Hacía exactamente una semana que Cecilia vivía en mi casa, cuando llegaron los problemas. Estaba jugando una partida de dominó con Lili, tranquilamente, en plena tarde y con una cerveza en la mano. Estábamos instalados bajo la ventana, y ella acababa de poner el doble seis cuando oímos que llamaban a la puerta de una curiosa manera. Ya está, pensé, ya la jodimos, y me levanté suspirando para ir a abrir.
Eran dos y me colocaron sus credenciales bajo la nariz, dos enormes policías en camiseta que entornaban los ojos en el umbral de mi puerta. Así, de golpe. Me dije no tengas miedo, no pueden entrar, no pasarán. Tenían las caras como si vinieran de una boda, como si hubieran bebido a pleno sol. El primero me sonrió, era un tipo moreno con el pelo ensortijado; y el segundo, un rubio con ojos de mujer, horrible, entró rápidamente, sin que yo pudiera hacer ni un gesto.
El moreno cerró la puerta sin dejar de sonreír.
– Bueno, a ver, ¿qué les pasa? -dije.
– ¿Qué representa esa cría? -preguntó el rubio.
Separé los brazos y me reí.
– No se preocupen, no es lo que se imaginan. Les puedo dar la Erección de su madre y su número de teléfono. No la he raptado, atábamos jugando una partida de dominó.
– Ajá, pero no hemos venido por ella. Hemos venido por la otr3 Parece que te gusta la juventud, ¿eh?
– ¿Qué otra? -pregunté.
El moreno estaba muy cerca de mí, lanzó su puño contra mi barriga y me doblé en dos. Conseguí retroceder hasta una silla y me senté. Los tipos dejaron que recuperara el aliento y encendieron sus cigarrillos mientras revolvían un poco por todos lados. Lili seguía con su doble seis en la mano y lo aferraba mientras se mordisqueaba los labios. Yo respiraba como un fuelle viejo. El moreno entró en el cuarto de baño y luego vino hacia mí con una caja de «Tampax» en la mano. Mierda, no, no puede ser, pensé.
– Fíjate en lo que he encontrado -soltó el pasma-. ¿Quién los usa, la cría o tú?
Mi cerebro trabajaba en el vacío, incapaz de encontrar la respuesta. Realmente, era demasiado idiota eso de haberse olvidado la cosa aquella en un rincón. Por suerte, Lili salió en mi ayuda.
– ¡Deje eso, que es de mi mamá! -chilló.
El poli se volvió lentamente. Tuve ganas de gritar pero no me salió, y sólo conseguí hacer un curioso ruido con la boca. Se acercó a Lili golpeándose el muslo con la caja, se agachó delante de ella y sus pantalones estuvieron a punto de reventar. Removía sus rizos ante Lili:
– A ver, tú, ¿qué cuento es ése?
Lili bajó la mirada. Me puse en su lugar; yo habría hecho lo mismo si me hubieran tratado así cuando tenía ocho años, si me hubieran metido esa cara de enloquecido bajo las narices o algo por el estilo, alguna cosa de la vida que te reviente. Bueno, pero yo no estaba totalmente fuera de combate. Me removí en mi silla.
– Es verdad -dije-. Es verdad, son de su madre. No entiendo qué es lo que quieren…
El rubio se plantó frente a mí. Sudaba por todos los poros de su piel.
– Te aconsejo que no nos toques los cojones -dijo-. Sobre todo porque no tragamos a los chorbos de tu tipo, ¿vale?
– ¿Y qué? -dije-. Soy inocente.
– No… no tienes facha de inocente -soltó el otro.
Santo Dios, casi lo había olvidado. No me había afeitado desde hacía dos o tres días y sé que esas cosas no les gusta ver pelos en la cara. Mierda, ¿por qué nunca se presentan cuando estás recién afeitado, en ayunas, y acabas de ponerte una camisa limpia?
El rubio se acerco a la ventana, se secó la cara con un pañuelo y se puso a mirar el paisaje.
– Mira, no te canses. Sabemos que ha estado aquí. ¡Coño, vaya vista que tienes, tío!
– ¿Pero de quién están hablando? ¡¡¿DE QUIÉN, mierda de mierda de mierda?!!
El moreno me puso la foto de Cecilia ante los morros. Se la habían tomado dos o tres años antes. Ahora estaba mejor, pero me abstuve de hacer comentarios sobre el tema. Sorbiendo, el tipo volvió a guardarse la foto en el bolsillo.
– No nos tomes por imbéciles -me recomendó.
– Sí, la conozco -dije-. Es una plasta y una liosa. La vi no hace mucho, se había ido de casa…
El rubio se volvió hacia mí, con sus ojos de mujer en celo.
– Exactamente. Y vamos a encontrarla. Puedes estar seguro, chico.
– Ya se las apañará -les dije-. Pero fíjense, ya vivo con una mujer y no soy tan hacha como para cargar con dos. No soy Supermán, tíos, se han equivocado de puerta.
Se produjo un momento de vacilación. Había dado en el blanco y lo aproveché para agarrar la botella de coca cola y liberarla de medio litro de una tirada.
– No se preocupen -añadí-. Cecilia es una chica que tiene sesos. Su padre tiene un montón de pasta. Volverá…
– No me importa nada esa gilipollas -dijo el rubio-. Pero es menor y eso hace que tengamos que trabajar. Tenemos que ver a todos sus amigos.
– No soy amigo suyo, apenas la conocía.
– Bueno, en todo caso, la vamos a encontrar. Se la debe de estar tlrando un chorbo de tu tipo, y sólo de pensarlo me da náuseas. ¡Mierda, nunca lo entenderé!
– Sí, hombre, son unas imbéciles -comentó el otro-. Unas peañas imbéciles…
– No tiene, nada que ver -dije yo.
El rubio se sentó en un ángulo de mi mesa y observó la habitación moviendo la cabeza. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla por encima del hombro. Se inclinó hacia mí mientras se rascaba el culo. Yo me pregunté si notaría lo mismo que yo, aquel increíble olor que llevaba encima. Y apreté las mandíbulas.
– Oye, ¿cómo te lo montas? -me preguntó-. ¿Cómo consigues estar jugando al dominó en plena tarde un día de semana?
– Tengo una beca -le dije.
– Claro, los tipos como tú tienen su beca, evidentemente. Y los demás curramos para pagar a chorbos como tú, ¿lo sabías? ¿No te hace reír?
– No es nada del otro mundo, apenas me da para sonreír.
Me sopló el humo en plena cara; seguro que con ese calor le parecio que era lo que le costaría menos esfuerzo.
– ¿Y qué es lo que sabes hacer, eh, gracioso? -me preguntó.
– Soy escritor -afirmé.
Pestañeó y se destornilló de risa.
– Jo, vas a hacer que me duela la barriga. Muy bueno lo tuyo, muy bueno -exclamó.
Se dirigió a su compañero señalándome con el pulgar.
– ¿Lo has oído? Muy bueno, ¿no?
El otro articuló una especie de chirrido obsceno.
– Claro, pero seguro que nunca has publicado un libro -siguió el rubio.
– Sí -le dije-. Pero eso no es difícil, lo duro es escribirlo.
– Mierda, eso tampoco lo entiendo. ¿Cómo es posible que tipos así escriban libros? Mierda, no sé, o lo que pasa es que sacan cualquier cosa.
– Estoy de acuerdo -dije-. Pero estamos en una época de reflujo. Habrá que esperar para que emerjan las cosas buenas.
– Eso, porque además seguro que te consideras de los buenos, ¿no?
– Estoy entre los mejores. Pero no me sirve de mucho, porque el dinero no viene.
– Joder, no te das importancia ni nada… No te consideras ninguna mierda, ¿eh?
– No, no me considero nada en particular. Oigan, no quisiera que pensaran que les echo a la calle, pero me siento un poco confuso. Espero que ya habrán terminado, ¿no?
El rubio se levantó lentamente y me mandó una mirada asneada mientras bostezaba.
– Vale, pero a lo mejor volvemos a vernos, ¿eh? Nunca se sabe. A lo mejor se te han cruzado los cables y has querido tomarnos el pelo, nene…
– A ver -les dije-, al menos vamos a ponernos de acuerdo en algo. No se me ocurre lo que pueda pasar por la cabeza de la chica ésa, no soy su madre. Es capaz de volver a pasar por aquí. Yo qué sé; no me importa.
– Claro, escritor, pero al menos sabes utilizar un teléfono, ¿no?
Asentí con la cabeza. Los dos enloquecidos se dirigieron hacia la puerta y sentí el aire que se desplazaba en la habitación. Es una lástima que salga tan caro caerle encima a un pasma, pero pensándolo bien todo sale caro en esta vida y de verdad que es difícil no tener el corazón lleno de rabia; es difícil no sentir ahogo en ciertos momentos.
Al salir, el rubio giró sobre sí mismo y me miró un momento, rascándose la cabeza.
– Cuando te miro -me dijo-, cuando veo a un tipo como tú, fíjate bien, me jodería realmente que fueras de verdad un escritor.
– Qué más da -dije-. No importa. No lo llevo escrito en la cara.
Cuando se largaron, volví a la partida de dominó y perdí varias veces seguidas. Permanecimos en silencio durante toda la tarde. Lili no me cargó con preguntas idiotas, había cazado perfectamente toda la historia. A veces tengo ganas de hacer como los viejos, bueno, como algunos viejos, los que aún tienen sangre en las venas; tengo ganas de confiar en la nueva generación. Afortunadamente esas ganas me duran poco tiempo.
Luego nos acercamos un momento hasta la playa y caminamos bajo un sol rasante que se nos enredaba en las piernas. Al volver, me sumergí en mi novela y maté a dos tipos. Me sentí mejor, pero estaba vacío. Y no era por culpa de la historia, no, era por culpa de mi estilo. Mi estilo me vaciaba.
Cecilia volvió hacia las dos o las tres de la madrugada. Yo seguía sentado en mi silla, en la penumbra, escuchando música y fumando cigarrillos, con el cuerpo roto en mil pedazos y dolorido. No tengo noción del tiempo por la noche, y me gusta, me gusta pensar lentamente, creo que llegaré al éxtasis en un momento así. Me imagino cayendo de rodillas entre el humo de los cigarrillos sonriendo hasta que se levante el día con el cerebro hecho papilla; pero me pregunto si hago todo lo necesario para llegar a ese punto, me pregunto si la Gracia va a concederme circunstancias atenuantes.
Cecilia avanzó hacia mí sonriendo. A los dieciocho años tienen una sonrisa salvaje, si pudiera las poseería a todas a esa edad, o a los veinte como máximo. La miré y me pregunté cómo había hecho para meterse en unos shorts tan apretados, si le habría hecho daño y si ahora la cosa iba mejor. Me parece que el pantaloncito era ligeramente luminoso, o tal vez era la luna, quizás un pequeño rayo se colaba por encima de mi hombro.
– ¿Qué tal? -me preguntó-. ¿Ha ido bien?
– Formidable -le dije-. Excepto que nos olvidamos de esconder los «Tampax», ¿qué gracioso, no?
Elevó la mirada al cielo.
– ¡Oh, no! ¡Mierda! -exclamó.
– Eso, mierda. Además, hemos prometido que volveríamos a vernos. No han terminado de jodernos.
Hundió las manos en sus bolsillos; un segundo antes habría jurado que era totalmente imposible, pero no podemos estar seguros de nada en este mundo. Luego miró hacia otro lado.