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Cecilia entró primero.

– Guaaauuu… empiezan a caer gotas -dijo-. Pues vaya lo que has tardado en abrir, ¿no?

– ¿Gotas? -pregunté-. ¿Estás de broma?

Al mirar hacia afuera me di cuenta de que estaba casi oscuro, y no debían de ser más allá de las siete. Era realmente increíble. Salí, me quedé en mi trozo de jardín podrido mirando hacia arriba, parpadeando para ver esas mierdas. El cielo se había cubierto de repente; se sentía que estaba allí mismo y parecía que podías reventarlo de un lanzazo para terminar de una vez. Volví a entrar lanzando un penalty en la grava. El trueno sonó cuando aún tenía la pierna en el aire.

A continuación empezó a llover muy fuerte, era una tormenta lnrernal con aceras humeantes y zigzags en el cielo. Hacía un calor espantoso, opresivo. Me quedé apoyado en la puerta y conté a todas aquellas tías que daban vueltas por la habitación. No las oía pero no tenía ningún tipo de ganas de meterme ahí. Entonces agarré mi cazadora sin decir ni una palabra y me fui.

Caminé un poco bajo la lluvia. Me sentaba bien. Comencé a trotar con los codos pegados al cuerpo, durante trescientos o cuatrocientos metros, no porque me gustara el deporte sino para vaciarme el cerebro. La tormenta se alejó suavemente; la calle subía; llegué hasta el cruce con la calle ancha, me apoyé en el semáforo, que estaba en rojo, y con los dientes me corté una uña que estaba demasiado larga.

El lugar estaba totalmente desierto. Era curiosa aquella cabina iluminada interiormente, justo en un ángulo de la acera; era casi mágica con sus reflejos azulados y sus chapas de dos metros y medio rodeando los cristales. No traté de resistirme, atravesé el cruce en diagonal y entré en ella. No veía casi nada del exterior, excepto el cielo que viraba a tonos apastelados entre las nubes. La cosa se ponía mejor.

La guía colgaba de una cadena gruesa, busqué el hospital y con cierto nerviosismo marqué el número. Me salió una especie de histérica un poco sorda, de esas que trabajan por la noche; le expliqué la historia y le dije que quería hablar con Nina. Me abandonó durante un cuarto de hora para consultar su fichero. Yo no hacía más que meter monedas en el trasto y al final apareció y me comunicó con voz rechinante:

– NNNaaaaannnn… Aquí no hay nadie que se llame así.

– Mire, señora, creo que debe haber un error.

– ¿Eeeehhhh? ¡No oigo nada! ¿Qéééé diiice?

Se lo repetí mas despacio, articulando bien. Empezaba a tener la mano dormida de tanto aferrar el teléfono, y me habría gustado estirar el cable con un golpe seco para hacer que pasara por encima de su mostrador. Pero aquella buena mujer era una verdadera maldita condenada, se notaba perfectamente que le encantaba desempeñar su pequeño papel de Señora – que – no – permita que – los – chalados – y – los – plastas – metan – las – narices – en – sus registros.

– ¡Peero no le estoooyyy diciiieeendo que no estááá aquíííí!

– Por favor, la han operado hace tres o cuatro días. Óigame, es muy grave, es absolutamente necesario que hable con ella.

– Bueno, mire, yo tengo trabajo y no voy a estar oyendo sus lloriqueos toda la vida. Para la próxima vez, lo único que tiene que hacer es ponerle una correa.

Yo no tenía ni pizca de ganas de bromear; sólo tenía enfrente esa caja de hierro que se había tragado mis monedas, y la buena muier, con sus imbecilidades, había encontrado el sistema de irritarme al máximo.

– ¡Me cago en la puta! A usted le PAGAN por hacer ese trabajo,, ¿no?

– Le estoy diciendo que aquí no hay nadie que se llame así. ¡Está sordo o qué, especie de idiota!

– ¡Voy para allá! -rugí-. ¡Voy para allá, tía! ¡Y me voy a cargar tu chiringuito con tus tetas postizas!

– Perfecto, aquí lo espero. Nos gustan los tipos de su estilo, ponen un poco de ambiente.

Tardé un poco en darme cuenta que la tía había colgado. Estaba preguntándome qué demonios significaba esa historia; la chalada aquélla seguro que se había jiñado, pero la verdad es que sentía una sensación extraña, una cosa desagradable. Tengo una especie de olfato para las putadas.

Regresé a casa sin apresurarme; en cualquier caso, el día había terminado, quiero decir que para mí había terminado. Las aceras ya tenían zonas secas, y yo me sentía totalmente una cosa. No me encontraba bien. Regresé por la playa, dejando una pista muy clara tras de mí. Me detuve para mear, pensé durante un momento y me pregunté qué podría hacer mañana o cualquier día; la atmósfera estaba pesada y me quedé mirando a una gaviota que bajaba en picado por un rincón de cielo violáceo.

A medida que me acercaba a la casa, mis nervios iban ganando terreno, y cuando llamé a la puerta estaba de un humor espantoso. Afortunadamente la rubia se había ido y se había llevado a su hija, lo que me dejaba un poco de espacio para andar arriba y abajo. Las otras dos se preguntaban qué mosca me habría picado. Creo que ni me dirigieron la palabra.

Por la noche, jodí a todo el mundo. Me empeñé en asegurarme de que Lili se tomaba sus cosas con flúor. Venga, que te estoy mirando, dije, y le pedí a Cecilia que guardara sus cosas y sus bragas que estaban tiradas por el suelo. Me ponía nervioso y quería que la habitación quedara COMO UNA PATENA; era una especie de idea fija. Gesticulaba ampliamente con los brazos, iba de un lado a otro con una especie de rictus; me senté y me levanté un mínimo de cincuenta veces y encendí todos los cigarros que había en la maldita casa.

Lili se acostó en los cojines que habíamos colocado en un rincon. Me dedicó una mirada implacable antes de girarse hacia la pared, y yo aproveché para abrir las ventanas. El poco aire que soplaba me hacía bien, y no levanté los ojos hacia la noche sino que miré a un tipo que paseaba a su perro y a las gaviotas que se separaban graznando. No sé por qué pero algunas visiones te anonadan.

A continuación, Cecilia desapareció en el cuarto de baño sin decir una palabra, y yo escribí un pequeño poema sobre la fragilidad del sexo. Salió totalmente desnuda. Pude ver el hilo del «Támpax» que colgaba entre sus piernas, y en cierta forma preferí que fuera así. Ella se acercó a la cama con la cara larga. Tienen gracia a los dieciocho años, a veces te parece que puedes consolarlas con un cesto de cerezas o con una tableta de chocolate. Se metió bajo las sábanas y también me dio la espalda. Perfecto. Dejé encendida únicamente una pequeña luz y me metí en la cocina para tomarme un gran vaso de agua.

Me quedé un momento inclinado encima del fregadero, mientras el agua salía. El vaso se me escurrió entre los dedos y estalló bajo el grifo. Todos esos trozos de vidrio me fastidiaron; no me veía metiendo las manos ahí dentro con los nervios hechos puré.

Decidí olvidar el asunto. Salí de la cocina, y con el corazón ligero me dirigí hacia mi novela.

Trabajé durante toda la noche. Me dormí de madrugada y no abrí un ojo hasta la tarde. El silencio era perfecto y me pregunté si no estaría soñando. Me senté en la cama, con la cabeza apoyada en las rodillas, y esperé a que pasara. Pero seguía sin oír el menor ruido.

En la cocina encontré una nota explicándome que no me preocupara, que se habían ido a la playa y que encima de la mesa me habían dejado dos grandes rebanadas de pan con mantequilla, una taza y café. Rápidamente tiré el pan a la basura. No puedo comer nada cuando me despierto, y menos si lleva kilos de mantequilla. A Nina le pasaba lo contrario, y por eso no solíamos hacer el amor or la mañana; yo prefería levantarme de golpe y arrastrarle hasta la ducha. Siempre pensaba en ese pan mojado que se deshacía en su estómago. Por las mañanas nunca pensaba en su alma.

Me pasé el resto del día ocupándome de esa historia, llamando por teléfono sobre todo a ese condenado hospital, cambiando la voz, lloriqueando o haciéndome pasar por inspector de policía. Pero siempre me daban la misma respuesta, y tuve que rendirme ante la evidencia de que Nina no había puesto jamás los pies en aquel hospital.

Empecé a hacerme a la idea de que me había tomado el pelo. Por supuesto sus amigos no sabían nada, nunca habían oído hablar de ningún hospital, ni de ninguna gilipollez por el estilo. Sí, podía decirse que me la había dado con queso. Me había confiado a su hija y había izado velas. De verdad, yo era el mayor gilipollas del mundo.

Cuando las chicas regresaron, no las puse al corriente de nada, sino que aparenté estar trabajando. No dejé de apretar las mandíbulas ni un momento en toda la noche, pero no estuve realmente desagradable. La presencia de Cecilia me calmaba un poco, hacía que las cosas fueran menos duras. Pero tenía la mente demasiado perturbada para obtener el máximo provecho. Estaba medio sonado.

Creo que habría perdonado a cualquier otra persona. Sé lo que uno se ve obligado a hacer a veces para salir adelante, esas rupturas en la sombra, todas esas locuras, pero no podía dejárselo Pasar a Nina, a ella no. Nina era especial. Yo sabía ser duro conmigo mismo, así que no hacía diferencias con ella. Habría dado cualquier cosa por saber qué estaba haciendo en aquel momento. Que nadie viniera a joderme con consideraciones de orden moral, no estaba dispuesto a aceptar la menor imbecilidad de ese tipo.

Me pasé parte de la noche clavado en mi sillón, con los pies apoyados en el antepecho de la ventana. Todas esas olas me daban náuseas, me traían siempre las mismas preguntas: ¿dónde estaba Nina?, ¿por qué lo había hecho?, ¿cómo iba a saberlo? Oh, mundo brutal, mundo sin piedad. Me levanté y miré durante largo rato a las dos chicas antes de acostarme; dormían como dos ángeles. Oh mundo increíble con tus luces y tu juego de piernas.

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