado pero también me voy a casa. No importa, hemos pasado un buen rato juntos. Es un lugar tranquilo.

Salimos a la luz rosada de la madrugada, caminamos juntos y la calle estaba todavía desierta, los pequeños bungalows blancos deshabitados en sus tres cuartas partes, la pintura desconchada y los jardines abrasados por el sol. No hay nada más mortal que esas estaciones pasadas de moda, pero precisamente por eso los alquileres son asequibles, e incluso en pleno mediodía no te tropiezas con demasiada gente. El infierno estaba a unos cuantos kilómetros, con las historias nuevas, las playas rastrilladas y el amontonamiento de locos furiosos.

Al cabo de un rato me di cuenta de que ella cojeaba y miré sus pies. Llevaba zapatos de tacón alto y con unas tiras de cuero tan apretadas que tenía la piel morada. Así que me detuve, y seguro que era lo que ella esperaba porque se ruborizó pero se apoyó en mi hombro, se quitó esos jodidos zapatos, y siguió descalza.

– Oh -exclamó-, estoy rendida. No me gustan las mañanas.

– Claro -dije.

– Caray, debo darme prisa. Tengo el tiempo justo de pasar por casa para cambiarme. Soy yo la que abre la tienda.

– ¿No vas a dormir?

– Pues no -dijo.

Hundió la mano en su bolso y se puso un enorme par de gafas oscuras sobre la nariz.

– Debo de estar horrible -comentó-. ¿Estoy mejor así?

– Depende. Espero que aguantes.

Se rió.

– No pasa nada. Estoy acostumbrada. Pero me encanta bailar, ¿entiendes?, me vuelve loca. Así que tengo que elegir… Puede parecer una tontería, pero es lo único que me gusta en la vida, no me interesa nada más.

– Pues está muy bien eso de encontrar algo que le interese a uno -dije-. No todo el mundo lo consigue.

El sol fue escalando el cielo, allá al final de calle, a través de los cables eléctricos tendidos de una acera a la otra. Dimos unos cuantos pasos más y ella se detuvo frente a un Mini rojo y rosa, no excesivamente nuevo, y me tendió la mano. Le tengo pavor a eso de estrechar la mano de una mujer, no sé por qué, así que miré hacia otra parte; había un banco justo al lado, y me senté. La chica vaciló un segundo y luego sacó las llaves.

– Bien, bueno -dijo-, a lo mejor volvemos a vernos…

Le sonreí y le dije que sí con la cabeza. No podía decir ni una palabra, el sol me golpeaba en pleno pecho; extendí los brazos sobre el respaldo, la miré entrar en su coche y arrancar; la seguí con la mirada mientras corría a abrir la cama de su tres a ocho y a quitarse las pestañas postizas, y pensé en ella durante un momento. Luego, sin más, me divertí siguiendo los movimientos de las gaviotas que planeaban allá arriba, tratando de verles el agujero del culo mientras se reían y recortaban el cielo en pequeños cubos.

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