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Una noche me encontré en casa de Yan en medio de una pandilla de chalados. No los conocía a todos. Me había pasado tres días en casa sin salir y había tenido ganas de cambiar un poco de aires; les había lanzado un guiño a mis dos compañeras y me había largado. Había saboreado el pequeño momento de soledad en coche, no por la tranquilidad, sino por la libertad, conduciendo con los ojos semicerrados sin tener necesidad de nada, y sintiendo la fragilidad.

También había dos chicas. Estaban ya borrachas cuando yo llegué. Eran dos tías tirando a pesadas y que hablaban fuerte, pero en conjunto los tíos tampoco eran mejores. Era personal a la moda, un pie en el rock y el otro en el neo-beat, con el problema de que no conseguían gran cosa de todo eso. Estaban excesivamente preocupados por su imagen, y eso les ocupaba demasiado tiempo.

Empezaron a hablar de literatura y yo aproveché la ocasión para ir a tomar una copa al jardín. Era una de esas noches de verano suaves y tranquilas, con una luna creciente entre los dientes, un coche bajando por la calle a muy poca velocidad, y la sonrisa de una morena. Algunas ventanas brillaban al otro lado de la calle, en la templanza del aire. Me dejé invadir aterrándome a mi copa. Hay momentos que sorprende vivirlos, instantes violentos como si un puño te agarrara por la camiseta y te metiera bajo la ducha. Me quedé un momento pensando en las musarañas, en el césped abandonado, y el coche pasó frente a mí, con dos tipos que buscaban ligue y pensé en la pobre chica que fuera a dar con dos tipos como aquéllos. Ánimo, pensé, ánimo, muchacha,

Volví a la casa para comer un bocado. Una chica estaba subida a la mesa de la cocina y repartía huevos duros diciendo memeces.

– ¿Puedes darme un huevo? -le dije.

Fue muy rápido, pero vi que un rayo helado cruzaba su mirada.

– Soy la Guardiana de los Huevos -declaró.

– De acuerdo. Dame uno cualquiera.

– Tengo que pensármelo, ya veré… -me contestó.

Cogí un pepinillo en vinagre de un tarro, lo mastiqué lentamente, sin apresurarme, y volví a pedirle un huevo a la loca.

– He oído hablar de ti -me dijo-, pero no he leído tus libros, no me interesan.

– ¿A qué viene que me digas eso? -le pregunté-. Sólo quiero un huevo.

Siguió hablando de mí, pero no me importó, lo que estaba en juego no era gran cosa y no me sentía irritado, de verdad que no, sólo era una chica con una bocaza enorme y a las de ese estilo no les tengo miedo. De todos modos, la retraté para el futuro, me corté una rebanada gruesa de queso con comino, cogí dos o tres bocadillos y me encontré con la mayor parte de lagentejuntoamí, charlando entre migas de pan y vasos de cartón.

Me senté a su lado pero no llegaba a escuchar lo que decían. Me contentaba con mover afirmativamente la cabeza de vez en cuando. Era un ronroneo agradable, me sentía a gusto; a veces ponían buena buena música, era gente de mi edad y todos estábamos atrapados por este fin de siglo. A lo mejor también ellos hacían lo que podían, yo qué sé.

Más tarde me encontré metido en un coche, no era el mío y rodábamos paralelos a la costa. Había bebido un poco, no recordaba qué habíamos decidido hacer pero rodábamos. Yan era el que conducía y a su lado había un tipo un poco más joven que él, un pelirojo de ojos azules que no dejaba quieta la cabeza. Yo estaba apretujado en el asiento trasero entre la Guardiana de los Huevos y un tipo gordo con la cabeza rapada y gafas con cristales de aumento.

La chica hacía todo lo posible para evitar el contacto conmigo pero, como yo hacía lo mismo con el gordo, sus esfuerzos no le servían para nada; tenía el apoyabrazos clavado en la cadera y miraba al techo. Me pregunté por qué el mundo era tan retorcido, por qué había tenido yo que encontrarme precisamente con ella. La tía me miraba como si estuviera convencida de que yo quería violarla o cortarle el cuello. Seguro que estaba totalmente chalada, y ni por todo el oro del mundo hubiera intentado nada con ella, bueno, al menos en aquel momento.

Me incliné hacia delante, sentí unas puñaladas heladas en las zonas en que me habían pegado su sudor, y apoyé la mano en el hombro del pelirrojo.

– Mierda, oye -le dije- ¿por qué no pones un poco de música?

Se lanzó hacia los botones sin girarse. Las luces del salpicadero hicieron que su cabello centelleara como un puñado de rubíes lanzados a las llamas, y dio con una pieza de Mink de Ville. Tuve que reconocer que el pelirrojo había jugado con habilidad y le anoté un buen punto. Cuando volvió a acomodarse en el asiento vi las botellas a sus pies y comprendí que empezaba a hacer calor. Empecé a sentir la boca seca y lancé un pequeño silbido.

– Eh, vamos a ver, ¿qué estás haciendo…? Pásanos botellas inmediatamente.

Estaba tibia, podías ahogarte con un solo trago, pero era mejor que nada. El gordo terminó con la suya a toda velocidad y se puso a sudar un poco más, y la Guardiana de los Huevos, que se llamaba Sylvie, lo hizo tan bien que logró que un geiser subiera hasta el techo. La miré a los ojos y me terminé mi cerveza tranquilamente, mientras ella sacudía su ropa en todas direcciones.

Yan pasó su brazo por los hombros del pelirrojo y seguimos rodando paralelos a la playa. Las pequeñas olas casi reventaban bajo las ruedas. Dejamos atrás un parque de atracciones que no tenía ni la más pequeña luz, sólo la claridad del cielo que resbalaba por los aparatos plateados y por extrañas formas cubiertas con lonas. A continuación tomamos una larga avenida, nos llenamos de semáforos en rojo hasta llegar al final. No había nadie en las aceras, debían de ser las tres o las cuatro de la madrugada, aparcamos en una pequeña calle lateral, encendimos cigarrillos y esperamos.

– ¿Qué esperamos? -pregunté.

Yan se volvió hacia mí, pasando un codo por encima de su respaldo.

– Esperamos a que vuelva. Llegará. No estaba en su casa.

– Aja, pues la cosa empieza bien -dije.

La tía abrió su puerta y puso un pie en la calle. Tuvimos así un poco de aire. A los demás les pareció que la idea no estaba del todo mal y abrieron las suyas, con lo que el coche empezó a parecerse a un escarabajo o a uno de esos bichos que empiezan a abrir las alas para entrar de lleno en la noche.

Al final de la calle apareció un tipo que caminaba lentamente. Se detuvo frente al coche, bajamos todos y lo seguimos.

Echó a andar delante, con Yan y el pelirrojo. Yo no lo había visto en mi vida. El gordo los seguía apenas a unos pasos de distancia, y la chica caminaba decididamente por la calle, como si estuviera segura de que iba a poner de rodillas a esa jodida ciudad con su cerebro de pajarito.

No íbamos lejos; subimos la escalera de una casa y el tipo nos hizo entrar. Era un lugar bien ordenado y mierdoso. Inmediatamente me sentí mal allí dentro. El tipo no dejaba de mirar sus pies pero yo no estaba seguro de que tuviera ojos. Dijo unas palabras al oído de Yan y se largó.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Ha ido a buscar el asunto -dijo Yan-. Tiene que ir a casa de un tipo.

– Aja, más misterio, ¿eh? -comenté.

Yan cogió un periódico y se sentó en un rincón. En general, lo lógico era que tuviéramos que esperar a un individuo de ese tipo durante buena parte de la noche, forma parte del folklore.

– Mierda, me pregunto por qué he venido -protesté.

Lo había dicho porque sí, pero la tía me tomó al pie de la letra.

– Oye, tío, nadie te ha obligado. No nos vas a deleitar con un ataque de nervios, ¿verdad?

Me volví hacia Yan. No entendía por qué la tía aquella me estaba buscando las cosquillas desde el principio, por qué se lanzaba siempre por el lado malo de la pendiente.

– Oye, Yan, ¿qué le pasa a la tía esa?, ¿qué busca conmigo…? ¿Tú crees que es un rollo sexual?

La chica lanzó una risita nerviosa.

– ¡Antes preferiría montármelo sola! -aseguró.

El gordo resopló en su rincón. Yo reflexioné durante un momento y me largué.

Al pasar junto al coche, cogí una cerveza del asiento y fui a pasear un poco. Recorrí toda la avenida sin una idea demasiado precisa, sin esperar ningún milagro; sentía crecer una especie de energía en mi interior pero no me servía para nada, sólo caminé m poco más de prisa, dejando que las luces se alinearan a mi espalda,

Caminé junto a la carretera durante un rato, con las manos hundidas en los bolsillos, sin hacer ni el menor ruido. Me parecía divertido, avanzaba por la arena y no había nada en el mundo que pudiera oír que me acercaba. Me sentía a punto de convertirme en invisible. Me miré las manos y esperé a que explotaran en la noche, luego encendí un cigarrillo y no pude impedir que me surgiera unal sonrisa. Fue una cosa espontánea.

Sin darme cuenta llegué al parque de atracciones y estuve a punto de chocar con la noria. Había un montón de camiones y de caravanas aparcadas un poco más allá. Todo el mundo debía de estar durmiendo allí adentro, no había ninguna luz y todo estaba en silencio. Me subí a una valla y fumé tranquilamente. Me interesé sobre todo por la montaña rusa. Imaginaba el trabajo que debía costar el montaje de todo aquello, de todos esos tubos metálicos encajados los unos en los otros, atornillados, y entrecruzados. Y se guí los raíles con la mirada, echando la cabeza hacia atrás; la Gran Curva de la Muerte en todo lo alto, con sus vigas erizadas en todas las direcciones, como la corona de Cristo.

Estuve dudando durante un minuto y luego pasé por encima de la valla. Tenía ganas de ver todo aquello desde más cerca, de meterme justo debajo y de levantar la cabeza para sentir el pequeño escalofrío. Era bonita, una cosa inventada para dar miedo, toda pintada de rojo y de blanco; y el raíl corría por allá arriba, reluciente como la hoja de un cuchillo. Eché un vistazo a la barraca donde vendían los boletos. Vi las chicas clavadas detrás de la caja, en posiciones idiotas, con su paquete de pelos en pleno centro y con una sonrisa imbécil. La cosa me hizo pensar en un cementerio, porque las fotos eran viejas y todas aquellas chicas debían de tener ahora como mínimo cincuenta años, y algo tenía que estar veradaderamente muerto y enterrado para ellas. Todas aquellas sonrisas seguro que ya habían desaparecido.

Se estaba bien. Me tomé todo el tiempo para examinar el asunto. Me instalé en una vagoneta, delante, y podía sentir el canguelo incrustado en el asiento. La pintura incluso había desaparecido allí donde la gente se agarraba. Podía oír sus aullidos y sus chillidos, podía ver cómo ponían los ojos en blanco y se meaban en los pantalones todo aquel montón de locos vueltos al estado salvaje. Cuando se hizo nuevamente el silencio, salí de allí dentro como una flor. Avancé por la vía, siguiendo los raíles, hasta el sistema de cremallera, donde el invento subía casi en vertical. Tenía todos los asideros del mundo, no parecía realmente difícil; era un juego de niños eso de subir hasta lo más alto.

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