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Nos quedamos en silencio durante un momento. El silencio es la mejor maravilla de este mundo miserable, siempre lo he sabido. Luego fumamos y bebimos un poco sin comernos el coco y nos encontramos descalzos y sentados en el suelo sobre unos cojines. Era el primer momento de verdadero descanso que me concedía desde hacía bastante tiempo. Aquel condenado estaba simplemente haciendo un milagro. Aquello era algo que Nina nunca habría encajado, habría hecho una observación del tipo entonces, especie de cerdo, mira cómo puedes levantar la mirada de tus putos folios si te da la gana, ¿no? ¿Y qué podía contestarle yo? Nada, nada de nada, porque tendría razón. De acuerdo, dejaba de currar por un amigo, pero ¿en función de qué tendría que hacerlo por ella? No era mi amiga, era la mujer que vivía conmigo, la que me veía dormir, trabajar, comer, cagar, follar, gesticular, reír y cogerme la cabeza con las dos manos. Y ya era mucho, ¿o no? Lo que ella quería era que le diera lo mejor de mí mismo, y eso era lo íue yo intentaba hacer. Pero también estaba obligado a darle lo Peor al mismo tiempo. Siempre llega un momento en que uno no Puede hacerlo de otra manera.

Bueno, pues me tomé una cerveza con Yan y me fue muy bien, sentí que la presión cedía. El teléfono sonó hacia las dos de la mangada y el asunto no me molestó. Descolgué con mano transía porque mi alma atravesaba un campo de trigo maduro, apenas curvado por el viento, en un valle inaccesible.

– ¿Sí? -dije.

– Soy Marc -soltó la voz-. Quiero hablarle… ¡Quiero hablarle inmediatamente!

Casi oí por el aparato cómo le rechinaban los dientes. Parecía nervioso, tremendamente nervioso, respiraba muy de prisa.

– ¿Quieres hablar con Yan? -le pregunté.

– No te hagas el imbécil.

– ¿Quieres hablar con Nina?

– Te aconsejo que no te hagas el imbécil -gruñó-. No me conoces…

– Mira, aquí no hay más que tres personas y hace días que no salgo, ¿entiendes?, así que estoy medio reventado. Me gustaría que fueras a hacer tu numerito a otro lado.

– Ja, ja -soltó-. Como escritor te situaba entre los mejores, pero me doy cuenta de que no vales nada como ser humano.

– Alguna vez yo mismo me he hecho esa reflexión. No metas el dedo en la llaga.

– Mierda ya, deja de hacer el cerdo.

– Si quieres hablar con Cecilia, tienes que entender que no está aquí. Y yo no estoy al corriente de nada. Es muy posible que como individuo no valga nada, pero no te estoy mintiendo.

– No digas más tonterías, sé que tenéis un rollo tú y ella.

– Ya no -le dije-. Y no te miento.

– Claro, y yo qué sé -lanzó.

– ¿Cómo tú qué sabes?

– Claro, yo qué sé, a lo mejor está a tu lado y te está sosteniendo el auricular, ¿eh? ¡Yo qué sé!

– Te comprendo.

– ¡¡CECILIA, SI ME ESTÁS OYENDO, DEJA A ESE CERDO!! ¡¡TENGO QUE HABLAR CONTIGO!! ¡¡¡DEJA A ESE CERDO!!!

Tuve la impresión de que me hundía una estaca en la oreja, una estaca con corteza y todo.

– Escúchame con atención -le dije-. Tu cerebro está tan arrugado que se te debe de haber salido por el agujero del culo. Llámame cuando quieras, pero antes aclara todo ese lío.

Colgué y le dirigí una sonrisa a Yan.

– Cecilia ha vuelto a escaparse -comenté-. A mí, esa chica me divierte, es todo un número. No afloja ni un pelo y los tipos caen como moscas a su paso.

– ¿Y cómo quieres pasar por esta vida sin quebrarte al menos una vez?

Le lancé una mirada a Nina, que dormía apenas a unos metros de allí. Le lancé una mirada llena de dulzura.

– Sí -murmuré-. Fíjate, si encontrara una chica que fuera una mezcla de las dos, creo que quedaría a punto para el asilo. Pero la verdad es que me gusta pensar, y siempre hay que guardar en el fondo del corazón el sentimiento de lo Inaccesible.

Yan se levantó asintiendo vagamente con la cabeza y se plantó frente a la ventana.

– El día se levanta, tengo ganas de ir a ver cómo va la cosa -dijo.

– Si quieres un buen consejo, quédate emboscado hasta que todo se calme.

– Tú te lo tomas a risa, pero yo estoy realmente hasta las narices.

– Me pongo en tu lugar.

– Voy a ir. Espero que se hayan tranquilizado.

Lo acompañé afuera, hasta su coche, y seguimos charlando en la acera. Casi era de día y yo me había sentado en un guardabarros del «Mercedes». Me fumé un cigarrillo al amanecer, en esa calle silenciosa y triste, mientras Yan estaba sumergido bajo el capó.

– Está perdiendo aceite -dijo.

– No entiendo nada de esas cosas -comenté.

En el preciso momento en que se marchaba, se metió una mano en el bolsillo y me tendió un trozo de papel.

– Vaya, me había olvidado totalmente -dijo-. Yo sí tengo noticias de Cecilia, la vi ayer. Me dio esta nota para ti.

– ¿Y quieres hacerme creer que no lo has recordado hasta ahora?

– Bueno, no sabía si te la iba a dar. Esa chica es una fuente de líos.

– No más que cualquier otra, viejo. No más que cualquier otra, te lo aseguro…

Arrancó mandándome un beso con la punta de los dedos y me encontré solo con mi papelito plegado en cuatro. Hacía una temperatura realmente agradable y me sentía libre de preocupaciones. Abrí la nota tranquilamente, el silencio de aquella calle me daba ganas de reír. El mensaje decía: «Me gustaría verte. Si ves una solución, llámame.» Seguía un número de teléfono y su firma. Sonreí. Dios sabe que me había pasado buenos ratos con ella, sí, muy buenos ratos. Cecilia tenía predilección por hacerlo sentada o inclinada sobre el lavabo, con las piernas separadas… y yo seguí sonriendo. Cuando estaba a punto de correrse su sexo empezaba a funcionar como una bomba, y sólo de pensarlo tuve que respirar a fondo. Es formidable eso de tener una chica que siempre está de acuerdo en pegar un polvo, hace que mantengas el buen humor. Pero también tenía algo más, tenía conciencia de poseer una mente, y por eso no la había olvidado.

Arrugué el papel y lo arrojé al asfalto. Mierda, pensé, ¿qué tipo de solución debe pretender que yo encuentre?, ¿a qué insensata trampa quiere precipitarme? Mi novela avanzaba realmente bien desde hacía un tiempo y eso hacía que me volviera cobarde. Sólo un tipo que ya ha escrito un libro puede entenderlo. Uno llega a luchar contra la angustia de la muerte, pero le es imposible hacer frente a una escena casera. El menor grito me habría aniquilado. Expulsé algunos buenos recuerdos como bragas minúsculas. Había roto la mitad o así cuando ella me asió la mano, se la metió entre las piernas y se excitó. Cuando puede, un buen escritor tiene que anteponer su trabajo al sexo; todos los editores están de acuerdo en este punto.

En cualquier caso, volví a entrar con un deje de amargura en el corazón. Me estiré en la cama, al lado de Nina, y me coloqué un cigarrillo en los labios. Sólo había una lamparita encendida encima de mi máquina. Y mi taburete estaba vacío. Normalmente, ahí gesticulaba un tipo. Y reí. Y gemía. Me quedé emboscado en la sombra, pasando revista a imágenes sexuales. Tenía la cabeza repleta de imágenes sexuales. No desperté a Nina para ponerlas en práctica, sólo era un pequeño ejercicio cerebral, algo con que tener una pequeña erección a la espera de la salida del sol. Tracé una cruz sobre Cecilia antes de dormirme. Ya he dejado de contar los sacrificios que he tenido que hacer para convertirme en el escritor más retorcido de mi generación.

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