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– Ruth Cole no firma ejemplares -le advirtió-. Nunca lo hace

– Déjeme pasar, soy su madre -mintió la anciana

Si alguien no necesitaba examinar con detenimiento a la anciana era precisamente Eddie. Calculó que tenía más o menos la edad actual de Marion, setenta y un años

– Usted no es la madre de Ruth Cole, señora -le dijo

Pero Ruth había oído decir a alguien que era su madre, y se apartó de Allan para ir a la puerta del camerino, donde la anciana le tomó la mano

– He traído estos libros desde Lichtfield para que me los firme -dijo la mujer-. Eso está en Connecticut

– No debería mentir diciendo que es la madre de alguien -le reconvino Ruth

– Son para cada uno de mis nietos, ¿sabe?

La bolsa de la compra contenía media docena de ejemplares de las novelas de Ruth, pero antes de que la anciana pudiera empezar a extraerlos, Allan se le acercó y, poniéndole su manaza en el hombro, la empujó suavemente fuera de la estancia

– Hemos anunciado que Ruth Cole no firma ejemplares -le dijo Allan-. No lo hace, y no hay más que hablar. Lo siento, pero si firmara sus libros, sería injusto con todas las demás personas que desean su autógrafo, ¿no le parece?

La anciana hizo caso omiso y no soltó la mano de Ruth. -Mis nietos adoran todo lo que usted escribe -insistió-. No le llevará más de dos minutos

Ruth permanecía inmóvil, como petrificada

– Por favor -pidió Allan a la anciana, pero ésta, con una celeridad sorprendente, dejó en el suelo la bolsa de los libros y apartó de su hombro la mano de Allan

– No se atreva a empujarme -le dijo

– No es mi madre, ¿verdad? -le preguntó Ruth a Eddie.

– No, claro que no

– Oiga… -dijo la anciana a Ruth-, ¡le estoy pidiendo que firme estos libros para mis nietos! ¡Sus propios libros! Los he comprado…

– Señora, por favor… -insistió Allan

– ¿Quiere decirme qué diablos le ocurre? -preguntó la anciana a Ruth

– Váyanse a la mierda usted y sus nietos -le dijo Ruth. La mujer la miró como si la hubiera abofeteado

– ¿Qué me ha dicho?

Tenía un tono imperioso que Hannah habría llamado "generacional", pero que a Ruth le parecía más propio de la riqueza y el privilegio de la desagradable anciana. Sin duda la agresividad de la mujer no se debía tan sólo a su edad

Ruth sacó una de sus novelas de la bolsa y preguntó a Eddie si tenía algo con que escribir. Él buscó en los bolsillos de su chaqueta húmeda y le ofreció la pluma de tinta roja…, la favorita del maestro

La novelista se puso a escribir en la primera página del ejemplar de la anciana y repitió en voz alta las palabras mientras las anotaba:

– Váyanse a la mierda usted y sus nietos

Puso de nuevo el libro en la bolsa y se dispuso a sacar otro (habría escrito lo mismo en todos ellos, sin firmarlos), pero la mujer le arrebató la bolsa

– ¿Cómo se atreve? -le gritó la anciana

– A la mierda usted y sus nietos -repitió Ruth monótonamente, en el mismo tono que empleaba al leer en voz alta. Y entró en el camerino, diciéndole a Allan, al pasar por su lado -A la mierda con lo de ser amable dos veces, incluso una sola vez

Eddie, sabedor de que su presentación había sido demasiado larga y académica, vio la manera de expiar su culpa. Fuera quien fuese aquella mujer, tenía más o menos la edad de Marion, y él no consideraba viejas a las mujeres de la edad de Marion. Eran mayores, por supuesto, pero viejas no, por lo menos en opinión de Eddie

Había visto un ex libris impreso en la portadilla del libro, donde Ruth había escrito la frase insultante para la agresiva abuela: ELIZABETH J. BENTON. Eddie se dirigió a ella.

– Señora Benton…

– ¿Qué? -dijo ella-. ¿Quién es usted?

– Ed O'Hare -respondió Eddie, ofreciendo su mano a la mujer-. Ese broche que lleva es admirable. La señora Benton miró la solapa de su chaqueta color ciruela. El broche era una concha de plata con perlas engastadas. Ella le permitió tocar las perlas

– Nunca creí que volvería a ver un broche como éste -comentó Eddie

– Ah… ¿Estaba usted muy unido a su madre? Tuvo que estarlo

– Sí -mintió Eddie

Se preguntó por qué no podía hacer lo mismo en sus libros. La procedencia de las mentiras era un misterio, como también lo era el hecho de que no pudiera decirlas cuando lo deseaba. Era como si sólo pudiera esperar y confiar en que una mentira lo bastante adecuada se presentara en el momento oportuno

Poco después Eddie y la anciana salieron por la puerta de acceso al escenario. En el exterior, bajo la lluvia incesante, se había reunido un grupo pequeño pero decidido de jóvenes que aguardaban para ver de cerca a Ruth Cole y pedirle que les firmara sus ejemplares

– La autora ya se ha ido -les mintió Eddie-. Ha salido por la puerta principal

Le asombraba que hubiera sido incapaz de mentir a la recepcionista del hotel Plaza. De haber podido hacerlo, habría dispuesto de cambio para el autobús un poco antes, incluso habría podido tener la buena suerte de tomar un autobús anterior

La señora Benton, más ducha que Eddie O'Hare en el arte de mentir, disfrutó unos instantes más de la compañía del escritor antes de despedirse de él, dándole las buenas noches en un tono melodioso y sin dejar de agradecerle su "caballerosa conducta"

Eddie se había ofrecido para conseguirles a los nietos de la señora Benton los autógrafos de Ruth Cole. Persuadió a la anciana para que le dejara la bolsa con los libros, incluido el ejemplar que Ruth había "estropeado". (Así lo consideraba la señora Benton.) Eddie sabía que, aunque no pudiera conseguir la firma de Ruth, por lo menos podría proporcionar a la señora Benton una falsificación razonablemente convincente

Lo cierto era que le había conmovido la audacia de la señora Benton. Aparte de atreverse a decir que era la madre de Ruth, Eddie admiraba la energía con que se había enfrentado a Allan Albright. Los pendientes de amatista que lucía la mujer también revelaban audacia, tal vez en exceso, pues no armonizaban del todo con el color ciruela más apagado del traje chaqueta. Y la gran sortija que le bailaba un poco en el dedo corazón derecho… tal vez en otro tiempo había encajado con precisión en el anular de la misma mano

También le enternecía la delgadez y esa sensación como de ahuecamiento que producía el cuerpo de la señora Benton, pues era evidente que ella aún se consideraba una mujer más joven. ¿Cómo no iba a considerarse más joven en ocasiones? ¿Cómo Eddie no iba a sentirse conmovido por ella? Y, como les sucede a la mayoría de los escritores, con excepción de Ted Cole, Eddie O'Hare creía que el autógrafo de un autor carecía de importancia. ¿Por qué no iba a hacer lo que estuviera en su mano por la señora Benton?

¿Qué le importaba a la señora Benton que las razones de Ruth Cole para evitar la firma de ejemplares en público estuvieran bien fundadas? Ruth detestaba lo vulnerable que se sentía ante una multitud que deseaba su autógrafo. Siempre había alguien que se quedaba mirándola fijamente, al margen de la cola, en general sin un libro en la mano

Ruth había dicho públicamente que cuando estuviera en Helsinki, por ejemplo, firmaría ejemplares de la traducción finlandesa, porque no hablaba el finés. En Finlandia, y en muchos otros países extranjeros, no podía hacer más que firmar ejemplares, pero en su propio país prefería leer al público o simplemente hablar con sus lectores, cualquier cosa menos firmar ejemplares. No obstante, en realidad tampoco le gustaba hablar con sus lectores, como había sido penosamente evidente para quienes observaron su agitación durante el desastroso coloquio en la sala de la YMHA. Ruth Cole temía a sus lectores

Le habían seguido los pasos no pocas veces. En general, quienes acechaban a Ruth eran jóvenes de aspecto inquietante. A veces se trataba de mujeres deseosas de que Ruth escribiera sus vidas. Creían que su sitio estaba en las páginas de una novela de Ruth Cole

Ruth deseaba ante todo intimidad. Viajaba con frecuencia, no tenía dificultades para escribir en los hoteles o en una variedad de casas y pisos alquilados, rodeada por las fotografías, el mobiliario y las ropas de otras personas, y ni siquiera le incomodaban los animales domésticos ajenos. Ella no tenía más que una sola vivienda, una vieja casa de campo en Vermont, que estaba restaurando sin demasiado entusiasmo. Había comprado la casa sólo porque necesitaba un domicilio fijo al que regresar una y otra vez, y porque casi podía decirse que, junto con la propiedad, iba incluido quien se ocuparía de su mantenimiento. Un hombre infatigable, su mujer y sus hijos vivían en una granja vecina. La pareja parecía tener innumerables hijos. Ruth procuraba tenerlos ocupados con diversas chapuzas y con la tarea más importante: "restaurar" su casa de campo…, una habitación cada vez, y siempre cuando ella estaba de viaje

Durante los cuatro años pasados en Middlebury Ruth y Hannah se habían quejado del aislamiento de Vermont, por no mencionar los inviernos, porque ninguna de las dos esquiaba. Ahora a Ruth le encantaba Vermont, incluso en invierno, y le satisfacía tener una casa en el campo. Pero también le gustaba marcharse. Su afición viajera era la respuesta más sencilla que daba a la pregunta de por qué no se había casado y no había querido tener hijos

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