– Bueno… -No se le ocultaba a Ruth que, en este caso, Karl y Melissa eran los que "apenas se conocen"-. Eddie O'Hare fue el amante de mi madre -anunció-. Ocurrió cuando él tenía dieciséis años y ella treinta y nueve. No le había visto desde que yo tenía cuatro años, pero siempre he querido volver a verle. Como podéis imaginar.
Aguardó. Nadie dijo una sola palabra. Ruth sabía lo dolido que iba a sentirse Allan porque no se lo había dicho antes, y porque cuando por fin se lo decía, era delante de Karl y Melissa
– ¿Puedo preguntarte -empezó a decir Allan, con no poca formalidad, tratándose de él- si la mujer mayor que aparece en todas las novelas de O'Hare es tu madre?
– No, según mi padre no lo es -replicó Ruth-, pero creo que Eddie quería de veras a mi madre, y que su amor por ella, una mujer mucho mayor que él, está presente en todas sus novelas
– Comprendo -dijo Allan. Ya había tomado con los dedos unas hojas de rúgula de su plato de ensalada
Para ser un caballero, como sin duda lo era, además de neoyorquino a carta cabal, un hombre mundano, los modales de Allan en la mesa eran atroces. Metía la mano en el plato de cualquiera (tampoco tenía pelos en la lengua a la hora de mostrar su desagrado por la comida que le habían servido después de comérsela) y siempre se le quedaban restos de comida entre los dientes
Ruth le miró, esperando ver un trozo de aquellas grandes hojas de rúgula entre sus caninos demasiado largos. También tenía largas la nariz y la barbilla, pero transmitían una discreta elegancia, contrarrestada por la frente ancha y plana y el cabello castaño oscuro muy corto. A los cincuenta y cuatro años, Allan Albright no mostraba señales de calvicie ni tampoco tenía una sola hebra gris
Era casi guapo, de no ser por los largos dientes que le daban un aspecto lobuno. Y aunque era esbelto y estaba en buena forma, comía con evidente placer. Ruth le evaluaba y veía con preocupación que de vez en cuando se excediese en la bebida. Ahora, al parecer, siempre le estaba evaluando, y con demasiad frecuencia su valoración era negativa. Pensaba que debía acostarse con él y decidir de una vez lo que habría entre ellos. Entonces Ruth recordó que Hannah Grant le había dado plantón. Se había propuesto utilizar a Hannah como una excusa para no acostarse con Allan, es decir, que Hannah sería esta vez la excusa de Ruth. Le diría a Allan que ella y Hannah eran tan buenas amigas que siempre se pasaban la noche en vela, hablando por los codos
Cuando la editorial de Ruth no le pagaba el alojamiento en Nueva York, solía quedarse en el piso de Hannah, del que incluso tenía un juego de llaves
Ahora, en ausencia de Hannah, Allan le sugeriría que le acompañara a su piso, o le pediría que le enseñara su suite en el hotel Stanhope, costeada por Random House. Allan había sido muy paciente ante la renuencia de Ruth a acostarse con él. Incluso había interpretado que esa reticencia se debía a que ella se tomaba muy en serio su afecto, cosa que era cierta. No se le había ocurrido pensar que la desgana de Ruth obedecía al temor de que tal vez le desagradara acostarse con él, un profundo desagrado que se relacionaba con su hábito de picotear en los platos ajenos y el apresuramiento con que comía
Lo de menos para ella era su vieja reputación de mujeriego. Allan le había dicho con franqueza que "la mujer ideal" que, al parecer, era Ruth, había cambiado todo eso, y ella no tenía ningún motivo para no creerle. Tampoco le importaba su edad. Estaba en mejor forma que muchos hombres más jóvenes, no aparentaba cincuenta y cuatro años y, en el aspecto intelectual, era estimulante. Cierta vez se habían pasado en vela toda una noche (hacía poco, mientras que las largas veladas de Ruth y Hannah tuvieron lugar mucho tiempo atrás) leyéndose mutuamente sus pasajes favoritos de Graham Greene
El primer regalo que Allan le hizo a Ruth fue el primer volumen de la biografía de Graham Greene escrita por Norman Sherry. Ruth la empezó a leer con lentitud deliberada, saboreándola, y, al mismo tiempo, temerosa de enterarse de cosas sobre Greene que no le gustarían. Le inquietaba leer biografías de los autores que más le interesaban y prefería desconocer los detalles poco gratos sobre ellos. Hasta entonces Sherry había tratado a Greene en su biografía con el respeto que, según Ruth, el escritor británico merecía. Pero la impaciencia de Allan por la lentitud con que ella leía la biografía superaba a la que le producía su reticencia sexual. (Alían había observado que, a este paso, Norman Sherry publicaría el segundo volumen de La vida de Graham Greene antes de que Ruth hubiera terminado de leer el primero.)
Ahora que Hannah estaba ausente, Ruth pensó que podría utilizar a Eddie O'Hare como excusa para no acostarse con Allan aquella noche. Antes de que Eddie regresase del lavabo, le dijo a su editor:
– Después de la cena… espero que no os importe… quisiera tener a Eddie para mí sola. -Karl y Melissa esperaron a que Allan reaccionara, pero Ruth se apresuró a añadir-: No puedo imaginar qué vio en él mi madre, excepto que, a los dieciséis años, sin duda debía de ser un chico guapísimo
– O'Hare sigue siendo un "chico guapísimo" -gruñó Allan.
– "¡Santo cielo! -pensó Ruth-. ¡No me digas que va a volverse celoso!"
– Es posible que el interés de mi madre por él fuese mucho menor que el de Eddie por ella -siguió diciendo-. Ni mi padre puede leer las novelas de Eddie sin comentar que debía de haber adorado a mi madre
– Hasta la saciedad -dijo Allan Albright, quien no podía leer un libro de Eddie O'Hare sin hacer comentarios de esa clase.
– Por favor, Allan, no estés celoso -le pidió Ruth en el mismo tono de voz con que leía al público, con aquella inexpresividad inimitable que todos conocían bien
Allan pareció dolido, y Ruth se detestó a sí misma. En una sola noche había mandado a la mierda a una abuela junto con sus nietos, y ahora hería al único hombre de su vida con el que había considerado la posibilidad de casarse
– En fin -dijo Ruth a sus acompañantes-, la oportunidad de estar a solas con Eddie O'Hare me resulta emocionante. "¡Pobres Karl y Melissa!", se dijo. Pero estaban acostumbrados al talante de los escritores y sin duda habían tenido que soportar conductas más inapropiadas que la suya
– Es evidente que tu madre no abandonó a tu padre por O'Hare -comentó Allan, en un tono más mesurado que de costumbre
Intentaba comportarse, demostrando así que era un buen hombre. Ruth se daba cuenta de que su manera de actuar provocaba en él un temor a su mal genio, y volvió a detestarse por ello
– En eso creo que tienes razón -replicó Ruth, con idéntica cautela-. Pero cualquier mujer habría tenido una causa justa para abandonar a mi padre
– También te abandonó a ti -observó Allan. (Por supuesto, habían hablado mucho de ello.)
– Eso también es cierto, y es precisamente lo que deseo comentar con Eddie. Mi padre me contó su versión de lo ocurrido, pero él no quiere a mi madre. Quiero que me cuente su versión alguien que la ha querido
– ¿Crees que O'Hare todavía quiere a tu madre? -inquirió Allan
– Has leído sus libros, ¿no? -respondió Ruth.
– Hasta la saciedad -repitió Allan
Ruth se dijo que era un esnob terrible, pero a ella le gustaban los esnobs
Entonces Eddie regresó a la mesa
– Estábamos hablando de ti, O'Hare -le dijo Allan con desenvoltura. El otro parecía nervioso
– Les he hablado de ti y de mi madre -explicó Ruth
Eddie procuró mantener el semblante sereno, aunque la lana húmeda de su chaqueta se le adhería como una mortaja. A la luz de las velas vio el hexágono amarillo que brillaba en el iris del ojo derecho de Ruth. Cuando la llama oscilaba, o cuando ella volvía la cara hacia la luz, el ojo cambiaba de color, pasaba de castaño a ámbar, igual que el mismo hexágono amarillo podía hacer que el ojo derecho de Marion pasara del azul al verde. -Amo a tu madre -empezó a decir Eddie, sin azorarse
Sólo tenía que pensar en Marion y enseguida recuperaba la calma, que había perdido en la pista de squash, donde Jimmy le había ganado tres juegos. Y, en efecto, pareció que Eddie recuperaba la calma, algo impensable hasta ese momento
Allan se quedó perplejo cuando Eddie pidió al camarero ketchup y una servilleta de papel. No era aquél uno de esos restaurantes donde sirven ketchup ni había a mano ninguna servilleta de papel, pero Allan se encargó de solucionarlo. Ésa era una de sus cualidades agradables. Fue a la Segunda Avenida y localizó enseguida un local más barato. Al cabo de cinco minutos estaba de regreso con media docena de servilletas de papel y una botella de ketchup, de cuyo contenido sólo quedaba la cuarta parte
– Espero que te baste -le dijo a Eddie. Había pagado cinco dólares por la botella de ketchup casi vacía
– Para mi objetivo, es como si estuviera llena -replicó Eddie.
– Gracias, Allan -terció Ruth, en tono afectuoso
Él, galante, le envió un beso con un soplo
Eddie vertió ketchup en su plato de la mantequilla. El camarero le observaba con una seria expresión de desagrado.
– Moja el dedo en el ketchup,-le pidió a Ruth
– ¿Mi dedo? -se extrañó ella