Me desperté en el hospital, justo al pasar la puerta con una chica bajo cada brazo. Sentía que mis pies iban arrastrándose por ahí atrás. Las chicas me abandonaron en un asiento y fueron a discutir del asunto con dos tipos jóvenes que llevaban bata blanca y que fumaban tranquilamente al fondo de un pasillo. Los tipos no se precipitaron en absoluto, y poco faltó para que me quedara dormido con el ronroneo de los neones y con mi sangre perlando el linóleo. La cosa duró un rato, y a continuación me levanté, abrí la puerta principal y me encontré afuera. Qué noche, me dije. Avancé por la acera buscando el coche con la mirada y oí que se me acercaban por detrás.
Subí al coche y me instalé tras el volante. Ellas se detuvieron, me miraron a través del parabrisas y luego subieron. No tenía nada que decirles. Me sentía en una fase depresiva, y pensaba que la cosa iría mejor si lograba llegar a mi casa y podía estirarme un poco, Para olvidar todo ese horror y la fuerza del destino.
– No encuentro las llaves -dije.
– Qué imbécil llega a ser -dijo Sylvie-. Es el típico tío que puede leernos una cosa así.
A esa tipa tendría que haberla hecho pedazos la primera vez que a vi. No la miré, no le contesté y tendí la mano para que me pasara las putas llaves.
– Oye -dijo Nina-, no te hagas el imbécil. No puedes quedarte así.
– Bueno, pero estoy cansado. Y ya no sangra.
Sylvie soltó una risita aguda, se inclinó por encima del respaldo delantero y empuñó el retrovisor. Lo dirigió hacia mi cara.
– Mírate -dijo-. Dentro de treinta segundos no te quedará ni una gota. Nos quedaremos tranquilas.
– Escucha, no hagas tonterías -añadió Nina.
Miré largo rato el cielo negro, con un limpiaparabrisas plantado justo en el centro de mi campo visual. Debían de ser las dos o las tres de la madrugada; había un montón de estrellas, y nada que me animara excesivamente. La entrada del hospital parecía un túnel luminoso. Pronto cumplirás treinta y cuatro años, me dije, y tus posibilidades de realizar un acto de valentía, cada vez son menores; tu cuerpo ya no querrá saber nada de eso, y además tienen razón, no te van a matar, HAZLO.
Abrí la puerta.
– Lo que me consuela -comenté- es que mi alma está intacta.
– Aja, vale -soltó la otra.
Me pusieron dos puntos de sutura, pero de los gordos, y un vendaje alrededor de la cabeza. No estuve demasiado tiempo entre sus manos, y encima los tipos dudaron durante un momento. Se preguntaban si valía la pena usar un poco de anestesia, y les di mi opinión sobre el tema. Aquellos dos cerdos me pusieron la inyección de mala gana e igualmente sufrí como un condenado durante el minuto que duró la operación.
Volví al coche con las piernas tiesas. El aire tibio me sentó bien. Las dos chicas charlaban en la parte trasera fumando sus cigarrillos. Al verlas, tuve ganas de agarrarlas a las dos y echarlas a la calle, pero no estaba realmente seguro de tener la fuerza suficiente. Eran unas ganas bastante confusas, y además, andaba falto de sueño.
Me metí delante y vi que las llaves estaban en el contacto.
– Espera -dijo Sylvie-. Conduciré yo.
Me deslicé hasta el otro asiento. Ella rodeó el coche por fuera cuando pasaba a la altura del maletero Nina apoyó la mano en hombro:
– No sé si te lo podré explicar -me dijo.
– No sé si lo podré comprender -le dije-. No tengo ganas de pensar.
Sylvie se sentó a mi lado y me lanzó una mirada inhabitual, con una pizca de interés y una sospecha de simpatía.
– ¿Qué te pasa? -le pregunté-. ¿Te sientes tocada por la Gracia?
No me contestó de inmediato pero siguió mirándome, aunque de forma más normal; así me resultó más fácil poner las cosas en su punto:
– No olvido que ha sido TU puto amigo el que me ha hecho esto. No voy a olvidarlo nunca.
– De acuerdo -me dijo-. Pero lo que pasa es que de verdad te arrastraste por la casa, y ahí se fastidió el asunto.
Me eché a reír en el coche, con los ojos fijos en el techo. Ella accionó el contacto y yo seguí riéndome durante casi un kilómetro. Se preguntaban por qué y yo les mentí, les dije una tontería para calmarlas. En realidad no me reía de ninguna cosa divertida, me reía de mí mismo, de la manera en que todas esas chicas me poseían y, de forma más general, de los innumerables poderes que las mujeres tienen sobre los hombres. Ni Jesús había tenido tantos poderes, y esa evidencia me hizo sonreír durante al menos trescientos cincuenta metros más.
El break bajó el morro y tomó una larga bajada que iba directamente hasta el mar. Era una ocasión de oro para los tacaños y los que estaban pelados. El contacto cerrado durante los dos kilómetros de suave bajada. Yo lo había hecho al menos cien veces en esa carretera. El silencio silbaba como las alas de un planeador, siempre y cuando un gilipollas no te pasara a ciento ochenta, y el aullido de su airado motor no se te quedara en los oídos y te lo estropeara casi todo. Claro que siempre no era así, a veces se iban a hacer sus memeces a otro lado, y dejaban que te deslizaras hasta la playa con una sensación de ingravidez y de placer desmesurados. La economía de carburante era irrisoria.
Sylvie aparcó el coche frente a mi casa. No me salió ni una palabra. Ellas bajaron sin esperarme, y no lo lamenté. Nina atravesó el jardín iluminada por un rayo de luna, envuelta en su sábana. Yo sé que hasta los menores esfuerzos siempre son recompensados de una u otra forma, me daba perfecta cuenta al mirarla. Reconozco que movía bien las caderas; reconozco que a veces mundo recibe el toque de la belleza.
Cuando salí, una ráfaga de viento barrió la calle, y me estremecí. Vi que había luz en mi casa y me acordé de Cecilia y de Lili. Aquello sumaba mucha gente, y muchas historias aparecieron en mi cerebro como nubes que se dirigieran hacia la tempestad; todo se complicaba y yo me preguntaba si iba a tener fuerzas para vivir todo eso. Soy gilipollas, nunca llevo un arma conmigo. Soy guipollas. Casi todos los escritores lo son.
Crucé la puerta, atravesé el pasillo y me dirigí directamente hasta mi sillón. Marc estaba dentro. Me quedé de piedra por un segundo, y luego me dije piénsatelo bien, aparte ese tipo NO HAY MÁS QUE CHICAS en la casa, y sabes qué clase de chicas; no te hagas el héroe, no le busques las cosquillas aunque sea un imbécil cualquiera, coge la jodida mano que te tiende.
– Hola Marc -dije-. Olvidemos todo lo que nos separa.
Hizo un gesto con la mano y luego se levantó para dejarme el sillón; en realidad, tal vez no fuera tan mal tipo. Físicamente estaba mejor que yo y era más joven, pero seguro que era una total nulidad como escritor. Si fuéramos los dos únicos machos de la tierra, seguro que me llevaba de calle a todas las mujeres un poco inteligentes. Ja ja, gracias por el sillón, le dije.
– Oye, parece que necesitas descanasr, ¿no? -dijo-. ¿Qué te ha pasado?
– Una acera. Venimos de urgencias.
Cecilia vino a ver y se sentó en uno de los brazos del sillón. En ese momento Lili salió de la cocina; todo el mundo se miraba. En dos palabras le expliqué que salíamos de casa de un amigo, que tontamente me había torcido el tobillo saltando los escalones, que todo el mundo se había reído cuando me caí entre los cubos de basura, y que luego las risas pararon en seco cuando me levanté coi la cabeza abierta.
– Me parece que los dejé alucinados a todos -concluí.
– ¿Y qué hace Nina vestida así? -preguntó Cecilia.
– Recogió litros y litros de sangre con su falda -dije.
Pero sobre todo era yo quien les interesaba. Parecía un veradero desgraciado con mi vendaje. A continuación apareció, como por milagro, una botella de cerveza entre mis dedos y me la fui tomando a sorbos, entrecerrando los ojos; lentamente tuve la sensación de que todo volvía a ponerse en orden y de que pronto iba a poder dormir. Casi me sentí eufórico. Siempre he sido sensible a las cosas que dan sentido a la vida.
Nina desapareció en el cuarto de baño con Sylvie pisándole los talones. Sylvie salió sola al cabo de cinco minutos, pero yo había decidió no preocuparme por nada. Ya estaba bien por esa noche. El que no sabe desconectar a tiempo quedará aplastado como un yunque en el fondo de un precipicio. Marc hablaba de cosas tan fútiles y ligeras que entré en la conversación. Traté de agarrar unas cuantas botellas de cerveza, de paso. No me fue tan mal.
– Además -decía Marc-, desde hace años no se ha escrito nada nuevo.
Me miró de reojo.
– Por supuesto, no hablo por ti -rectificó-. Pero cuando pienso en todas las mierdas que editan y en que han rechazado mi original…
– Lo siento, chico, no lo sabía -dije.
– Esos tipos, que son incapaces de escribir una sola línea que valga la pena, me han devuelto mi original. Cristo, me parece increíble. No se ha publicado nada bueno desde hace diez años.
– De acuerdo -dije yo-, las nueve décimas partes son para echar a la basura, hay cosas buenas entre el resto. Tampoco exageres.
– Coño, a ver, nombres. Cita nombres -dijo-. Dime sólo una o dos cosas que valgan realmente la pena.
– Esta Édouard Limonov, que es soberbio, y la chica que ha escrito Una baraque rouge et moche … La he leído dos veces. En general, las mujeres no valen nada haciendo literatura, pero algunas han llegado a lo más alto.
Mientras charlábamos, me emborraché tranquilamente. Empecé a beber largos tragos sin preocuparme por nada de nada. Sabía que en algún momento iba a derrumbarme en un rincón oscuro, semiinconsciente, a la espera de que me tumbara el sueño, con los brazos y las piernas paralizados.
– Por cierto -dijo Cecilia-, ¿sabes que nunca se me ha presento la ocasión de leer un libro tuyo?
– No importa -le dije-. No era obligatorio. Trata de leer el próximo.
– Bueno, yo sí los he leído -dijo Marc-. Y me gustaría hablarte de ellos…
Mierda, ya está, pensé, se cree que somos de la misma gran familia; se cree que le debo algo, y ahí la caga, porque no tengo la impresión de formar parte de nada de eso.
– No, no sirve de nada hablar. Y me jode -dije.
También él debía de haber bebido un poco. Estaba sentado muy tieso pero peligrosamente inclinado hacia delante. Intentó taladrarme con la mirada, bajó la cabeza como si se divirtiera y volvió a mirarme de nuevo.
– ¿Así que no te interesa conocer mi opinión?
– No -dije yo-. He sido comparado con Rimbaud, Bukowski, Céline, Kafka, Faulkner y otros que no recuerdo. No puedo esperar gran cosa más en vida.