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– Eso mismo, no me he metido en aventuras extraordinarias. La edad me ha dado sensatez.

– ¿Has visto a Jean-Paul?

– Está ahí al lado, en el sofá. Está con el muermo.

– ¿Eh? ¿Qué dices?

Se lanzó hacia la sala y pude apartar mi copa justo a tiempo para dejarlo pasar, si no me lo habría tirado encima. Tenía la tira de energía para ser un tipo que vuelve a casa a las tres de la madrugada. Sostenía la cabeza de Jean-Paul entre sus manos en el momento que llegué. Me tomé un trago.

– Cuando me dejó entrar, ya estaba colgado. Luego se cortó con un trozo de cristal, me habría gustado que vieras el numerito. Chillaba como si fuera a degollarlo… Pero bueno, eso no debe impedir que nos tomemos una copa los dos…

– Parece que está bien. Tengo la impresión de que duerme.

– Es posible. Nos va a dejar tranquilos.

– Oh, ¿por qué eres tan desagradable?

– Mierda, se lo ha buscado. ¿Por qué todos tienen que fastidiarme con mis libros? ¿Qué tienen que ver conmigo?

– Tienen mucho que ver.

– Bueno, pero soy muy quisquilloso en ese punto. Me cuesta mucho escribirlos, creo, y me merezco que luego me dejen en paz. No hago servicio posventa.

– Vale, pero no te olvides de que en la actualidad la gente espera que el artista haga su numerito.

– Ya lo sé, y siempre he deseado preparar un espectáculo de baile. Si mis libros me necesitan, lo mejor que puedo hacer por ellos es mantener la boca cerrada.

– Claro, y por cierto eso me hace pensar que tengo un hambre atroz, ¿te apetece algo?

– No he comido más que melocotones desde esta mañana.

Nos replegamos hasta la cocina. Yan vació la nevera sobre la mesa, y no había más que chorradas y queso envuelto en plástico. Nos sentamos el uno frente al otro.

– A propósito, ¿qué le contaste a Nina? -le pregunté.

– Le dije que no se preocupara.

– Siento mucho que al menos no tengas un tomate -dije-, algo un poco más fresco. No entiendo que no comas más que cosas químicas.

Comí con desgana. Yan estaba bastante serio. Sacó una botella de vino pero yo no quise, ya empezaba a estar colocado. De todas maneras abrí una cerveza porque hacía calor. Realmente era un buen verano, con noches para dormir sobre las baldosas o para quedarse despierto y beber cosas frescas, esperando una brisa ligera a las cuatro de la madrugada.

– Seguro que has encontrado el sistema de tirar toda tu pasta durante estos dos días -dijo Yan.

– Qué va…

Saqué todo el paquete que llevaba en el bolsillo y lo dejé encima de la mesa. Era MI DINERO, un montón de billetes que se retorcían entre las migas de pan. Lo miré durante un rato.

– Tengo ganas de comprarme algo -dije-. Tengo ganas de hacerme un buen regalo…

– No hagas tonterías.

– ¿No se te ocurre nada? Todo eso me pone nervioso, así, de golpe.

– Oye, mejor espera a mañana. Estudia la cuestión en ayunas.

Bueno, realmente debía de haber bebido demasiado porque hice algo que normalmente nunca hago, tomé el paquete de billetes con una mano y los dejé caer en forma de lluvia sobre la mesa. Mi mirada se hizo profunda, no veía a un metro de mis ojos:

– Fíjate -solté-, esto mueve el mundo desde el principio. No te rías, cada billete que cae es un eslabón de la cadena. ¿Y qué puedes hacer con él aparte de pagar las mierdas…? Apenas hay nada válido en la tierra que pueda comprarse con dinero.

– Bah, desvarías… No son más que palabras.

Le agarré por la pechera de la camisa y torcí la mano para apretar:

– Ahí la has cagado: deja en paz las palabras. No desprecies mis herramientas de trabajo.

A continuación, pusimos algo de orden y Yan me propuso que fuéramos al jardín a fumarnos un porro. Estuve de acuerdo. Mientras él se ocupaba del asunto, yo miré las cintas y puse música, pensé que Las cuatro estaciones de «Harmonium» pondrían buen ambiente. Le llevé su botella de vino y yo me permití una última cerveza. Me estiré en la tumbona mientras Yan liaba el canuto.

– Apúrate -le dije-. Pronto va a amanecer.

– No oía esa música desde hace mucho -comentó-. Al menos diez años.

– Sí. Recuerdo una vez en que estabas totalmente empinado, te quedaste pegado al casco y lloraste de alegría oyendo eso. Hiciste un numerito terrible.

– Creo que me acuerdo -dijo-. Fue la noche en que tú te pasaste más de una hora encerrado en el cagadero sin contestarle a nadie.

– La mayoría de los tipos tenían cara de sátiros.

– Nunca has podido tragar a mis amigos.

– Te equivocas, pero aquéllos tenían los brazos realmente enormes. Tenía miedo de que me destrozaran.

Nos fumamos el canuto manteniendo el humo al máximo y a la última calada comprendí que iba a quedarme prisionero de la tumbona, con las rodillas bloqueadas, clavado en la madrugada. Oía que Yan hablaba en voz baja y me explicaba cosas, pero no entendía nada. Miraba el día que nacía y parpadeé lentamente ante el primer rayo de sol que me atravesó.

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