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Cargamos con las vigas durante cuatro días. Cada tarde, a la hora de cobro, pasaba un momento fatal, me metía el dinero en el bolsillo sin protestar pero con una especie de calambre en la barriga. Sobre todo porque había hecho delante suyo un cálculo rápido y, al precio que ponía la cerveza, la cuestión significaba que por cada una que me tomaba subía una vez gratis. Había sudado y sufrido y gemido por nada, me había matado por una cervecita de nada. Por supuesto, él no había encontrado nada anormal en eso, me había mirado sonriendo, y aquella noche fui un par de horas en el coche antes de regresar a casa. Tomé pequeñas carreteras desiertas medio perdidas en el campo. Era como una especie de ducha para limpiarme de todo aquello, iba con las ventanillas completamente abiertas y me paseaba en la noche para recuperar un poco de fuerza, para quitarme de los últimos jirones de aquel día atroz. Aquella noche me derrumbé en mi cama con los brazos en cruz. Aquella noche y las demás.

Tuve la impresión de que aquellos cuatro días habían durado mil años. No me había afeitado ni una sola vez y tenía grandes ojeras. A ese paso acabaría por caer redondo y nadie vendría a levantarme en medio de aquella colina, con la cara desgarrada por los cardos y las zarzas y los labios reventados por el calor. Sin ein bargo, hacia el final del cuarto día subimos la última viga. Me cogió una risa nerviosa allá arriba, y los otros tres y yo nos sentamos un rato para dejar que la vida volviera a nuestros cuerpos.

Estaba bien eso de saber que habíamos terminado. Respiramos hondo, yo no podía desplegar mis dedos pero al fin habíamos terminado en aquel montón de mierda y la jornada había acabado. Rajamos lentamente bajo la dulzura del sol poniente. El mamón nos esperaba abajo, había bajado de su máquina y nos miraba llegar. Nos unimos a los demás con una sonrisa de éxtasis. Me enjugué la cara con mi camiseta y me dirigí tranquilamente hacia la camioneta. Era magnífico regresar después de un duro combate, con el cuerpo y la mente unidos en la ebriedad del cansancio, con la mirada fija en el cielo anaranjado y en algunos pájaros negros que piaban y revoloteaban en el aire tibio. Pero la voz del otro restalló a mi espalda como un látigo:

– ¡¡¡¿¿EH, DJIAN, QUIERES QUE TE PONGA UNA SILLA CON UN HERMOSO COJÍN PARA TU CULO!!!??

Me volví pero él ya no se fijaba en mí, se dirigía a todo el grupo:

– Aún queda más de media hora, muchachos. Vamos a subir algunos sacos de cemento antes de regresar…

Algunos tipos palidecieron. Yo me acerqué al grupo para arreglar las cosas, era normal que el tipo no se diera cuenta. Bastaría con explicarle el asunto tranquilamente, era lo que había que hacer en primer lugar.

– Oiga -le dije-, media hora no es gran cosa y ya lo ha visto, todas esas vigas ya están ahí arriba. Hemos trabajado mucho y bien. Pero también es verdad que estamos bastante reventados, eso acaba con cualquiera…

Hizo ver que no me había oído, ni siquiera me miró. Con la cabeza señaló los sacos de cemento amontonados un poco más lejos.

– Venga, arriba, y sobre todo cuidado con reventarme algún saco -advirtió.

Di media vuelta y caminé hacia la camioneta. Me instalé al volante sin echar ni una mirada a mi espalda. El mamón vociferó algo que no entendí y accioné la llave de contacto. Antes de arrancar, incliné hacia afuera con la puerta abierta.

– ¡¡¡SI ALGUNO QUIERE VOLVER, AHORA ES EL MOMENTO!!! -grité.

Pero ninguno se movió y al cabo de un segundo el mamón ya estaba agarrado a mi puerta, haciendo más muecas que un loco furioso.

– ¡Estás majara, Djian, sal de ahí ahora mismo…! Estás majara, muchacho -gruñó.

En un acceso de cólera, trató de agarrarme a través de la ventanilla, pero afortunadamente le atrapé el brazo y se lo retorcí salvajemente. Sentí un placer un poco especial al oír su alarido. A continuación lo solté, cayó al suelo y arranqué.

No había recorrido cien metros cuando un tipo saltó por la parte posterior y se sentó a mi lado. Era el viejo que había trabajado conmigo, el que tenía los brazos como palillos.

– Bueno, creo que nos hemos quedado sin trabajo -dijo.

– Sí, parece que sí.

– Ten en cuenta que me da completamente igual -añadió.

– Claro, pero yo no puedo decir lo mismo. Estoy pasando un mal momento.

Se rió en su rincón, con las manos abiertas sobre los muslos.

– Eres joven -dijo-. Sí, todavía eres joven y aún has de ver muchas cosas.

Atravesamos la ciudad con un cigarrillo ardiente en los labios. Aparqué la camioneta delante del local desierto, y decidimos ir a tomar un trago un poco más lejos para airearnos las ideas y pegarle un tiro al infierno.

Hacia la una de la madrugada salí del bar titubeando ligeramente. El viejo se había dormido apoyado en una mesa y yo había aprovechado que el patrón estaba de espaldas para largarme rápidamente. Había dejado un billete encima de la mesa, creía que iba a bastar. Había tirado alto pero no me veía entregando un viejo borracho a su mujer, no podía hacer una cosa así. Habíamos pasado un buen rato juntos, diciendo tonterías acerca de la camarera, cor su delantal blanco y su culo que me excitaba. También nos habíamos reído como locos por memeces y a veces él me decía ¿sabes?, no tengo ningunas ganas de morirme. Lo decía con la mirada en el vacío y yo le contestaba yo tampoco tengo ganas de morirme, nadie tiene ganas de morirse, imbécil, y a continuación nos hacíamos traer bebida rápidamente, viendo cómo volaba el pequeño delantal blanco, nos parecía que aún no estábamos suficientemente colocados.

Yo no estaba en absoluto en condiciones de conducir. Arranqué lentamente y fui pegado a la derecha como una babosa miedosa, incluso me preguntaba si no iría excesivamente pegado a la derecha. No pienses en ello, me decía a mí mismo, no pienses en ello, no estás en condiciones de conducir, cretino, pero no lo estás haciendo tan mal, sobre todo no te duermas, no has hecho ni una tontería desde que has arrancado, vas a llegar, vas a conseguirlo, te lo aseguro. Mis manos sudaban sobre el volante, yo sudaba por tojos lados, iba a 40 y por suerte todo estaba desierto. Cien metros antes de llegar a un cruce ya empezaba a frenar y miraba varias veces hacia todos lados. Coño, me decía a mí mismo, si todos tuvieran un coche nuevo habría menos accidentes, es una lástima que todo el mundo no tenga algo que perder.

Tardé el doble de tiempo pero llegué sin problemas. Me senté a la mesa de la cocina y me puse pomada en los brazos, una pomada muy grasa y seguro que me puse el doble de lo necesario. Era como si hubiera metido los brazos en un bote de miel, mierda de mierda, no sabía qué hacer con aquello. Nina habría encontrado un sistema para arreglarlo, hubiera ido hacia ella con cara de lástima y la habría dejado hacer. Me pregunté dónde estaría, me pregunté si pensaría en mí de cuando en cuando como yo pensaba en ella. Me arrastré hasta la cama manteniendo los brazos separados del cuerpo. Aún adivinaba su perfume en las sábanas, y una mañana yo la había visto desaparecer en mi retrovisor. Pensé que sería feliz si la encontrara en otra vida. Espero que estaré menos solo en otra vida. Espero que no me harás una cosa así otra vez, especie de hija de puta. Luego me sumí en un sueño agitado, con el cuerpo roto en mil migajas.

Al día siguiente, cuando desperté, era sábado al mediodía. Me arrastré un poco pero no tenía ganas de nada. Me dolía todo, no podía hacer nada, así que volví a la cama. Cuando desperté la segunda vez, era domingo por la mañana. El teléfono sonaba desde hacía un buen rato cuando me decidí a contestar. Era Yan. Le dije que no estaba preparado pero que pasara por casa. Me metí bajo la ducha, cerré los ojos y dejé que el agua me corriera por la cabeza. Me sentía un poco triste. Esperé que se me pasara.

Yan llegó, cogimos el coche y encontramos unas tiendas abiertas. Tratamos de pensar antes de bajar y comenzar una partida de búsqueda por los escaparates.

– ¡Oh, mierda, no me gusta ir con prisas, y no me gusta hacerlo en el último momento! Ah, y además no se me ocurre nada -dijo Yan.

– Bueno, una yogourtera, un tostador de pan o una tontería de ese tipo.

Me miró encogiéndose de hombros.

– Y además, mierda -seguí-, no cuentes conmigo para encontrar una idea genial. La idea de ir no me divierte demasiado.

Caminamos una veintena de metros y en una tienda cualquiera encontramos una cosa que no estaba tan mal, y que precisamente tenía el toque de mal gusto necesario para el caso, así que la compramos. El tipo nos envolvió para regalo la cobra disecada, alzada sobre su cola y con dos perlas negras en lugar de ojos; era un regalo bonito.

Había ya una enormidad de gente cuando llegamos. Aparqué el coche, cogí la cobra bajo el brazo, y buscamos a los dos tortolitos. La gente se paseaba por el jardín con copas y bocaditos, algunos estaban estirados bajo los árboles y otros se bañaban en la piscina. Llegamos a la casa, todos los ventanales estaban abiertos de par en par y los encontramos en el salón con una sonrisa en los labios. Parecían estar en plena forma, salud, dinero y juventud; tenían aspecto de intocables. Marc se adelantó hacia mí con los brazos extendidos:

– Caramba -dijo-, debes creerme. Estoy muy contento de que hayas venido.

Le puse la cobra en las manos dirigiéndole una vaga sonrisa y me acerqué a Cecilia. Otra chica que me dejaba de lado, otra chica que salía de mi vida, menos mal que yo tenía el estómago fuerte. Es una locura ser un escritor de mi nivel y comprobar que la vida sol te reserva mierdas, privado de mujer, privado de dinero, privado de esos momentos de intensa felicidad que procuran una cuanta: páginas bien logradas. Ella me miraba sonriendo amablemente No podía ser peor. Era mortal después de la semana que acababa de pasar, ERA MORTAL VIVIR AQUEL MOMENTO PRECISO CON TODOS AQUELLOS GILIPOLLAS A NUESTRO ALREDEDOR CUANDO HABRÍA DADO MI ALMA POR ECHARLE UN POLVO, LO JURO. Me recuperé inmediatamente, dejé de divagar y apoyé una mano en su hombro con aire relajado:

– Espero que siga siendo costumbre besar a la novia -dije.

– Por supuesto. Acércate -me indicó.

Me incliné hacia ella, puse mi cara en sus cabellos y era como un ligero suicidio, como soplar cerca de las llamas.

– Eras mi última oportunidad -le dije.

Le hizo gracia.

– Deja eso para tus libros -comentó.

– Estás de broma -dije-, nunca pondría una tontería semejante en un libro. Sé perfectamente que nadie se la creería. Es excesivamente difícil de entender.

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