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Aparqué cerca del hotel a última hora de la tarde. Me dirigí a la recepción. El tipo me reconoció.

– Quisiera estar en la misma habitación -le dije.

– Mire -comentó-, me gustaría que no tuviéramos los mismos problemas que la primera vez, ¿eh?

– No habrá problemas -dije-. Puedo pagarle por anticipado.

– Eso me parece muy razonable.

Le firmé un cheque y me tendió las llaves con aire satisfecho.

En una época, viví en ese hotel durante ocho o nueve meses, trabajaba en los muelles y escribí allí mi primer libro. Había pasado por momentos lamentables en los que debía escurrirme por la puerta de emergencia para no pasar por recepción. Había pasado por un período bastante negro durante aquel año, pero había logrado salir a flote.

– No le indico el camino -dijo el tipo.

– Esta vez, tomaré el desayuno en mi habitación.

– Vaya, parece que ha pasado mucha agua bajo el puente, ¿eh?

No le contesté nada a aquel tarado. Tomé el ascensor hasta el octavo y volví a encontrar mi habitación. Sentí algo, y además no había cambiado nada, la jabonera seguía rota y, como antes, tenías que tirar como un loco para abrir la ventana. Justo por el exterior pasaba una escalera de emergencia, y por la noche, cuando la luna caía justo encima, podía quedarme durante horas y horas mirando el espectáculo desde la cama. Era aquello o nada.

Caía la noche, dejé mis cosas en un rincón y fui a darme una ducha. A continuación, me estiré en pelotas sobre la cama. Hacía buen tiempo, pero por desgracia no había luna y el cacharro aquel allá afuera, no era más que una sombra negra sin alma; qué lástima, porque mi felicidad no era completa. Me tragué una cosa de esas que te mantienen despierto y que te sacuden las plumas y me levanté de un salto. Instalé la mesa delante de la ventana, cogí mi original y empecé a leerlo desde la primera página.

Hacia las dos o las tres de la madrugada me di cuenta de que me castañeaban los dientes y me levanté para cerrar la ventana. Eché un vistazo abajo, a la calle. Los neones daban la impresión de un río coloreado y los coches se deslizaban por él como torpedos plateados. Me sentaba bien cambiar un poco de paisaje pese a que aquél no me gustaba demasiado. Veía muchas manzanas de casas y esa visión me desanimaba. Casi podía oler el sudor de la gente que vivía en la casa de enfrente; estaban demasiado cerca para mi gusto, y lo que fastidia de las ciudades es que hay demasiada gente a la vez. Pero era perfecto para lo que yo quería hacer. Así que volví al trabajo envuelto en una manta descolorida, cambiando una palabra, desplazando una coma y pestañeando hasta el amanecer.

Apenas abrieron las tiendas, bajé para hacer algunas compras. Iba con los ojos enrojecidos y me sentía cansado, pero no tema en absoluto ganas de dormir. Había gente en las calles, en las tiendas, en los coches, en los pisos… era algo que ya casi había olvidado. Había olvidado un poco los centenares de miles de individuos que se despertaban a la misma hora y no quería vivir aquello otra vez. Aterricé en un pequeño bar de barrio y me bebí dos cafés sin apenas despegar las mandíbulas. Cuando salí, el cielo estaba completamente blanco.

Compré algunas cosas indispensables, además de cigarrillos y cervezas, y regresé al hotel. Tuve un plantón frente al ascensor y me dediqué a mirar la gente que desayunaba. En conjunto no eran nada divertidos, todos parecían pensar en algo; era verdaderamente el lugar ideal para trabajar en paz.

Me quedé encerrado durante toda la mañana, llovió durante alrededor de una hora y bajé inmediatamente después para comer algo en un autoservicio. Volví a mi original tan pronto como pude, y acabé la lectura hacia las ocho de la tarde. Estaba reventado, puse los folios en orden y me metí en la cama. No estaba descontento de haber llegado hasta allí.

Al día siguiente, por la mañana, me senté frente a la ventana, instalé la máquina encima de la mesa y ataqué de firme. No era un escritor a la moda, no formaba parte de ninguna corriente y no tenía ninguna idea particular que defender, lo que me dejaba bastante libertad. Podía dejarme llevar, podía buscar un poco de placer y podía hurgar con el dedo en zonas un poco sensibles, sin ningún gilipollas a la vista. Parecía una carrera loca, pero con la diferencia de que yo sabía adonde iba.

Estaba verdaderamente tranquilo, el hotel permanecía silencioso durante el día. No conocía nada tan mortal como aquella habitación, pero tenía la ventaja de dejarle a uno la mente tranquila y de hacerle olvidar la hora. Además, los precios eran correctos y cambiaban las sábanas dos veces por semana. Me encanta eso de ver que alguien se encarga de mi cama y sacude las almohadas bajo un rayo de sol, eso es lo que me gusta de los hoteles. Y por la noche, tienes la impresión de que podrás alzar el vuelo a través de la ventana o el sentimiento de que va a ocurrirte algo. Me levantaba una y otra vez para mear. Un poco más tarde entró un tipo en la habita-ción.tde al lado y puso la radio a todo volumen. Tuve que pegarle unas cuantas patadas a la pared antes de encontrar de nuevo el hilo de mis pensamientos. Quería acabar aquel capítulo a cualquier precio antes de parar un poco, aunque tuviera que arrancarme las palabras una a una.

Estuve hasta muy entrada la noche. Oí vagamente que llamaban a la puerta y me volví én el momento que abrían. Era una rubia con una bata, de unos cuarenta años y con el pelo sobre los ojos.

– ¡Eh, oiga! No consigo pegar un ojo con la máquina eléctrica ésa.

– ¿Qué hora es? -le pregunté.

– Da igual, qué importa, de todas maneras no puedo dormir. Usted conocerá algún sistema para dormir, ¿verdad? Creo que lo he probado casi todo.

Atravesó la habitación y se acercó a la ventana.

– La mía da a un patio, y no es nada divertido.

– ¿Quiere una cerveza?

– Sí, gracias. Y a propósito, ¿concretamente, qué está haciendo?

– Estoy escribiendo un libro.

Me miró con los ojos como platos.

– No es cierto… -dijo.

– Lo juro -contesté.

– Vaya, pues es formidable… Caray, un libro con una historia y personajes, una verdadera historia, ¿no?

– Exacto, ha acertado plenamente…

Se sentó en un ángulo de la cama con su cerveza y miró el techo sonriendo.

– Vaya, no sé decirle lo que siento, pero me parece formidable.

– Aprecio mucho lo que me dice… De verdad.

– Creo que es una cosa que realmente me habría gustado; me habría encantado escribir libros.

– Es un buen principio.

– No se ría de mí.

– Hablo muy en serio, es la pasión lo que hace que las cosas brillen.

Nos tomamos un trago y ella se dejó caer hacia atrás en la cama, pero sin descubrir las piernas. Sólo era cuestión de relajarse. Vi fácilmente la diferencia y me estiré encima de la mesa.

– Sé de una que mañana estará totalmente reventada. Y me lo volverán a echar en cara… -dijo ella.

– ¿Es muy duro? -pregunté.

– No demasiado, trabajo en un autoservicio aquí cerca y no me canso demasiado. Lo duro es estar de pie todo el día con los tobillos hinchados y respirando esos olores de comida.

– Mierda, me lo imagino.

– Sí, y como la cosa siga así no voy a salir a flote. No logro ahorrar ni lo necesario para alquilar un apartamento en la zona. Creo que me haría bien encontrar un apartamento. A lo mejor podría dormir normalmente.

– ¿Está sola? -pregunté.

– Sí, soy viuda y no tuve hijos. No estoy segura de haber sacado un buen número, pero no me quejo, fui feliz con un tipo durante varios años. Creo que ya tuve mi parte.

Se rió echándose el pelo hacia atrás.

– A lo mejor por eso no puedo dormir -dijo-. ¿Será que ya no lo necesito?

– Realmente, tienes la moral de acero -le dije-. Me alegro de conocerte.

– No te lo creas. Podría hacerte llorar si quisiera. Podría hablarte durante horas de mi hermoso amor perdido y te dejaría clavado en la silla.

– ¿Quieres otra cerveza? No tengo nada más.

– Gracias, pero voy a tratar de dormir. Quiero dejarte una buena impresión.

Se levantó, apoyó una mano en mi hombro y se inclinó por encima mío para echarle un vistazo a la hoja que estaba en la máquina.

– Espero que escribas bien -dijo-. Espero que seas un gran escritor.

– Si te gusta una sola página de éstas -le dije-, es que soy un gran escritor.

– No, no te rías de mí, no soy una entendida.

– Nadie es entendido.

Cogió una hoja al azar y volvió a sentarse en la cama. Me levanté. Fui a que me comieran los nervios al lado de la ventana. A lo lejos se oían sirenas de ambulancia, o de bomberos, o de policía, continuamente. Realmente había que tener mierda en las orejas para acostumbrarse a ese ruido.

– ¿Puedo ver la continuación? -me preguntó.

Le pasé los últimos folios y tardó un rato. Tuve tiempo de tomarme tranquilamente una o dos cervezas. A continuación me devolvió el montón sonriendo.

– Me parece que me voy a la cama -dijo ella-. Pero tú puedes continuar, no va a molestarme.

– Muchas gracias -le dije-. Entra cuando quieras.

Estuve prácticamente una semana sin salir y el esfuerzo valió la pena: un hermoso montón de páginas, algo cuyo grosor ya se notaba entre los dedos y que pesaba un poco. Aparte eso, la pregunta clave era: «¿Qué es lo que puede impulsar a un tipo de treinta y cuatro, en lo mejor de su forma, a permanecer clavado en su silla durante días enteros y durante buena parte de las noches?» No, la gilipollez no lo explicaba todo y en realidad la respuesta adecuada era: «Lo que impulsa a un tipo a escribir es que no escribir es aún más espantoso.» Y me pregunto cómo podía mantener la sonrisa con unas ideas semejantes. Pero en cualquier caso tenía la moral invariablemente alta. Los días eran hermosos, posiblemente íbamos a tener una prolongación del verano, lo que me proporcionaba una buena luz para mi novela. Sentía que pronto iba a llegar el final, las mallas se cerraban y podía dejarme llevar. Mi estilo se hacía más líquido. Soy partidario del viejo y excelente método que consiste en contenerse al principio para después dejarse más suelto; es el más natural.

Me concedí un día de descanso antes de volver a sumergirme en la novela. Me tomé el café en la cama y a continuación me afeité. Escondí el original debajo del lavabo antes de salir. Siempre he escondido mis originales y de todas formas nunca he sido un tipo despegado. Aquello representaba algo para mí. Mierda para los que se rían.

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