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Llegué sin problemas, vi una red de pasarelas y me paseé por ellas; debían de servir para el mantenimiento. Mis pasos resonaban y yo solo conseguía hacer que toda aquella mierda vibrara. Intentaba encontrar un ritmo divertido arrastrando los zapatos o saltando con los pies juntos, y ese asunto me absorbió durante un momento. Luego me calmé, me senté con los pies en el vacío y disfruté de la vida. Me gustan las cosas sencillas, un viento ligero con una rodaja de cansancio. Mi estado de ánimo era el mismo que el de un tipo del espacio que ha intentado una salida y que se queda atrapado afuera, en su escafandra, esperando a que ocurra algo. Casi había olvidado dónde estaba cuando oí que gritaban desde abajo y me coloqué acostado sobre mi pasarela.

– ¡¡ESPECIE DE MARICÓN!! ¡¡BAJA, ESPECIE DE MARICONAZO!!

Me fijé en el tipo que había vociferado diez metros más abajo, era una especie de torre en calzoncillos, con unos brazos enormes que gesticulaban en mi dirección.

– ¡¡ME CAGO EN LA PUTA, SI SUBO ERES HOMBRE MUERTO!! -aseguró.

Me levanté y agité los brazos. Pensé que mejor sería agitar los brazos, y casi los levanté por completo.

– Vale, vale -dije-, tranquilo. No estaba haciendo nada malo. Bajo enseguida.

Pero el tipo parecía realmente furioso y empezó a golpear las barras metálicas con un palo. Yo sentía las vibraciones bajo mis pies, DANG DANGGG CLONGG, y empecé a bajar a todo gas, antes de que el tipo pusiera en pie de guerra a los demás.

Me detuve justo encima de él, tal vez a tres o cuatro metros, y cuando vi su jeta comprendí que había sido mala idea esa de subirme allí arriba, y me dio un hipido.

– Acércate, maricón de mierda -gruñó.

Vi que lo que tenía en las manos era una especie de estaca, y que sus ojos brillaban como dos pastillas de uranio. Entonces se me pusieron por corbata y traté de ganar tiempo.

– Eh, no se ponga nervioso, hombre -dije-, que no hacía nada malo. Me largaré corriendo, se lo juro. Soy escritor, no puedo hacer nada malo.

Pero el tipo lanzó una especie de grito horroroso y me tiró la estaca. De verdad que tenía enfrente a un zumbado y le debo la vida a una pequeña barra transversal que desvió la trayectoria del proyectil, SBBAAANNGGGG…, cerré los ojos durante una fracción de segundo y oí que el cacharro rebotaba a mi lado.

Empecé a correr entre las barras metálicas. Me agarraba nerviosamente a los hierros y no quería mirar hacia abajo pero lo oía. Aquel cerdo había tenido tiempo de ponerse zapatos. Dimos una vuelta entera así y me salieron ampollas en las manos. De verdad que es jodido que un tipo quiera tu piel.

Me paré justo a la altura de la barraca de los boletos, estaba empapado de sudor. Lo intenté una vez más:

– Santo Dios -dije-, hombre, que no me he cargado su aparato, que sólo he subido para echar un vistazo…

Pero no me contestó, sino que lanzó un nuevo rugido y empezó a escalar. Lancé una mirada horrorizada a mi alrededor y descubrí mi única oportunidad; la vi inmediatamente.

No era excesivamente alto; bueno, no podía hacerme una idea exacta, aún era de noche y el otro se acercaba resoplando. Así qué me decidí por el techo de la barraca sin pensármelo a fondo. Simplemente era lo que estaba más cerca.

Salté. Salté en el último segundo, justo en el momento en que el otro estaba a punto de atraparme una pierna; pero era una barraca de nada con un techo de plástico y directamente la atravesé. El chiringuito se reventó con un ruido espantoso y yo me encontré encerrado dentro. Me levanté de inmediato. Estoy vivo, me dije, estoy vivo. Me lancé contra la puerta. No era ninguna broma, todas las bisagras saltaron a la vez, y seguí adelante llevado por mi propio vnpulso. Choqué con no sé qué y me caí. Mamá, lancé un grito horroroso, creía que estaba justo detrás de mí y que me iba a dar con su mango de azadón, o con lo que fuera. Rodé sobre mí mismo en el suelo pero no lo vi. Me puse de pie con gestos de dolor, empecé a correr y pasé junto a la pista de los autos de choque.

Fue entonces cuando lo vi. Estaba del otro lado. Destacaban principalmente sus calzoncillos blancos. El también me descubrió. Acortó camino, saltó a la pista con una agilidad deprimente y echó a correr hacia donde yo estaba, formando un estrépito de todos los demonios, CLANG CLANG CLANG. Cada uno de sus pasos era como un mazazo sobre un yunque, así que eché el resto, y corrí como enloquecido en línea recta. Salté las vallas y continué mi sprint por la playa.

Mierda, no es fácil correr por la arena; y empecé a resoplar.

Llegué hasta una cabana de madera medio derruida. Posiblemente una antigua cabana de pescador, un cobertizo del que colgaba sus redes. No tengo ni idea, pero ahora la gente lo utilizaba para cagar o para deshacerse de sus cochinadas, y pese al aire del mar, pese a que la puerta y las ventanas habían sido arrancadas, apestaba tanto allí adentro que estuve a punto de renunciar. Únicamente entré porque no tenía ganas de morir.

Me coloqué detrás de una ventana y eché un vistazo fuera. El tipo estaba todavía bastante lejos, pero venía. Les juro que tenía que estar completamente fuera de sí. La cosa empezaba a ponerse cómica y no se me ocurría cómo iba a librarme de aquello.

Estaba a punto de salir y arrancar a correr de nuevo, cuando vi aquella cosa medio enterrada en la arena, un pedazo de hierro torcido. Me agaché y estiré con ganas. De verdad que estiré. Me encontré con una especie de cadena entre las manos, de aproximadamente un metro de largo, muy pesada, con eslabones enormes y oxidados, y me sentí un poco mejor, no realmente bien, pero sí un poco mejor.

Recorrí otros cien o doscientos metros pero ya no podía más, sobre todo con el peso de la cadena. Bajé por una pequeña duna y allí abajo me quedé inmóvil para recuperar el aliento. Sólo oía el temblor de las briznas de hierba, y una gaviota empezó a dar vueltas encima mío chillando sin cesar. Vi otra barraca, no estaba muy lejos, era más pequeña que la otra y parecía un refugio construido con traviesas de ferrocarril y cañas. Me arrastré hasta allí y lo esperé. Hubiera sido incapaz de dar un sólo paso más.

Me planté en uno de los laterales aferrando la cadena. Me la había pasado por el hombro para darle mayor impulso. Yo era algo así como una bomba lívida y me decía me cago en la puta, si llega hasta aquí, si consigue llegar, me cago en la puta, lo hago picadillo, lo hago desaparecer de la superficie del Globo. Además, había encontrado un lugar fastuoso, podía observar toda la zona que me interesaba sin dejarme ver. Sudaba y me estremecía a la vez. Habría dado no sé qué por ir a bañarme y volver tranquilamente con una toalla al hombro, por hacer cosas como las que hace todo el mundo, por meterme bajo la ducha apestando a crema solar.

El tipo apareció en lo alto de la duna, dudó un momento con la luna creciente prendida en el pelo, volvió la cabeza dos o tres veces, venteando, y luego empezó a bajar y avanzó hacia la barraca, directo hacia mí.

Dejé de respirar, dejé de pensar, dejé de todo y me quedé con los dedos crispados sobre la cadena, en la oscuridad, acompañado únicamente por el aliento de las olas y los chirridos de las conchas. Me dolía todo, mis articulaciones se estaban soldando, tenía la impresión de que estaba allí desde hacía siglos y me parecía que mi corazón iba a estallar. Permanecí así por lo menos durante cinco minutos, con los ojos como platos y la boca medio abierta.

¿Qué coño podía hacer yo? Estaba al borde del síncope y temblaba débilmente. Mierda, ¿qué tipo de jugada me estaba preparando? Normalmente tendría que habérmelo cargado desde hacía ya un buen rato. ¿Qué coño quería decir eso, eh?, ¿qué jugada hijo putesca trataba de hacerme, eh?, ¡ME CAGO EN TODO!

Era una locura hacer eso pero ya no podía esperar más. Quería terminar de una vez. Me arriesgué a sacar un ojo mordiéndome los labios.

Tardé tres segundos en verlo y no entendí la cosa enseguida; no entendí qué hacía. Luego la respuesta estalló en mi cabeza como la luz de un flash, ¡santo Dios, aquel gilipollas se largaba! No era un sueño, el tipo estaba subiendo tranquilamente la duna ayudándose con las manos. Yo veía cómo bailaba su condenado culo blanco, mierda, seguro que no era un sueño, ¡el majara aquel había dado media vuelta!

Me deslicé sobre las rodillas con los pulmones ardiendo y maldije al mariconazo aquel. No conseguía desplegar los dedos. Lo maldije con todas mis fuerzas.

Permanecí un momento tranquilo con la barbilla apoyada en las rodillas. A continuación, me deshice de la cadena y subí hacia la carretera con las piernas todavía un poco flojas y las mandíbulas doloridas.

No quería seguir pensando en el asunto. Ahora el día estaba naciendo. Hacía buen tiempo, era la temperatura ideal para caminar un poco, lo cual también es bueno para los nervios. El cielo era rosa. Me gustaba. El mar era rosa, mis pies eran rosas, y el asfalto también. Era fácil caminar con un ambiente así. Me sequé la cara con la camiseta, y también las manos, y me pregunté si el majara se habría ido a dormir o estaría dando de comer a los tigres.

Disfruté de un momento de paz intensa durante poco menos de un kilómetro, sin ver a nadie, sin ningún ruido excepto el de algunas gaviotas que despegaban de la playa y giraban en círculo. Esperaba que el sol las desintegrara con un destello de fuego; estaba claramente rojo. Oí que el coche llegaba por detrás y frenaba. No tuve tiempo de pensar y oí los gritos de Yan:

– ¡¡¿BUENO, QUÉ? ¿QUÉ COÑO HACES?!!

Me detuve y los miré.

– Nada -dije-, he dado un paseo.

– Te hemos estado buscando.

Subí detrás, junto al gordo. Lo empujé hacia el centro. El tipo gruñó. La chica gruñó. Aquella pareja tenía el don de ponerte a parir y yo todavía estaba un poco tenso. Yan arrancó y me buscó por el retrovisor; parecía cansado.

– Está bien -dijo-. Hemos acertado esperándote.

No le contesté. Cerré los ojos.

Desembarcamos en casa de Yan a las seis de la mañana. Las cortinas estaban cerradas, casi todos dormían estirados en los cojines o en los sillones, y los supervivientes se habían refugiado en la cocina para hacerse crepés.

Salí disparado hacia el cuarto de baño y dejé correr el agua sobre mi cabeza, muy suavemente, luego bebí y finalmente fui a mear. Los oía reír abajo. Charlar después de una noche en blanco forma parte de los buenos momentos; y bostezar al sol, y comer crepés en la madrugada antes de salir a plena luz sin pensar que todo está perdido de antemano y sin alimentar esperanzas insensatas; simplemente caminar en medio de la acera, levantar la cabeza, subir al coche y esperar cinco minutos antes de ponerlo en marcha, sobre todo si estás aparcado bajo una mimosa en flor o frente a una parada de autobús en la que una chica cruza las piernas y se ríe.

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