– ¿Crees que así podrás?
– Yo qué sé.
– Eres un tipo divertido -dijo-. Siempre me has hecho reír, sobre todo con tus libros.
Apunté tranquilamente a la cubeta. Soy muy torpe con la mano izquierda y fallé, la bola se fue más lejos. Se rió nerviosamente. Era más alto que yo y me pasó el brazo por los hombros.
– Bueno, muchacho, tengo la impresión de que has hecho lo que has podido. Pero, ya ves, no basta.
En aquel momento, él no estaba en absoluto atento, se reía mirando los árboles, y pude cogerlo por sorpresa. Lo agarré por el cuello, lo acerqué hacia mí y lo besé furiosamente en la boca. Dio tal salto que estuvo a punto de caerse sobre la gravilla blanca. Se salvó por un pelo. Era un verdadero acróbata el tal Z.
Me largué. Estaba a punto de entrar en mi coche cuando lo oí gritar a mi espalda:
– ¡Me cago en la puta! ¡Ese tipo está completamente zafado!
Me limpié metódicamente la boca y me instalé al volante. Iba a arrancar cuando vi que Elise venía corriendo.
– Oh, ibas a olvidarte de tu cazadora -dijo.
La cogí por la ventanilla.
– Gracias -le dije-. Espero que no me guardes rencor por haberte hecho perder una caja de champaña.
– No, claro que no… No es que formáramos precisamente un equipo formidable nosotros dos, ¿verdad?
La miré alejarse antes de encender el motor.
– Es verdad -murmuré-, no formábamos un equipo formidable.
Desde el momento en que estuve solo en la carretera, sentí una impresión extraña, como si el coche se llenara de un gas muy sutil y ligeramente embriagador, y mi cuerpo supiera perfectamente lo que tenía que hacer y dejara fuera a mi alma. Además, iba directamente hacia una puesta de sol, y unas hojas de oro se pegaban al parabrisas y temblaban con el viento. Era algo como para poner de rodillas a cualquier tío mínimamente normal, había azules pálidos y tiras de frambuesas aplastadas; era como para sentirse a punto de volver a aprenderlo todo. No tenía más que echar una ojeada a mi estómago, para saber que ya estaba sumergido en un baño de oro líquido.
Conocía ese estado. Me sucedía a menudo cuando empezaba a escribir. Pasaba primero por una fase de imbecilidad total, después notaba ese calor y sentía que mi espíritu quedaba liberado, y sólo en aquel momento podía empezar; era como si me encontrara en medio de un desierto ardiente. Cogí fuertemente el volante y me dejé ir levantando un poco el pie del acelerador. Hermoso final para un día, pensé, y lo segundo que me pasó por la cabeza fue la última frase que había pronunciado Elise. Había dicho que no formábamos un buen equipo y aquellas palabras resonaban en mi cabeza como un disco rayado, ¡NO FORMAMOS UN EQUIPO FORMIDABLE!, ¡¡¡NO FORMAMOS UN EQUIPO FORMIDABLE!!!, ¡¡¡ESTO NO PUEDE FUNCIONAR!!!
Ahora mi novela estaba terminada. Yo era un poco como un tipo que ha sido lanzado a una playa y que entorna los ojos ante la claridad de la mañana. ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Cómo reconocer cualquier cosa en la niebla? ¿Por qué me había detenido en medio del camino? Tardé un rato en comprender que estaba totalmente obligado a reconocer que debía a Nina los mejores momentos de mi vida. Estaba llegando a la edad en que uno empieza a mirar hacia atrás, y a sentirse nervioso ante la idea de haber olvidado algo. Peor para mí si todo aquello era una tontería. Recordaba algunos momentos con Nina en los que su sola presencia me producía el mismo efecto que hallarme en un fumadero de opio, con rayos de sol clavados como lanzas a través de los postigos cerrados.
Durante todo el camino de vuelta pensé más o menos en ella. Casi me dejé convencer de que había llegado el momento de hacer algo. Pero los dados ya habían rodado en la sombra. Comí en un autoservicio que encontré por el camino. Estaba iluminado de una forma inverosímil y yo tenía incluso conciencia de los menores objetos que había en la sala. Seguramente nadie se había dado cuenta de mi presencia. Comí una cosa deliciosa cubierta con salsa de tomate.
Cuando volví a casa, estaba en una forma espléndida. Abrí la puerta de aquel pequeño apartamento astroso, como si acabaran de comunicarme que había obtenido todos los premios del año y todos los tipos se dieran codazos para firmarme cheques. Me acosté, pero no pude cerrar los ojos hasta el amanecer. Me sentía tan excitado como el día que precede a un viaje. Era imposible meterme en la cabeza que ya estaba en camino, y tiraba de las sábanas en todas direcciones. Era para destornillarse.
A la mañana siguiente salté al coche y volé hacia su casa. Por mucho que pasara revista a todo lo imaginable, era incapaz de saber qué iba a poder explicarle. La idea de que pudiera darme con la puerta en las narices ni siquiera se me ocurría o, en cualquier caso, la ahuyentaba rápidamente, y lograba que se deslizara de inmediato una sonrisa entre sus labios.
Cuando una vecina me dijo que Nina había dejado su apartamento desde hacía bastante tiempo, me quedé plantado como un gilipollas delante de la puerta. Luego troté hasta el bar más cercano y llamé por teléfono a casi todo el mundo, sosteniendo el listín con mi yeso.
Su ex marido no sabía nada y colgó suspirando. Llamé a todos los que de cerca o de lejos podían haber estado en contacto con ella, pero no logré ni el menor indicio. Era como si nunca hubiera existido. Hablé también con Yan, y me dijo que daría voces. -Podías haberlo pensado un poco antes -me dijo. -Bueno, tampoco es cuestión de vida o muerte -le dije-. No estoy a punto de abrirme las venas. -Entonces, ya vale -me dijo. -Pero date prisa igualmente.
– Por cierto, ni vale la pena que te diga que a Z. le ha cogido un rencor mortal hacia ti.
– Me alegra saber que no dejo insensible a ese hijo de puta. A la vuelta, me detuve en la tienda del italiano. Compré dos raciones de lasaña y, pese al aire fresco, me obsequié con un helado al salir. Me senté en un banco con el paquete aceitoso apoyado en las rodillas y chupé con aire soñador, de espaldas a las ráfagas de viento.
Estuve durante tres días en el mayor de los silencios. Recibí las pruebas de mi libro y pude hacer algunas correcciones en una calma repugnante. Casi tenía la sensación de que aquello había sido escrito por otro. Tan lejano me parecía.
Una mañana, sonó el teléfono de forma inhabitual. Era Yan, que finalmente tenía algo concreto. Me instalé en el silón.
– Venga, suéltalo ya -le dije.
– ¿Sabes?, es una chica que viene al bar de vez en cuando -dijo-. Parece que Nina está en casa de una amiga suya, a un centenar de kilómetros de aquí, siguiendo la costa…
– ¿Dónde? -pregunté.
– Será mejor que cojas un lápiz -me aconsejó.
Cogí lo necesario para escribir y me ayudó a trazar un plano con los nombres de los poblachos, el número que les ponían a las carreteras y algunos detalles folklóricos en los que tenía que fijarme. Parecía un mensaje cifrado para llegar a la Cámara Sepulcral.
– No puedes equivocarte a menos que lo hagas a propósito.
– ¿Sabes detalles? -le pregunté.
– Creo que la tía en cuestión tiene una tienda de ropa y que Nina le echa una mano. ¿Tienes intención de ir? -me preguntó.
– No, seguramente voy a quedarme en la cama mordiéndome los pulgares…
– ¿Y tu yeso?
– Van a quitármelo un día de esta semana -le dije.
Después de esta llamada, volví a la cama. Pensaba estar estirado menos de una hora, pero me quedé dormido. Tenía los ojos cerrados y oía el canto de las gaviotas afuera, no pensaba en nada más y caí redondo sin darme cuenta. ¿Qué son treinta y cuatro años? Nada. Yo era verdaderamente joven, y era normal que durmiera mucho; era aún una especie de bebé. Lo siento mucho, estoy seguro de que habría podido echarle un pulso a un tipo de veinte años o que podría haber hecho cualquier cosa que no exigiera demasiado resuello. Bueno, sea como fuere, cuando me desperté ya era de noche.
Era el límite. Aún podían verse grandes nubes oscuras que se deslizaban rápidamente por el cielo como submarinos atómicos. Me levanté de golpe. Tenía frío. Encendí todas las luces y me puse mi cazadora. Durante el invierno ese puto apartamento iba a convertirse en una nevera feroz. Comí algo mientras me tomaba dos o tres cafés ardiendo. Tenía la impresión de que iba a salir el sol y apenas acababa de anochecer. En realidad creo que habría preferido que amaneciera, pero tenía que tomar las cartas que había recibido, y eso me dio ganas de bostezar.
El tiempo de dar unas cuantas vueltas sin sentido, de tomarme una cerveza y de poner en orden unas cuantas cosas, aunque se tratara de una batalla perdida de antemano, porque hay cosas que NUNCA van a encontrar su verdadero lugar. El tiempo de que los altavoces anuncien la señal de partida y pongan en marcha mi cerebro. Ya eran las nueve de la noche. Comprobé el gas antes de salir y di un portazo. Aún se veía un pedazo grande de luna, hacía buen tiempo y el viento dominante era del Este, fuerza cinco.