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Tuve que aprender de nuevo a vivir solo. Tardé bastante, hay que encontrar un ritmo, tardé tal vez varios días, hay toda una serie de problemas fastidiosos a solucionar, pero uno siempre acaba saliendo más o menos bien.

En general, por la mañana iba de compras con aire estúpido o ausente; siempre me cuesta mucho despertarme cuando estoy solo, cuando la casa está silenciosa y oscura y cuando tengo toda esa cama sólo para mí. Tenía que hacer esfuerzos para no pensar en ella, trabajaba un poco más, ponía música y, cuando no tenía nada más que hacer, me iba a dar un baño a las olas y miraba las gaviotas.

A veces venía gente a verme o yo iba a pequeñas fiestas, por la noche, pero nada realmente importante. Generalmente terminab; medio borracho y volvía solo, ni siquiera cansado, y me quedaba durante horas enteras con los ojos abiertos en la oscuridad, estirado encima de las sábanas y con una jarra de agua al alcance de la mano.

Y una mañana ocurrió una catástrofe espantosa, era a fines de verano y las mañanas eran tibias, nunca me despertaba antes de Ia diez. Me tomé mi café y salí, sin esperar nada concreto. Como costumbre, abrí el buzón, y entonces me encontré con aquel mierda incomprensible. Encontré una carta que me anunciaba que mi beca había quedado suspendida por no sé qué absurdas razones, algo que no había rellenado, o que no había enviado a tiempo, o que no había encontrado, yo qué sé. Bastaba con que hubiera olvidado firmar uno de sus estúpidos cuestionarios para que toda la maquinaria se parara. Santo Dios, si me quitan eso estoy cazado, pensé. Y lo hicieron. Me cortaron los suministros de plano. Entonces fue cuando comprendí que había hecho una imbecilidad comprándome un «Jaguar», pero ya estaba hecho.

Al teléfono me contestó un tipo que parecía estar luchando contra el sueño:

– ¿Qué ha pasado? -pregunté-. No lo entiendo…

– Bueno, en mi opinión debe faltar algo en su expediente o algo por el estilo, pero no puedo decirle más… Tendría que mirarlo en la máquina.

– ¿Que tendría que mirarlo dónde? -solté.

– En la máquina, todo está clasificado en la máquina y está averiada desde hace tres días. Tendría que esperar.

– Pero, oiga, le aseguro que no estoy en situación de poder esperar. Me voy a ver obligado a comer, a pagar el alquiler y aquí afuera a nadie le importa nada que su máquina se haya estropeado…

– Y además -añadió el tipo-, todo eso nos va a retrasar, lo que no arreglará las cosas.

– Está de broma, ¿no? -pregunté.

– Qué va, no tengo fuerzas para estar de broma -contestó-. Cuando veo esas pilas de expedientes delante de mí, se me van las fuerzas.

Pensé que me quedaba lo suficiente para resistir algo así como te días. No podía dormirme, tenía que encontrar una solución rápidamente. Era preciso que lo dejara todo y que me dedicara a ganar dinero. Sentía que aún iba a tener problemas. Hacía ya mucho, casi un año, que no tenía que preocuparme, había estado tranquilo durante un año; evidentemente no era más que un pequeño cheque ridículo, pero había logrado resistir con él y ahora ya no lo tenía, se había terminado.

Es duro encontrar trabajo, pero aún es más duro encontrarlo rápidamente. Me decidí por un pequeño anuncio que decía que pagaban por días y daban la comida. Ya me veía con una bata y con cajas para llenar, un asunto en el que iba a tener dificultades par luchar contra el sueño, con la mirada clavada en el reloj como si fuera un tipo perdido en alta mar que nada hacia una boya. Pero no tenía elección, no soy como esos tipos que se dejarían morir de hambre antes que abandonar su obra. Así que me acosté temprano para despertarme en forma. Hasta pronto, novela querida, dije antes de dormirme, ojalá que el puño de mi talento pueda hundir el puto culo de esos chorbos que me obligan a abandonarte.

Me levanté temprano y me dirigí a la dirección indicada. Me sentía un poco espeso pero no me inquieté, siempre me ocurría cuando encontraba un nuevo empleo. Aparqué en una especie de patio en el que los tipos esperaban fumando colillas y haciendo muecas al cielo. Todo el mundo se volvió hacia mí cuando bajé del coche. A lo mejor nunca habían visto a un escritor de carne y hueso, me dije, quizás el mejor en kilómetros a la redonda. Me acerqué a los tipos. Era el único que vestía normalmente, todos los demás llevaban monos o shorts, eran más o menos viejos, fuertes, y también me di cuenta de que llevaban ENORMES zapatones en los pies. Me sentí a disgusto con mis sandalias, llevaba el modelo de suelas con los colores del arco iris y con una trenza plateada entre los dedos de los pies. Hice como si no me preocupara por ese tipo de detalles, hundí las manos en los bolsillos y sonreí a la gradería.

Un tipo se subió a la plataforma de una camioneta, con un montón de hojas en la mano. Era un tipo con un bigotito, de alrededor de treinta y cinco años y con la piel muy blanca y enfermiza. Debía de pesar unos cincuenta kilos pero tenía la mirada dura. Miró hacia mí:

– ¡Eh, usted! -soltó-. El del «Jaguar», ¿está seguro de que no se ha colado? ¿Está seguro de que quiere trabajar?

– Totalmente seguro -dije yo-. Cómo va ser mío ese coche: sería incapaz de llenarle el depósito de gasolina.

Me miró de arriba abajo, a continuación nos hizo una señal indicándonos que subiéramos a la camioneta y él se puso al volante. Atravesamos la ciudad de pie en la plataforma, agarrados a los costados, y luego un tipo se sentó en el suelo y yo hice lo mismo. Rodamos más de un cuarto de hora por campos soleados y cuando nos detuvimos yo aún no sabía de qué iba la cosa. Me daba igual manipular latas que compresas para bebé o puré en copos, no tenía referencias. Bajamos todos y nos encontramos al pie de una pared gris. El tipo nos lanzó un pequeño discurso:

– Bueno, a ver, oídme -empezó-. Aquí, estamos ABAJO, y la pequeña colina que veis a mi espalda es ARRIBA. Los que ya han trabajado en esta obra conocen el problema. Los otros verán enseguida que es muy sencillo. Fijaros, no hay ningún cacharro que pueda subir eso. Me diréis que los tipos que van a vivir aquí son una pandilla de chalados porque tendrán que dejar su coche aquí abajo, y estaré totalmente de acuerdo, claro, pero eso no significa que nuestro trabajo no sea el de coger los materiales ABAJO para llevarlos ARRIBA. Hoy haremos equipos de cuatro y vais a empezar por subirme eso.

Señalaba la pared gris que nos daba sombra. Yo la había mirado mal, no era una pared, eran vigas de hormigón pretensadas, colocadas unas encima de las otras. Quizás había doscientas o trescientas vigas de seis metros con hierros del ocho.

El tipo saltó a su máquina, la hizo poner frente al montón y con la grúa agarró la primera viga y la dejó a 90 centímetros del suelo. Cuatro tipos se separaron del grupo y cruzaron sus brazos alrededor del cacharro de hormigón.

– ¿¿VALE?? -bramó el mamón.

A continuación bajó el cable de su aparato y los cuatro tipos se encontraron con todo el peso de la viga en los brazos. Tuve la impresión de que se habían hundido diez centímetros en la tierra batida, pero no era así, simplemente aquellos tipos habían empequeñecido diez centímetros, y los huesos de su columna vertebral se habían soldado los unos a los otros. La puta que lo parió pensé, y me eché a reír mientras los fulanos se ponían en marcha zigzagueando, y atacaban la cuesta a pleno sol, la puta que lo parió, pero yo sabía cómo escapar de aquello.

Formaron cuatro equipos. Yo formaba parte del último y me toaron sólo viejos. Me coloqué al final. El tipo que iba delante de mí enía el pelo blanco y los brazos delgados como palillos.

– ¡Eh! -le dije-, ¿vas a poder?

– Ya no tengo fuerza, pero tengo técnica. Seguro que voy a darte una sorpresa, CHICO.

– Ojalá.

– ¿¿VALE?? -bramó el mamón.

Agarré el cacharro. Debía de pesar unos trescientos kilos y tenía aristas afiladas y cortantes. Creí que iba a morirme cuando tuve todo aquel peso en los brazos, miré a lo alto de la colina y entrecerré los ojos. Había algunas casas colgadas a medio camino, con árboles y jardines sombreados, y el sendero serpenteaba sobre la hierba quemada por el sol. Empezamos a caminar y el tipo que iba delante escupió en el suelo antes de subir la cuesta.

– Que nadie haga tonterías -dijo-, si uno afloja, podemos rompernos una pierna.

Entedí por qué los tipos llevaban aquellos zapatones. El asunto podía dar para una buena publicidad. El Escritor De Los Pies Destrozados.

Creo que no había hecho nada tan duro en toda mi vida, realmente estaba en el límite de mis fuerzas. Cuando llegamos a la altura de las casas, el camino giró y nadie podía vernos desde abajo.

– ¡Venga, cono, vamos a soltarla! -dijo el tipo que iba delante.

Dejamos aquella mierda al borde del camino y yo me estiré gesticulando, el sudor me caía entre los ojos y me era imposible desplegar los dedos. Si el tiempo de trabajo hubiera sido proporcional al esfuerzo, creo que mi jornada habría terminado allí, en medio de aquella cuesta, habría bajado tranquilamente y me habría embolsado mi paga sin el menor rubor, «nadie podrá decir que es dinero robado», le habría dicho al mamón; y habría vuelto a mi casa.

En cambio, la jornada acababa de empezar y yo ya estaba muerto, tenía los antebrazos rasguñados y quemados por el sudor, y la angustia de romperme una pierna con toda esta historia me ponía un nudo en el estómago. Por encima de la pared de un jardín podía verse a un tipo sentado al borde de una piscina y con una copa en la mano, y a una rubia que tomaba el sol sobre una toalla amarilla. Aquella visión no me devolvió las fuerzas, pero volvimos a coger la viga y recorrimos los últimos doscientos metros resoplando como los parias de la tierra, sudando y tropezando y con lo músculos convertidos en espirales. Nos cruzamos con los otro equipos que bajaban riendo, y aquellos imbéciles casi corrían Siempre me ha costado mucho entender a los demás y me pregunto cómo se puede marchar hacia el infierno cantando.

Cuando llegamos arriba, dejamos el cacharro y el tipo que iba en cabeza me guiño el ojo mientras decía «¡y va la primera!» Si no hubiera yo estado al borde del síncope, habría seguido, claro que sí, pobre idiota, «¡y va la primera!», cien viajes más y la cosa habrá terminado, estás a dos pasos de la jubilación y vas a encontrarte en un magnífico estado si vas por ahí vendiendo tus últimas fuerzas al primer majara que se te presenta. Yo me hubiera sentado, pero ocurría que mis queridos compañeros ya iban lanzados cuesta abajo. Busqué con la mirada al individuo que debía de estar controlándonos con un látigo, al mamón que iba a prohibirnos un momento de descanso, pero no había nadie en los alrededores y los otros parecía que tuvieran un petardo en el culo. Lo que me desazona es que son seres humanos como yo: de verdad que no entendía nada.

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